No permitas que me aleje (Trilogía Quiéreme imperfecta 1)

Estefanía Segovia

Fragmento

no_permitas_que_me_aleje-3

Capítulo 1

21 de abril de 2007

Me recordé, casi en un imperioso grito interno, el motivo por el cual debía regresar a «esa casa». La situación lo apremiaba, sí. A pesar de haber vivido en ese lugar por unos largos y espantosos catorce años, ni siquiera la reconocía como hogar. Era una construcción descuidada de una planta, con toda la gama del gris a la vista, lo que recreaba un efecto siniestro; solo me brindaba el devastador consuelo de no vivir más allí. La angustia que me invadía por tenerla frente a mí otra vez, ingresando cual ladrona, me embargaba de terror y padecimiento.

Me acomodé el gorro de lana para ocultar el cabello oscuro que aparentaba descuidado. Remera y pantalón de algodón negro. Realmente parecía un asaltante, una saqueadora de hogares que invadía propiedades ajenas, pensé con culpa. Al menos evitaría que cualquier persona pudiera reconocerme.

Suspiré angustiada al tiempo que entraba a mi habitación. No, no era mía, sino un espacio que había utilizado hasta mis catorce años. Ni el más mínimo afecto me embargaba, solo dolor y rechazo. Era lo único que me permitía hospedar.

La casa estaba vacía, a oscuras, con un olor a humedad que me traspasaba y me provocaba náuseas por los recuerdos que me invadían. Para cualquier vecino, era una casa humilde, afectuosa, casi orgánica teniendo en cuenta que había visto crecer a cuatro jóvenes, a veces un tanto revoltosos. Para mí era un callejón sin salida. Repetí mentalmente la obligación de ser rápida porque era primordial salir de allí cuanto antes.

Agarrar lo necesario e irme.

Agarrar y salir.

Agarrar y salir.

Dejé la mochila vacía sobre la cama y comencé a rebuscar entre los muebles. Metí dentro todo lo que advertí que podía precisar. Estaba desesperada por guardar aquello que me sirviera y marcharme de allí sin ser vista. Nadie tenía que saber sobre esa intromisión. Mi respiración era desacompasada y un leve temblor se apoderó de mis manos. Lo notaba al rebuscar entre mis pertenencias.

Agarrar y salir.

Me quedé inmóvil al escuchar un sonido que venía de la habitación contigua. No podía haber alguien en la casa. Había estudiado los movimientos de él los días anteriores y me había asegurado de que los horarios de Genaro no se habían modificado en poco tiempo. Atenacé mis sentidos, pretendiendo respirar con el menor ruido posible. ¿Pestañar tan rápido emitiría sonido? Intenté captar algún tipo de movimiento que me indicara que en esa casa vagaba alguien más. Alguna pisada, algún rumor de muebles corriéndose, algún roce de tela. No, a lo mejor había sido fruto de mi nerviosismo.

Agarrar y salir.

Agarrar y salir.

Mi cuerpo me estaba jugando una mala pasada, y para constatar que podía defenderme en caso de algún imprevisto, palpé mi costado derecho. Tenía el cuchillo en su lugar, pensé aliviada. Era similar a un puñal, que utilizaba para cortar carne; no medía más de treinta y ocho centímetros —con mango incluido— y, a pesar de que era algo alargado, angosto y difícil de maniobrar, tenía filo. Solo lo llevaba conmigo en el hipotético caso de que lo necesitara. Rogaba no utilizarlo. Debía pasar desapercibida y salir sana y salva, como lo había hecho unos meses atrás. Era una medida extrema, aunque necesaria. La experiencia me aconsejaba.

Sabía que en los muebles no encontraría ningún objeto de valor. Por ese motivo, no me molesté en revisar los cajones. Solo necesitaba algunas prendas. Con mi mochila repleta, me dirigí a la puerta. Nadie se enteraría de que yo había regresado.

Mi habitación se encontraba en el fondo del pasillo, por lo que debería volverme y cruzar la cocina para llegar a la puerta de salida, que daba a la calle. A la libertad. El pasadizo largo de paredes blancas y desnudas, daba el ingreso a los distintos dormitorios, ya carentes de inquilinos. La poca decoración ornamentaba los ambientes que se utilizaban para recibir invitados. Muy pocos, según lo que indicaban mis recuerdos.

Agarrar y salir.

Agarrar y salir.

Por un simple presentimiento, fui abriendo la puerta lentamente, intentando absorber la emisión de cualquier tipo de sonido. Mi vida dependía de ello. El pecho se me comprimía de dolor mientras que mi corazón latía con violencia. Caminé por el pasillo alertando a mis sentidos para que estuvieran preparados. Claro que, aunque lo estuvieran, no pudieron impedir el enérgico golpe que salió de improviso de una de las habitaciones contiguas y que me hizo chocar contra la pared. Mi espalda crujió de forma dolorosa y se dobló en un aspecto que no se consideraría normal. Caí rendida al piso.

¿Cómo era posible?

El miedo se apoderó de mí. Mi mente se atiborró de oscuros recuerdos y comprobé que la naturaleza de su infausta maldad no había cambiado. Nada había cambiado. Ese reconocimiento de odio en sus ojos negros lo decían todo. Lo conocía. Había caído en las garras de un animal hambriento y no lograría evitar el desenlace. Era mi fin.

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