Pack Un cuerpo muy especial

Sandra Bree

Fragmento

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Capítulo 1

Puede que esta historia de amor que os voy a contar no sea la más bonita del mundo, ni la más romántica, pero es la mía y para mí, la mejor de todas.

Uno nunca sabe dónde puede encontrar a su media naranja o si la va a encontrar. Algunos hallan el amor en la playa, en el trabajo, en un gimnasio… yo lo encontré en mi casa y no porque lo invitase a entrar, muy al contrario, se metió en mi vida a la fuerza, avasallando.

Pero no fue todo un camino de rosas. Dicen que algunas mujeres son muy difíciles de entender, pero ¿Y los hombres? ¿Quién los comprende a ellos?

En fin, voy a relataros como conocí a Daniel y me robó el corazón.

10 de agosto. 7:30 de la mañana.

El Grupo Especial de Operaciones, conocido habitualmente como el GEO, es una unidad del Cuerpo Nacional de Policía de España experto en procedimientos de alto riesgo. El GEO ha demostrado a lo largo de sus intervenciones la alta preparación y cualificación que poseen sus miembros, estando entre los mejores de Europa.

Daniel González, jefe de la 10ª, encargado de ejecutar misiones específicas, esperó que le ratificasen que ya habían cortado la corriente del edificio que iban a asaltar. Una vez confirmado, encabezó su grupo. Todos iban armados hasta los dientes con fusiles de asalto. Algunos portaban escudos y dos transportaban el ariete hasta el portal designado.

Un vecino que en ese mismo momento iba abrir su bar para comenzar a servir los pocos desayunos que se hacían en agosto, observó al grupo de policías que se había colocado contra la pared, cerca de los telefonillos.

—¿Ha pasado algo? —les preguntó curioso.

Daniel se paró a su lado.

—¿Este es su bar?

—Sí.

—Pues métase dentro, por favor.

—Han debido cortar la luz porque el cierre es eléctrico y no puedo abrir.

Varios policías, tratando de ser amables, quisieron subir la puerta metálica a la fuerza. El hombre les detuvo, asustado:

—¡No hagan eso, por favor! Van a romperla. Ya lo hago yo, mejor.

Daniel asintió e hizo una señal a sus compañeros para que dejasen en paz al hombre y se concentraran en el asalto que estaban a punto de realizar. Miró la orden de registro. Se trataba de un piso patera habitado por africanos; una banda organizada que se dedicaba a la falsificación de documentos, bodas concertadas, venta de estupefacientes… Se pasó la lengua por los labios resecos. Esta gente solía ser peligrosa, y normalmente había tantos escondidos en el piso que debían andarse con mil ojos.

Mientras el vecino subía con tiento el cierre del bar, observó a un policía llamando a los telefonillos del portal.

—Oiga, no hay corriente—le recordó.

El agente se movió nervioso y agitó la cabeza.

—Es verdad, lo había olvidado, gracias.

Daniel miró a su hombre frunciendo el ceño. Una de las tácticas más importantes era dejar sin suministro eléctrico la zona que iban asaltar. ¿Es que acaso seguían dormidos o qué? Necesitaba que estuviesen despiertos y en actitud alerta. Un único error podía llevarlos a la misma muerte. Y perder a uno solo de los suyos era como ver caer a un miembro de su familia.

El dueño del bar, intrigado y porque cosas como aquellas no se veían todos los días, se quedó en la puerta cotilleando. Le maravillaba ver al grupo de élite, todos idénticos —con los cascos no les veía la cara— cargando con el ariete.

—Por favor, métase dentro —le dijo otro policía, detrás de él, que acababa de llegar con un nuevo grupo. Era la sección de apoyo que servía para facilitar que los de operaciones pudieran realizar su actividad.

El hombre no tuvo más remedio que obedecerlos, aunque, obviamente, no se podía quedar sin enterarse de lo que pasaba y salió en cuanto toda la tropa entró en el portal. Ya tenía preparado el tema de conversación del día.

Daniel subió los primeros escalones enfadado. Iba pensando en el novato encargado de llevar el juego de ganzúas para abrir el portal, que las había dejado olvidadas en el furgón. Para colmo habían tenido que dejar los dos vehículos algo alejados, ya que se encontraban en una calle sin salida. Menos mal que cuando estaba a punto de ordenar a uno de sus compañeros que se acercase a por ello, un vecino que iba a sacar a pasear al perro les había abierto la puerta.

—Olvídalo ya, jefe —sugirió el hombre que iba a su lado y que era capaz de leerle la mente. Lucas y él se conocían desde hacía varios años.

—Si encima hemos tenido suerte de que nos abriesen la puerta, si no, quizá hubiéramos estado esperando como gilipollas hasta Dios sabe cuándo. ¡Vamos, que hubiera dado tiempo a que no solo los del piso patera advirtieran nuestra presencia, sino todo el bloque, o el barrio entero! —murmuró entre dientes.

Lucas solo atinó a asentir.

En la primera planta Daniel respiró, calmándose. Solo había cuatro puertas y ellos iban a la letra A. Todos estaban tan en silencio que se hubiera podido escuchar el aletear de una mosca.

—¿Estamos listos? —preguntó, aferrando con fuerza su fusil de asalto.

Los dos compañeros que llevaban el ariete se abrieron paso a primera fila. Le siguieron los que portaban los escudos.

—Cuando dé la orden, jefe.

Daniel asintió.

—Adelante.

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Era uno de esos días calurosos, tan famosos en Madrid, que por la noche no dejan conciliar el sueño, y por la mañana despiertas con las primeras luces.

Me revolví en el amplio lecho buscando un pedacito de frío. Mi cama me parecía enorme, pero es que mi cuerpo, delgado y pequeño, apenas ocupaba la mitad del colchón. Aun así, los días de tanto calor, no me quedaba ni un cachito por recorrer. Así me levantaba luego al día siguiente: ¡igual que si hubiese corrido la maratón de San Silvestre!

Suspiré con fuerza y metí las manos bajo la almohada, intentando volver a conciliar el sueño, pero un ruido rítmico y metálico, constante, me lo impidió.

¡Coño, no me lo podía creer! Ya estaban de obras por algún sitio y eso que se suponía que con la crisis nadie tenía euros para poder hacerlo. Y desde luego no era en algún sitio cualquiera, no, no. Los golpes procedían de la casa de mi vecina de arriba, Inmaculada. ¡Pues sí que tenía mala leche! Ella sabía que yo estaba de vacaciones y necesitaba descansar.

Cerré los ojos con fuerza, pero a los pocos segundos los abrí, esta vez con sorpresa. Los golpes eran en mi puerta. ¡Joder! ¿Qué estaba pasando?

Con el corazón latiendo a mil por hora me puse en pie y caminé hacía la salida de la casa. Las persianas estaban cerradas, pero conocía el camino de sobra, pues tampoco tenía una casa kilométrica. Mi pisito constaba de dos dormitorios, salón, baño y cocina. Tenía una hija, Sharisse, que acababa de cumplir su primer año y por la que cada noche me levantaba un par de veces como mínimo.

Los médicos me hab

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