En busca de Cassandra (Los Ravenel 6)

Lisa Kleypas

Fragmento

Capítulo 1

1

Hampshire, Inglaterra Junio de 1876

Había sido un error autoinvitarse a la boda.

Claro que, de todas formas, a Tom Severin le importaban un bledo la educación y las buenas maneras. Le gustaba aparecer allí donde no lo habían invitado, consciente de que era demasiado rico como para que se atrevieran a echarlo. Sin embargo, debería haber previsto que la boda Ravenel sería un aburrimiento mortal, como cualquier otra boda. Paparruchas románticas, comida tibia y muchas flores, demasiadas. Esa mañana, durante la ceremonia, no cabía ni una más en la pequeña capilla de la propiedad, Eversby Priory, tal como si hubieran vaciado el mercado completo de flores de Covent Garden. El ambiente estaba tan cargado de su perfume que acabó con un leve dolor de cabeza.

Después de la ceremonia deambuló por la antigua mansión de estilo jacobino en busca de un lugar tranquilo donde sentarse y cerrar los ojos. En el exterior, los invitados se congregaron en la entrada principal para despedir a los recién casados, que se marchaban de luna de miel.

Con la excepción de unas cuantas personas como Rhys Winterborne, un galés propietario de unos grandes almacenes, el grueso de los invitados era de origen aristocrático. Eso significaba que la conversación versaba sobre temas que a Tom le importaban un pimiento. La caza del zorro. Música. Ancestros ilustres. En ese tipo de reuniones no se hablaba de negocios, ni de política ni de otra cosa que a él le resultara interesante.

La mansión de estilo jacobino ofrecía la imagen de ajado esplendor típica de esos edificios señoriales. A Tom no le gustaban las cosas viejas, ni el olor a moho y a polvo acumulado durante siglos, ni las alfombras desgastadas, ni los antiguos cristales de las ventanas llenos de burbujas que distorsionaban el exterior. Tampoco le veía el encanto a la belleza de la campiña circundante. La mayoría de la gente diría que Hampshire, con sus verdes colinas, sus frondosas arboledas y sus cristalinos ríos, era uno de los lugares más hermosos de la Tierra. Sin embargo, y en términos generales, a él solo le gustaba la naturaleza para llenarla de calzadas, puentes y vías ferroviarias.

Los vítores y las carcajadas del exterior se colaron en el tranquilo interior de la mansión. Sin duda, los recién casados acababan de escapar bajo una lluvia de granos de arroz. Todos parecían genuinamente felices, algo que a Tom le resultaba irritante a la par que incomprensible. Era como si todos estuvieran al tanto de un secreto que él desconocía.

Desde que amasó su fortuna gracias al ferrocarril y a la construcción, Tom no esperaba verse de nuevo asaltado por la envidia. Pero allí estaba, corroyéndolo con delicadeza, de manera que soltó un suspiro. La gente siempre bromeaba sobre su vitalidad y su acelerado estilo de vida, y sobre el hecho de que nadie parecía ser capaz de seguirle el ritmo. En ese momento tuvo la impresión de que ni siquiera él podía hacerlo.

Necesitaba algo que lo sacara de esa especie de trance.

Tal vez debería casarse. A sus treinta y un años ya iba siendo hora de buscar una esposa y de tener hijos. Allí fuera había un nutrido grupo de jovencitas disponibles, todas de sangre aristocrática y educación exquisita. Casarse con cualquiera de ellas supondría ascender en el escalafón social. Pensó en las hermanas Ravenel. La mayor, lady Helen, se había casado con Rhys Winterborne, y lady Pandora acababa de hacerlo con lord St. Vincent esa misma mañana. Pero quedaba una..., la gemela de Pandora, lady Cassandra.

Todavía no se la habían presentado, pero la vio la noche anterior durante la cena a través de los frondosos centros de mesa y del bosque de candelabros de plata cuyas velas iluminaban a los comensales. Según lo que había visto, era joven, rubia y callada. Cualidades que no eran todas las que buscaba en una esposa, pero sí que podían ser un buen punto de partida.

Oyó que alguien entraba en la estancia y el ruido lo sacó de sus pensamientos. «Maldición», pensó. Con todas las habitaciones desocupadas que había en esa planta, tenían que haber elegido esa. Estaba a punto de ponerse en pie para anunciar su presencia cuando unos sollozos femeninos lo hicieron replegarse en el sillón. ¡No! Una mujer llorando.

—Lo siento —se disculpó la recién llegada con voz trémula—. No sé por qué me he puesto tan sentimental.

En un primer momento, Tom creyó que le estaba hablando a él, pero al cabo de un instante oyó una réplica masculina.

—Supongo que no será fácil separarse de una hermana que siempre ha estado a tu lado. De una hermana gemela, además. —Quien hablaba era West Ravenel, con un tono de voz suave y agradable que jamás lo había oído usar antes.

—Lloro porque sé que voy a echarla de menos. Pero me alegra mucho que haya encontrado al amor de su vida. Me alegra muchísimo... —Se le quebró la voz.

—Ya lo veo —replicó West con sorna—. Toma, usa mi pañuelo para secarte esas lágrimas de felicidad.

—Gracias.

—No sería extraño que te sintieras un poco celosa —añadió West con afabilidad—. No es ningún secreto que quieres encontrar pareja, mientras que Pandora siempre ha renegado del matrimonio.

—No estoy celosa, pero sí preocupada. —La mujer se sonó la nariz con delicadeza—. He asistido a todas las cenas y a todas las fiestas, y me han presentado a todo el mundo. Algunos de los caballeros disponibles han sido muy agradables; pero, aunque no he encontrado nada que me disguste en ellos, tampoco he descubierto algo que me guste especialmente. He claudicado en la búsqueda del amor, ya solo quiero encontrar a alguien a quien pueda amar con el tiempo, y ni siquiera eso ha sido posible. Debo de estar haciendo algo mal. Acabaré para vestir santos.

—Eso es un dicho muy anticuado.

—¿Y cómo describirías tú a una mujer soltera de mediana edad?

—¿Una mujer con un listón alto? —contestó West.

—Tú puedes llamarla como quieras, los demás seguirán viendo a una solterona que se ha quedado para vestir santos. —Una pausa tristona—. Además, estoy gorda. Todos los vestidos me quedan estrechos.

—Yo te veo como siempre.

—Tuvieron que sacarles a las costuras del vestido anoche a la carrera. No me cerraban los botones de la espalda.

Tom se movió con sigilo para asomarse por la oreja del sillón. Se quedó sin aliento y solo atinó a contemplarla, maravillado.

Tom Severin acababa de enamorarse a primera vista. Esa mujer lo había conquistado por completo.

Era hermosa de la misma manera que lo eran el fuego y la luz del sol: cálida, resplandeciente y dorada. Su imagen le provocó un sentimiento de vacío que ansiaba paliar. Era todo lo que él no había podido tener durante su dura juventud: las esperanzas y las oportunidades perdidas.

—Cariño, escúchame —dijo West con suavidad—. No tienes por qué preocuparte. Seguro que conoces a alguien nuev

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