Domina

Barbara Wood

Fragmento

1

La mujer había gritado treinta veces en aquella hora. Su último alarido desgarró la suave tela de la noche primaveral y pareció provocar un temblor en los cimientos de la casa. La oscura silueta de la señora Cadwallader, inclinada sobre ella, estaba interpretando una pantomima en presencia de la quejumbrosa Felicity Hargrave.

—Los gimoteos no están bien —musitó la comadrona.

Apoyando la regordeta mano en la parte inferior de su espalda, se irguió y se estiró. Después extendió la mano hacia la botella de cordial que había traído para la pobre Felicity y tomó un generoso trago.

Aquel parto no iba nada bien, y él, en la planta baja, no ayudaba demasiado. ¿Qué hombre le hubiera negado a su esposa un poco de cordial para aliviar el dolor? Sin embargo, Samuel Hargrave había prohibido expresamente la utilización de cualquier sedante para facilitar el parto. Lo cual era una lástima porque la señora Cadwallader tenía el botiquín de comadrona mejor abastecido de todo Londres. Contenía opio y belladona; cornezuelo para acelerar el parto y detener la hemorragia; todo un surtido de hierbas y remedios populares; y una botella de ginebra de la más fuerte. Tapó de  nuevo el frasco con su corcho, lo dejó en el suelo y acarició con sus expertas manos el abultado vientre.

—Vamos —dijo en tono afectuoso—. Sé buena, Felicity. Ayúdale a nacer.

Con el cabello pegado al rostro y a la almohada, Felicity gimió y después lanzó un grito que debió oírse —la señora Cadwallader estaba segura— hasta en Kent.

Se sentó y frunció los labios.
—Ya llevamos veinte horas —musitó para sus adentros—. Y es el tercero. No está bien —su voluminoso busto se elevó y se hundió en un suspiro—. En fin, no me gusta, pero tengo que aplicarle la pluma.

La comadrona jadeó un poco mientras se inclinaba hacia el maletín y sacaba una pluma de ave y una botella. Destapando esta última, hundió la pluma en el contenido de vedegambre pulverizado y, levantándose, se inclinó sobre el enorme vientre pulsante e introdujo la pluma directamente en una de las fosas nasales de Felicity.

—Anda, sé buena, aspira.

La señora Cadwallader volvió a sentarse rápidamente y se preparó para el inevitable resultado: un estornudo y la repentina expulsión del niño.

Felicity Hargrave, haciendo una mueca mientras experimentaba otra fuerte contracción, respiró hondo, sacó el cuerpo bajo las sábanas y estalló en un estornudo tan violento que despeinó a la comadrona. Simultáneamente una piernecita empezó a asomar por el canal del parto, que la señora Cadwallader había untado una hora antes con grasa de ganso.

La rechoncha mujer arqueó las cejas.
—Conque eso es lo que ocurre. Ya no puedo hacer nada.

Tres sombrías figuras se hallaban sentadas alrededor de la mesa del comedor, con las manos cruzadas ante sí y  la cabeza inclinada. Ahora ya no había sobre la mesa ni platos ni jarras; no había más que la lámpara de aceite de ballena que, desde el centro de la mesa, arrojaba una luz amarillenta sobre los tres rostros. Samuel Hargrave, el marido de Felicity, estaba rezando; Matthew, de seis años, contemplaba la llama de la lámpara con unos ojos negros abiertos como platos; y James, de nueve años, se retorcía los dedos y se mordía la mejilla por dentro, alternativamente. Miró el rostro de su padre, buscando seguridad, pero no la encontró.

Samuel Hargrave, en profunda comunión con Dios, mantenía las manos tan fuertemente entrelazadas que los nudillos se le habían quedado blancos; llevaba cuatro horas sin cambiar de postura y no daba la menor señal de cansancio. Estaba tan concentrado que no oyó a la señora Cadwallader bajar la escalera.

—Padre —musitó James, aterrado por la sombría expresión que tenía el semblante de la comadrona.

