Feliz cumpleaños

Danielle Steel

Fragmento

cap-1

1

El 1 de noviembre de cada año era el día más temido por Valerie Wyatt, al menos desde su cuarenta cumpleaños, dos décadas atrás. Había logrado retrasar los estragos del tiempo, y nadie que la viese esa mañana habría imaginado que acababa de cumplir los sesenta. Llevaba algún tiempo quitándose años, y a nadie le costaba dar crédito a sus creativas afirmaciones en cuanto a su edad. Según la revista People, Valerie contaba con cincuenta y un años, una edad que a ella ya le parecía bastante mala. Tener sesenta le resultaba de todo punto impensable, y se alegraba de que la gente pareciese haber olvidado la cifra correcta. Valerie hacía cuanto estaba en su mano para alimentar la confusión. Se había operado los ojos por primera vez cuando cumplió los cuarenta, y volvió a hacerlo quince años más tarde, con unos resultados excelentes. En efecto, la mirada de Valerie ofrecía una apariencia descansada, como si acabase de disfrutar de unas estupendas vacaciones. La intervención había tenido lugar en Los Ángeles, durante un paréntesis estival. Al cumplir los cincuenta se había operado el cuello, obteniendo un escote liso y juvenil, sin flacidez alguna. El cirujano plástico le había dicho que no necesitaba un estiramiento facial completo. Poseía unas facciones delicadas y una piel tersa, y su paso por el quirófano le había proporcionado en cada ocasión el efecto deseado. Las inyecciones de Botox que se aplicaba cuatro veces al año contribuían a mejorar su aspecto juvenil. El ejercicio diario y la colaboración de un entrenador personal tres veces por semana mantenían su cuerpo esbelto, tonificado y libre de los signos de la edad. De haberlo deseado, podría haber afirmado que tenía cuarenta y tantos, pero no quería parecer ridícula y se conformaba con quitarse nueve años. Además, era de dominio público que tenía una hija de treinta años, por lo que no podía forzar demasiado las cosas. Cincuenta y uno estaba bien.

Se requería tiempo, esfuerzo y dinero para mantener esa apariencia que le halagaba la vanidad y que al mismo tiempo era importante para su carrera profesional. Valerie llevaba treinta y cinco años siendo la gurú número uno del estilo y la vida refinada. Al acabar sus estudios había empezado a trabajar como redactora para una revista de decoración, una tarea que se convirtió en pasión. Era la reina del arte de recibir invitados y de cuanto sucedía en el hogar. Tenía acuerdos de licencia para la comercialización de juegos de cama y mantelerías de lujo, muebles, papel pintado, telas, bombones exquisitos…, e incluso una línea de mostazas. Había escrito seis libros sobre bodas, decoración y cómo ser el perfecto anfitrión, y tenía un programa de televisión cuyo índice de audiencia se situaba entre los más altos. Había organizado tres bodas en la Casa Blanca para hijas y sobrinas de presidentes, y su libro sobre celebraciones nupciales había ocupado durante cincuenta y siete semanas el número uno en la lista de no ficción del New York Times. Su mayor competidora era Martha Stewart, y Valerie, que jugaba en su propia liga, siempre había sentido un profundo respeto por su rival. Eran las dos mujeres más importantes en su campo.

En su vida privada Valerie predicaba con el ejemplo. Su ático en la Quinta Avenida, con vistas panorámicas a Central Park y una importante colección de arte contemporáneo, parecía listo para la cámara en todo momento, al igual que ella misma. Estaba obsesionada con la belleza. La gente quería vivir como ella les decía, las mujeres deseaban tener su mismo aspecto y las chicas ansiaban que su boda fuese tal como Valerie la habría organizado, o por lo menos acorde con las instrucciones que daba en su programa y sus libros. Valerie Wyatt era un nombre conocidísimo. Era una mujer hermosa, tenía una carrera fantástica y vivía una existencia de oro. Lo único que faltaba en su vida era un hombre, y llevaba tres años sin tener ni una sola relación. Esa mañana también se sentía deprimida al pensar en eso. Por muy buena apariencia que tuviese, la edad que constaba en su permiso de conducir era la que era, y ¿quién iba a querer salir con una mujer de sesenta años? En los tiempos que corrían, hasta los hombres de más de ochenta querían salir con chicas de veinte. Con ese cumpleaños, Valerie sentía que se había quedado obsoleta. No era un pensamiento agradable, y no estaba contenta.

Esa mañana se miró atentamente al espejo mientras se preparaba para salir de casa. Debía estar en el estudio a mediodía para hacer una grabación, y antes tenía dos citas. Confiaba en que la primera la animase. Y lo único que le impedía sufrir un ataque de pánico era que al menos nadie conocía su verdadera edad. Sin embargo, se sentía deprimida. Valerie comprobó aliviada que la imagen que le devolvía el espejo le mostraba que su vida aún no estaba acabada. Su pelo de estilo paje, bien cortado y teñido con asiduidad de su rubio natural para que nunca se le viesen las raíces, le enmarcaba el rostro de forma muy favorecedora. Valerie tenía muy buen tipo. Abrió el armario y seleccionó con cuidado un abrigo de lana rojo que se pondría encima del vestido corto negro que llevaba puesto, que mostraba sus piernas largas y espectaculares, y se calzó unos taconazos de Manolo Blahnik. Era un look genial que resultaría moderno y elegante para grabar su programa.

Cuando salió del edificio, el portero paró un taxi para Valerie, que le dio al taxista una dirección de una zona abandonada del Upper West Side. Se fijó en que el conductor la miraba con admiración a través del retrovisor. Valerie permaneció pensativa mientras cruzaban Central Park a toda velocidad. Dos semanas atrás había empezado a hacer frío en Nueva York, las hojas se habían puesto amarillas y en ese momento estaban cayendo las últimas. El abrigo de lana rojo que llevaba puesto le daba el aspecto y la sensación apropiados. Valerie miraba por la ventanilla del taxi mientras sonaba la radio y salían del parque por el West Side. Y entonces, al oír la voz del locutor, sintió que la atravesaba una corriente eléctrica.

«Ay, ay, ay, no puedo creerlo, y seguro que los oyentes tampoco lo creerán. ¡Está fantástica para la edad que tiene! ¿Adivinan quién cumple hoy sesenta años? ¡Valerie Wyatt! ¡Menuda sorpresa! Buen trabajo, Valerie, no aparentas más de cuarenta y cinco.» Se sintió como si el locutor acabase de darle un puñetazo en el estómago. ¡Y de los fuertes! No daba crédito a sus oídos. ¿Cómo demonios se habría enterado? Se le cayó el alma a los pies al pensar que sus investigadores debían de comprobar los registros del departamento de tráfico. Era el programa matinal más popular de Nueva York, y toda la gente lo sabría. Le entraron ganas de pedirle al taxista que apagase el aparato, pero ¿de qué serviría? Ya lo había oído, al igual que la mitad de Nueva York. De pronto el mundo entero, o al menos gran parte de la ciudad, sabía que ella tenía sesenta años. Se dijo, indignada, que no había palabras capaces de expresar su humillación. ¿No quedaba nada que fuese privado? No cuando eras tan famosa como Valerie Wyatt y tenías desde hace años tu propio programa de televisión. Le entraron ganas de llorar al preguntarse en cuántos programas de radio y de televisión saldría la noticia, en cuántos periódicos se publicaría, en cuántas revistas aparecería su fecha de cumpleaños y su edad. ¿Por qué no lo escribían con la estela de un avión en pleno cielo de Nueva

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