Trenes nocturnos

Barbara Wood

Fragmento

Trenes nocturnos

Buenos Aires, el presente

Adrian Hartman abrió la puerta lateral de su hogar palaciego en el número tres mil seiscientos de la avenida del Libertador, y salió al fresco aire de la mañana. Era un gran entusiasta del jogging y aficionado a la buena preparación física, con una rutina rígida que significaba iniciar sus ejercicios a una hora específica para competir luego consigo mismo, armado de un cronómetro. Se sentía inquieto por empezar.

—Dios mío, Ortega —llamó a su ayuda de cámara y guardaespaldas—. ¿Qué te retrasa ahora?

Saltaba sobre las puntas de los pies y extendía los brazos por encima de la cabeza, respirando profundamente el aire fresco de la mañana. ¡Qué mañana tan encantadora! Pero ¿dónde estaba Ortega? Volvió a llamarle, girándose hacia la puerta medio abierta.

—¿Qué te retiene, hombre?

Era repugnante, pensó Hartman. Apenas diez años antes, Ortega había sido uno de los mejores jugadores de fútbol de toda Argentina. Ahora, en cambio, su patrón de sesenta y cuatro años de edad tenía que sacarlo prácticamente a rastras de la cama para que le acompañara en su carrera matutina habitual.

Adrian Hartman continuó calentando. Jugó con la idea de adelantarse al guardaespaldas, pero recientemente se habían producido algunos secuestros en Buenos Aires, perpetrados por terroristas, y él era uno de los joyeros más ricos de América del Sur. La idea de ser secuestrado no le atraía en lo más mínimo.

Finalmente, Ortega apareció en la puerta, sosteniendo en la mano las zapatillas de correr, y se sentó en el umbral para ponérselas.

El hecho de observar una vez más el exceso de peso del guardaespaldas y el ver que ya tenía que hacer esfuerzos para ponerse las zapatillas hizo que Hartman se impacientara. Se inclinó, cerró las cremalleras de los tobillos de su chándal y luego se volvió a mirar a Ortega.

—Voy a empezar ahora. Seguiré el trayecto habitual por el parque y alrededor del lago. Cinco kilómetros.

Comprobó su cronómetro. Eran las cinco cuarenta y cinco. Apretó el botón del cronómetro, echó a correr por el camino que daba a la avenida del Libertador, y giró a la derecha. Hartman ya había recorrido unos trescientos metros antes de que Ortega llegara a la puerta de salida al camino. Se ajustó la pistolera en el hombro y cerró con firmeza la correa que sujetaba la pistola de nueve milímetros para que no se le desprendiera mientras corría.

—Maldito viejo loco —murmuró Ortega, dándose cuenta de que no había forma de alcanzarle, a menos que cruzara por el parque. Pero no se atrevía a hacerlo, porque en tal caso lo perdería de vista.

Hartman corría con una cierta tensión en su paso, que solo tienen los que se sienten impulsados por la impaciencia y la insensibilidad.

El sol iluminaba el cielo por el este, pero todavía estaba muy bajo en el horizonte. Hartman observó que a los eucaliptos les estaban saliendo hojas nuevas. A pesar del tiempo que llevaba viviendo en Buenos Aires, todavía no se había acostumbrado a la idea de que en octubre fuera primavera.

Giró a la izquierda por la avenida Sarmiento y entró en el hermoso y verde parque Tres de Febrero. Al entrar en el parque, aumentó un poco el ritmo al ver en la distancia el edificio del club, junto a la orilla del lago, recientemente reabierto desde que la junta militar se instalara en el poder. Había permanecido cerrado durante el régimen de Perón, poco después de que incendiaran el Jockey Club. Hartman se puso furioso y pensó: Esos sucios bastardos comunistas estuvieron a punto de arruinarlo todo.

Se llevó la mano al cuello, sin dejar de correr, y se colocó el cronómetro ante los ojos para poder controlarse así el pulso. Contó durante diez segundos.

—Veintidós —murmuró, exhalando.

No estaba nada mal. Eso significaba un total de ciento treinta y dos latidos por minuto. Con un corazón tan bueno podría seguir viviendo hasta cumplir los cien años. Quizá incluso hasta los ciento cincuenta, como alguno de aquellos campesinos rusos de los que había oído hablar. «Mierda», le dijo su mente mientras seguía corriendo. El secreto que tienen para vivir hasta los ciento cincuenta es que cuentan doble.

Hartman giró a la izquierda al llegar a la avenida Infanta Isabel, un pequeño camino de tierra que se introducía más profundamente en el parque. Miró atrás, hacia la avenida Sarmiento, y vio que Ortega, que todavía se hallaba a unos buenos trescientos metros por detrás, resoplaba y agitaba los brazos mientras corría como una pequeña y panchuda máquina de vapor que estuviera subiendo una pendiente.

El sol salió por encima del horizonte e iluminó el cielo con la promesa de un día caluroso, algo insólito para la época del año en que se encontraban. Hartman echó un vistazo a su alrededor al aproximarse al lago y se sintió satisfecho al comprobar que estaba casi vacío. Solo pudo ver a otra persona en el parque, otro hombre que corría acompañado por su perro, avanzando en dirección opuesta a la suya, al otro lado del lago. No había coches en la calle, a excepción de un solo coche aparcado al otro lado de la avenida del Libertador, lo que en realidad lo situaba fuera del parque, y que parecía estar vacío.

Al llegar al lago, giró a la derecha, echó un rápido vistazo al cartel de la calle, y continuó por la avenida Infanta Isabel manteniendo el paso uniforme a lo largo de la orilla del lago.

El hombre del perro había dado la vuelta al lago y ahora se encontraba también en la avenida Infanta Isabel, a unos cien metros por detrás de Hartman, separado unos doscientos metros de Ortega.

El perro, un gran doberman, hacía cabriolas junto a su amo, tiraba de la correa y daba tales tirones de vez en cuando, que lanzaba a su amo hacia delante.

—Tranquilo, Drum —murmuró el hombre mientras sostenía la correa con mayor firmeza—. Tómatelo con calma, muchacho.

El camino se hallaba bordeado por apretados eucaliptos y se curvaba al llegar al extremo opuesto del lago. Cuando Hartman alcanzó la curva, el corredor del perro acortó la distancia que los separaba a cincuenta metros. Hartman miró hacia la derecha y vio el Hipódromo de Palermo, donde observó a los caballos que realizaban sus ejercicios matutinos. El aire estaba tan quieto que pudo percibir los cascos de los animales que corrían la primera vuelta.

Cuando el hombre del perro trazó la curva, por detrás de Hartman, este se volvió a mirar. Ortega estaba fuera de su vista. Entonces el hombre levantó la mano por encima de la cabeza, como si quisiera hacerle una señal a alguien, y sin aminorar el ritmo de su paso, soltó la correa del perro.

—¡A por él, Drum!

El doberman saltó hacia delante, alejándose de su amo y lanzándose sobre Hartman. En el mismo instante en que el perro echaba a correr, el coche aparcado en la avenida del Libertador se alejó del bordillo de la acera y aceleró hacia la entrada del parque. Sus

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