La condesa sangrienta (Pandora English 1)

Tara Moss

Fragmento

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Mi misteriosa anfitriona no me recibió en persona. En cambio, me esperaba un chófer alto e inexpresivo.

Llegué al inmenso aeropuerto armada con mis callejeros, mis direcciones y mis sueños, alentada por un incómodo cóctel de emoción, alivio y... terror. Por fin había dejado atrás mi pueblecito natal, Gretchenville, y lo había sustituido por una de las ciudades más grandes y famosas del mundo. Mi recurrente sueño se había hecho realidad. Una realidad conformada por circunstancias desconocidas y un sinfín de posibilidades. Todo me resultaba nuevo y desconocido. Todo había cambiado. Y todo gracias a una oferta que solo pasaba una vez en la vida.

«Nueva York.»

Mi avión llegaba tarde, de manera que eso había retrasado media hora el triunfal cambio de mi vida. Cuando por fin desembarqué en el Aeropuerto Internacional John F. Kennedy, descubrí que me enfrentaba a una agresiva horda de desconocidos. Todos hablaban por teléfono móvil o le gritaban al personal de la aerolínea mientras caminaban de un lado para otro, portando maletas y bolsas de viaje. Entre esa clamorosa vorágine humana sobresalía una figura alta, ataviada con un impecable traje negro y unas gafas de sol oscuras. Pensé que el hombre tenía una palidez espectral, y su presencia silenciosa e inmóvil me resultó extraña dado el caos que lo rodeaba. Sostenía en alto un cartel blanco con mi nombre escrito.

P. ENGLISH.

Cuando ves escrito P. English piensas de inmediato que la P es de Patricia, ¿verdad? O de Penny. En fin, pues te equivocas. Mi madre era arqueóloga y mi padre era profesor universitario, y esas dos personas supuestamente inteligentes tuvieron la genial idea de llamar «Pandora» a su única hija. Exacto. Comparto nombre con la señora que en la mitología griega abrió una caja y soltó al mal en el mundo. Y si te has percatado del uso del verbo en pasado cuando he mencionado a mis padres, habrás supuesto que o bien se han jubilado, o bien soy huérfana.

Lo segundo.

Mis padres murieron en un accidente en Egipto cuando yo tenía once años. El viaje me dio mala espina desde el principio, pero a mis once años me resultó imposible evitar que se marcharan. Yo no los acompañaba cuando sucedió. Estaba con mi tía, Georgia, y con ella me quedé. Ya me consideraban rara (por una serie de motivos), y el hecho de crecer como la pupila de la hermana mayor de mi padre hizo bien poco por mejorar mi popularidad entre los demás niños y niñas de mi edad. La tía Georgia es una mujer buena y decente, pero es la profesora de Matemáticas de la única escuela de Gretchenville y es famosa por ser estricta. Los más mayores la llaman «solterona» y los más jóvenes a menudo le dicen cosas peores. La tía Georgia pensó que lo mejor era no recordarme a mis padres ni el accidente, para no alterarme, de manera que no hay fotos suyas en la casa. Y para «evitar bochornos» (suyos, que no míos) provocados por una negativa asociación con mi nombre, insiste en llamarme Dora.

(Por favor, no me llames Dora. Lo odio.)

—Esa soy yo. Pandora English —le dije con una alegre sonrisa al desconocido para disimular la emoción y el pánico. Aunque soy de estatura media, apenas si le llegaba al pecho. Tal vez solo fuera fruto de los nervios, pero pensé: «Qué quieto está. Ni siquiera sé si respira».

Sin mediar palabra, el altísimo chófer cogió mi maletín y se alejó. Lo seguí por el camino que iba abriendo entre la horda de usuarios del aeropuerto. Me llevó hasta la cinta del equipaje y cogió la maleta que le señalé, todo eso sin decir ni pío. Dicha falta de conversación, supuse, se debía o bien a mi excesiva importancia, o bien a la ausencia absoluta de ella. Me gustaría pensar que el motivo era la primera opción, pero sería bastante improbable. Soy una chica de diecinueve años que ha estudiado secundaria en un instituto de pueblo. No soy rica, ni famosa ni influyente. De momento no tengo teléfono móvil, ni escribo en un blog ni tengo una amiguísima del alma (ni siquiera tengo amigas, la verdad). Mi maleta no es de Louis Vuitton, o la que sea actualmente la marca utilizada por los habitantes de la gran ciudad para trasladar sus pertenencias. No, la mía es una maleta desgastada de cuero descolorido y arañado, adornada con algunos de esos sellos y pegatinas que antes se veían en los baúles de los barcos y trenes de vapor. Y no está desgastada por mis propias aventuras. Todavía no las he vivido siquiera. (Aunque, que quede entre nosotros, eso está a punto de cambiar.) La maleta era de mi madre, la arqueóloga, y la guardo como oro en paño, junto con la idea de todas las aventuras que ha visto al viajar a su lado.

Seguí al silencioso chófer hasta un alargado coche negro que nos esperaba aparcado junto a la acera. El coche, al igual que las gafas que el hombre no se había quitado, tenía un brillo que lo hacía parecer extranjero, los cristales tintados y era impenetrable. Allí todo relucía, pensé, en comparación con el pueblo. Me abrió la puerta de atrás y me ofreció el maletín. Entendí el gesto y subí al coche para sentarme con el maletín en el regazo mientras él guardaba la ajada maleta de mi madre en el maletero, que después cerró con la fuerza justa y necesaria. Me sorprendió y, la verdad, también me halagó que alguien me creyera digna de un chófer. Antes jamás había visto uno, salvo en las películas, y allí estaba yo, a punto de moverme gracias a un chófer por esa ciudad, ni más ni menos...: la ciudad de mis sueños.

Me senté en el asiento trasero de ese coche tan limpio e impresionante vestida con mis vaqueros buenos y con la americana gris nueva (que estaba un poco arrugada por el vuelo), aferrada a mi recién comprado maletín de una manera que esperaba que me hiciera parecer un poco neoyorquina. Todavía no llevaba nada en el maletín —salvo el monedero, el billete de ida y una novela con las páginas marcadas que había estado leyendo—, pero pronto esperaba llenarlo con artículos escritos por encargo. Esa era la ciudad donde llevaría a cabo mi carrera como periodista. Escribiría para las revistas más importantes. Investigaría historias interesantes y entrevistaría a los famosos.

Me convertiría en una articulista reconocida.

O eso esperaba.

Avanzamos por un enjambre de vehículos que tocaba el claxon, se detenía y echaba a andar como jamás había visto que sucediera en casa. Al final, nuestro elegante coche negro logró escapar del aeropuerto y echó a volar bajo por una serie de laberínticas y amplias autovías. Al atravesar el puente de la calle Cincuenta y nueve para llegar a Manhattan, jadeé asombrada tras el primer vistazo a Nueva York, una imagen que llevaba mucho tiempo deseando ver. Delante de mis ojos estaba la típica imagen de «la Gran Manzana», la isla de gigantescos monolitos de hormigón y cristal. Esa era la jungla de hormigón donde King Kong derribaba aviones encaramado a lo más alto del Empire State Building. La ciudad donde se desarrollaban las vidas de muchas de las torpes protagonistas de Woody Allen. El romanticismo de

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