Besos en la tercera fase

Yolanda Camacho

Fragmento

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Capítulo 1

Había sucedido tantas veces que Óscar y yo estábamos más que acostumbrados. Sin embargo, aquella tarde de octubre nos encontrábamos tan absortos en nuestras tareas (él dándole vueltas al último encargo y yo silueteando bailarinas con trajes llenos de plumas para elaborar el cartel de un espectáculo musical) que, cuando la ventana crujió y se abrió sola, con la parsimoniosa arrogancia que la caracterizaba, saltamos del susto.

Escuchamos los pasos de Esteban, que enseguida se aproximó con la cara de sorpresa de siempre.

—¿Otra vez?

En ocasiones, si Óscar y yo hablábamos o la impresora estaba en marcha, no se enteraba. La ventana siempre crujía antes de abrirse, pero su sonido podía quedar ahogado entre el ajetreo del estudio. En especial para él, que trabajaba en el otro extremo de la habitación. Ese día, sin embargo, el silencio había resultado tan denso hasta hacía menos de un minuto que le había sido imposible ignorarlo.

—¿Todavía te extrañas? —pregunté.

Dejó escapar una risa socarrona.

—Los fantasmas no existen, Edel.

Me encogí de hombros.

—Puede que el ente que abre la ventana no esté muy de acuerdo con eso.

Nuestro jefe volvió a reírse, esta vez de forma abierta, y caminó hacia la cristalera de la discordia.

Aparté la mirada. Ya me conocía el ritual de sobra. Cogía con firmeza el asa y cerraba la ventana. Empujaba y tiraba durante un ratito para asegurarse de que se quedaba bien cerrada. Luego la abría de nuevo. Y la cerraba. Y la abría. Lo normal era que sucediera unas seis o siete veces a lo largo de un minuto entero. Después se quedaba clavado durante otro minuto mirando el asa, el seguro, el cristal, el marco, todo el conjunto en sí como si hubiera algo que desentrañar, algún secreto que pudiera sacar a la luz con la mera observación. Y a continuación se daba la vuelta y regresaba a su ordenador hasta que la ventana decidía volver a abrirse y sentía la absurda necesidad de repetir que los fantasmas no existían.

—¿Te ha contestado? —preguntó Óscar.

Suspiré.

—No.

Se desperezó.

—¿Cuánto hace que le escribiste?

—Tres semanas y cuatro días —respondí de inmediato.

Llevaba la cuenta exacta porque desde entonces me había dedicado a comprobar el correo una y otra vez, aunque no me hubieran llegado notificaciones nuevas al móvil. Pero lo cierto era que empezaba a dudar que fuera a responder.

Después de todo, ya me había ignorado antes.

—¿Cómo lo llevas? —preguntó, cambiando de tema.

Aparté la vista del monitor y moví la cabeza en círculos para relajar las cervicales.

—Voy a tener pesadillas con bailarinas de cabaret.

***

Mi madre veía Se ha escrito un crimen cuando llegué a casa. Esa era otra de las cosas a las que me había acostumbrado (y hacía ya mucho, en realidad). A lo que no estaba tan habituada era a verla tomar notas en una libretita. Eso solo llevaba haciéndolo un par de meses, desde que la invadió la necesidad de escribir una novela policíaca.

—¿Qué tal el día, cariño? —preguntó, como siempre.

—Bien —respondí en piloto automático, también como siempre.

Fui a mi cuarto, dejé el bolso encima del escritorio, me tiré en la cama y miré el móvil por millonésima vez en busca de correo nuevo. En busca de un correo nuevo en concreto. Pero la bandeja solo me ofreció publicidad de tiendas online de cuyas newsletters debería haberme dado de baja hacía siglos.

Y un mensaje de Germán.

Otro mensaje de Germán.

Dejé el móvil a un lado y cerré los ojos.

Nunca estaba segura de si la sensación me parecía agradable o perturbadora, pero, cada vez que cerraba los ojos en mi habitación, me sentía como si volviera a ser una adolescente. Como si los últimos años, y todo lo que habían traído consigo, jamás hubieran sucedido. Como si hubieran sido un sueño. Un recurso narrativo de película cutre. Incluso con los ojos abiertos era fácil pensarlo, porque la habitación se había quedado suspendida en el limbo. Los mismos pósteres. Las mismas cortinas. La misma porquería en los cajones del escritorio (que ni me atrevía a mirar). Las mismas colchas de flores, tan discordantes con la decoración siniestra. Incluso las pisadas suaves, casi imperceptibles, que notaba siempre al poco de tumbarme contribuían a mantener el efecto. Pero entonces la cabeza de orejas puntiagudas y bigotes tiesos aparecía en mi campo de visión y el presente se imponía. Si todavía hubiera sido una adolescente la cabeza peluda habría sido negra y de ojos amarillos, no atigrada y con ojos verdes.

—¿Qué pasa, Antonia? —susurré mientras rascaba a la gata detrás de las orejas.

Ella entornó los ojos y empezó a ronronear. En aquel preciso instante el móvil vibró y lo cogí enseguida.

Pero no era un correo electrónico lo que acababa de recibir, sino una notificación de iVoox avisándome de la publicación de un nuevo episodio de Murmullos en la noche, el podcast semanal de misterio de Rob Castillo.

El mismo Rob Castillo que llevaba tres semanas y cuatro días sin contestarme el maldito correo que le había enviado contándole que en el estudio de diseño gráfico en el que trabajaba sucedían cosas inexplicables.

El mismo, también, que me había ignorado más de un año atrás, cuando le escribí para hablarle de un ovni que avisté a los diecisiete en compañía de mi amiga Patri.

«Bienvenidos y bienvenidas una semana más a nuestra cita con lo inquietante. Os saludo en un momento inusual y, tal vez, si os habéis despistado, os estéis preguntando por qué. Como ya avisé, esta semana el capítulo se publica el jueves tarde en lugar del viernes noche, como suele ser lo habitual. He estado atareado preparando una cosa muy interesante que ha trastocado bastante mis horarios y las investigaciones que llevaba en marcha. Algo de lo que me encantaría hablaros ya, pero que os explicaré, tomad nota, el próximo viernes. Antes de dar paso a los contenidos de esta semana voy a recordar, como siempre, que podéis poneros en contacto conmigo para contarme vuestras experiencias. Estoy a vuestra disposición en…».

—Y una mierda estás a nuestra disposición —mascullé en voz alta, tan alta que la gata me dirigió una mirada interrogante al tiempo que agachaba una oreja—. Es verdad, Antonia, no me mires así.

Moví el dedo para apretar el stop. Rob Castillo tenía una voz profunda que adoraba escuchar, y no solo por los temas que trataba en el programa, que siempre me flipaban. Pero en aquellos momentos estaba bastante cerca de caerme como el culo y sabía que seguir con el episodio solo serviría para ponerme de más mala leche todavía.

De repente me vino una idea a la cabeza. Me incorporé de golpe ante la mirada inquieta de Antonia, busqué la sección de comentarios y escribí con rapidez:

Dices que estás a nuestra disposición, pero no es verdad. Te he escrito dos veces y no me has contestado ni una. Ni siquiera un mísero acuse de recibo. Ni dos palabras para quedar bien. No digas que estás a nuestra disposición si nunca vas a responder.

Enviar.

Que te den, Rob.

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