Samuel tuvo que hacer un esfuerzo por librarse de sus pensamientos. Apartó la intensa mirada del plano de la meditación divina y la clavó en el rostro de la comadrona.

—No se puede hacer, señor. Viene del revés y es lo peor que puede haber. Una pierna abajo y la otra junto a la cabeza.

—¿No puede usted dar la vuelta al niño?
—A este, no, señor. Tengo que meter toda la mano allí adentro y no puedo porque su pobre esposa grita y se contrae. Lo que necesita es un buen médico, señor.

—No. —Samuel habló con tanta rapidez y vehemencia, que sobresaltó a la anciana—. No permitiré que ningún hombre contemple la desnudez de mi esposa.

La señora Cadwallader clavó sus agudos ojos negros en el hombre que así hablaba.

—Perdone que se lo diga, señor, pero no es ningún pecado que un médico examine a su esposa. Son unos  auténticos caballeros, señor, y no tienen en absoluto esa clase de interés, usted ya me entiende...

—Nada de médico, señora Cadwallader.

La comadrona irguió los hombros y resopló despectivamente.

—Permítame decirle que no tenemos tiempo para discutir, su esposa y su hijo se encuentran en una situación muy apurada. ¡Tenemos que darnos prisa, señor Hargrave!

Samuel se levantó de la silla y su alta y delgada figura pareció llenar toda la estancia; los pequeños Matthew y James se le quedaron mirando. Su padre siempre había tenido «cargada» la espalda por los muchos años de inclinarse en su alto taburete del Registro Civil sobre un pupitre lleno de libros mayores, pero aquella noche toda su espalda parecía encorvada bajo un peso invisible. Sacando un pañuelo del bolsillo, Samuel Hargrave se lo pasó por la frente.

La señora Cadwallader esperó con impaciencia. No le gustaba Samuel Hargrave —a casi nadie le caía bien— y su fervor metodista, estaba allí solo a causa de la dulce Felicity: por nada ni por nadie más.

La voz de Samuel tronó como desde un púlpito: —Señora Cadwallader, mi esposa sufriría una vergüenza mortal si un hombre ofendiera su pudor cristiano. Su deseo y el mío es...

—¡Pregúntele ahora si no quiere que la atienda un médico, señor Hargrave!

Samuel elevó los angustiados ojos al cielo y, al oír otro grito procedente del dormitorio, hizo una mueca.

El pequeño James, de nueve años, advirtió que su joven corazón empezaba a latir violentamente mientras miraba boquiabierto a su gigantesco padre, el cual, pese a encontrarse en su propia casa, vestía levita negra, pantalones negros, camisa blanca y corbata blanca almidonada. Jamás había visto titubear a su padre.



Mientras la señora Cadwallader separaba los pies y colocaba los brazos en jarras como disponiéndose a recibir la embestida de un toro, el pequeño James se levantó de su silla silencioso e inadvertido.

—¡Se lo digo en serio, señor Hargrave, su esposa necesita un médico! Hay un hombre respetable en Tottenham Court Road, justo a este lado de Great Russell Street. El doctor Stone es un hombre honorable, no le quepa la menor duda. Muchas veces le he visto...

—No, señora Cadwallader.

Mientras la comadrona miraba al gigantesco Samuel con indignación reprimida, el pequeño James se deslizó suavemente hacia las oscuras sombras del pasillo.

—¡De veras, señor Hargrave, su esposa necesita ayuda!

Samuel inclinó la cabeza y miró a la anciana con tal furia, que esta retrocedió.

—En tal caso, buena mujer, le aconsejo que vuelva a su puesto y la ayude. —Samuel dio media vuelta e hizo ademán de sentarse—. Yo rezaré.

Cuando poco después se abrió la puerta principal y entró James acompañado por unos jirones de nocturna niebla primaveral, Samuel había estado rezando con tanta intensidad, que su rostro aparecía bañado en sudor. James se quedó inmóvil, contempla

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