El libro más lindo del mundo

Rosario Oyhanarte

Fragmento

Capítulo 1

Junio de 2018

Matt es el novio perfecto y no merece que le cuestione cada uno de sus movimientos. En verdad no lo cuestiono a él, sino a mí, mis sentimientos hacia él, trato de observarlos y de diseccionarlos con precisión científica, cuando en el amor no hay nada más deserotizante que ser estudiado. Y lo que más rabia me da es que todas mis dudas, o quizás más que dudas, miedos, los provoque Sebastian. Incluso, todo este tiempo después desde que…

—Elisa, ¿terminaste la gacetilla sobre el nuevo lanzamiento de…?

Mi jefe, Benjamin, tiene la manía de aparecer en mi cubículo cada vez que me pongo a divagar.

—Sí.

Okay, por favor mandámela cuanto antes.

Aprovecho que terminé con mis tareas antes de lo esperado para salir a almorzar. La hora posterior al almuerzo es la que más me cuesta: no tanto la parte de comer, sino lo que viene después. Sobre todo en este trabajo, que no me apasiona. Cuando trabajaba en la librería la hora de la siesta pasaba inadvertida. De mi familia heredé la manía de dormir siesta, algo muy poco compatible con los tiempos que corren, en especial cuando una trabaja en el departamento de prensa de una multinacional. Por la tarde siempre me invade el letargo o, mejor dicho, la modorra, palabra que encuentro tanto más adecuada. Y si hoy ya empecé a torturarme antes de almorzar, qué me espera para el resto de la jornada.

Desde hace días estoy tentada de un buen sándwich y esta mañana me preparé en casa uno bien simplón: jamón, queso, tomate y ya, sin mayonesa ni otros aderezos. No me gustan. Matt quiere que me mude con él y que deje de alimentarme a base de sándwich. Quiere que madure de una vez, mejor dicho. Claro que también le puse papas fritas. Mis preferidas son las de vinagre; creo que en Argentina no se consiguen. El pan es lo que acá, en Estados Unidos, se conoce como potato bread, lo más cercano a un pebete que pude encontrar, y cuánto extraño los pebetes, en especial los de aquella ciudad frente al mar que me vio intentar barrenar, que fue testigo de mi incómoda transición de traje de baño a bikini y luego, de cómo ardí bajo el sol del Hemisferio Sur durante muchos veranos de mi vida: Chapadmalal, o Chapa, para quienes somos habitués. Lo de arder bajo el sol fue más que nada en los noventa y principios del nuevo siglo, antes de que empezara a preocuparme por las arrugas y las manchas y el cáncer de piel.

Siempre me dio algo de pudor admitir que nuestra casa en verdad quedaba en Marayui, un country club con cancha de tenis, golf y la mar en coche. Me parece que “Chapa” tiene más rock and roll. ¿Qué será de esa casa? Tuvimos que venderla hace años.

Lo bueno es que acá, en la tierra del Tío Sam, nadie repara en la sutileza de si uno dice Chapadmalal o Chapa, “mujer” en vez de “esposa” o “tomar el té” en vez de “merendar”. Y quizás sea el anonimato lo que vine a buscar cuando decidí mudarme a Nueva York, hace más de dos años. Empezar de cero. Volver a mis raíces.

No es que no quiera vivir con Matt. Además, prácticamente convivimos: duermo en su casa al menos seis noches de la semana. Y es cierto que eso de ir y venir con bolsito todos los días no es práctico, pero por ahora sigo bien así. En mi departamento de Tribeca, que amo. Con Amalia como roommate y compañera fiel.

Me calzo los auriculares y camino las casi veinte cuadras que separan la oficina de Book Culture, mi librería preferida del Upper West Side. Caminar en Nueva York nunca es monótono ni aburrido. A cada paso te topás con personajes diferentes, y cada barrio da cobijo a una idiosincrasia particular. Lo que me gusta del Upper West es que a partir de la cuadra 63 baja de modo drástico la cantidad de turistas, aunque claro que si bordeás el parque las aglomeraciones suelen seguir, en especial al acercarte al famoso edificio Dakota, en la 72. Pero me gusta el perfil de este barrio. Tiene que haber algo de masoquista, porque es el barrio donde vive, ¿o vivía?, Sebastian. Quién sabe cuál es su paradero actual. Una parte de mí desea y teme a la vez cruzárselo. Toparse con él de compras en Zabar’s o saliendo de The Smith. Chocármelo en la esquina de Levain.

Cuando me acuerdo de la vez en que me acerqué hasta la puerta de su casa, me muero de pudor. Es algo que no pude admitirle ni siquiera a Amalia; pero en una tarde de desesperación, a los dos meses de nuestro último encuentro, salí de trabajar y me tomé el subte hasta esa parada tan mágica donde nos dimos un beso del que no me voy a olvidar nunca.

Fue la única vez que me permití generar algún acercamiento a Sebastian. En parte quería recrear la escena: nadie me puede quitar la satisfacción de revivir los momentos que compartimos. Pero otra parte mía quería tentar al destino y verlo, aunque sea una vez más. Había decidido no hacerlo pero la tentación fue más fuerte y después de llegar hasta su casa caminé la cuadra entera, de punta a punta. Dos veces. No vi nada ni a nadie. Luces apagadas, algunos sobres amontonados en las escaleras de entrada y ya. Correspondencia, facturas, folletos de pizzerías y cupones de descuento. Frustrada, me fui. Más que frustrada, sentí angustia de solo pensar que quizás Sebastian estaba del otro lado, siguiendo adelante con su vida, sin mí. Intenté borrar el episodio de mi cabeza pero hoy, al andar por el barrio, me acuerdo de ese dolor en el estómago.

Pero siempre me gustó el Upper West Side, mucho antes de Sebastian. Sus hileras de brownstones o edificios de piedra rojiza; sus árboles, su perfil residencial e intelectual, o al menos pseudointelectual. Por fin llego a Book Culture; aunque tiene varias sucursales, mi preferida es la de la 82 y Columbus. Su selección de libros no es la más amplia; más bien dedican gran parte del espacio a merchandising, como suele pasar en tantas librerías que, ante la competencia de Amazon, Book Depository y demás colosos del mercado digital, necesitan vender lo que sea para sobrevivir. Sobre todo amo su sección infantil escondida, bajando las escaleras. Además, cuando no sé qué leer (o, mejor dicho, cuando no puedo elegir; porque si en mi iPhone hay una lista eterna, es la de lecturas pendientes), me gusta lanzarme a ciegas sobre alguno de los títulos de esa librería. La propuesta que tienen todavía es algo original: en una de las mesas, venden los libros sin que uno sepa qué título o autor eligió. Es decir que así como confiás en esa tía sexagenaria que insiste en que tiene “el” candidato para vos y accedés a una cita a ciegas, algo similar sucede aquí en Book Culture, aunque sin tías ansiosas por resolver tu estado civil, y entonces una es responsable de su propio fracaso. O de su éxito, si es que las citas a ciegas pueden derivar en tal.

Los ejemplares están envueltos en papel madera y la única pista que te dan los libreros es: “Leeme si te gustó tal o cual libro”. Este, por ejemplo, te lo recomiendan si disfrutaste de Éramos unos niños, de Patti Smith (buena jugada de marketing porque ¿a quién no?), Saliendo de la estación

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