Entre la piel y el alma

Raquel Gil Espejo

Fragmento

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Prólogo

Sevilla, julio de 1551

Juanita despertó en plena noche, bien entrada la madrugada. Nada sorprendente era que su corazón amenazase con romper las barreras protectoras de su pecho y saltar al vacío. Respiró profundo, un crepúsculo más. Estaba empapada en sudor, secreción etérea que trató de secar, al tiempo que hacía lo propio con las lágrimas que bañaban su rostro, valiéndose de la fina sábana que la protegía más tal vez de los mosquitos, que de la brisa que pudiera correr pese a la multitud de oquedades que presentaba aquel desvencijado ventanal. Se giró hacia él, no sin antes reconocer cada uno de los jergones que la rodeaban y que se sumaban al suyo, así como a aquellas almas desdichadas que los ocupaban. A través de un pequeño agujero pudo vislumbrar la silueta de la luna. Su mente viajó a otro lugar, a otra tierra, a otra vida; a un mismo cielo que ya no observaba con la misma mirada ingenua de antaño. No había pasado tanto tiempo de aquello y, sin embargo, a ella no le parecía sino haber vivido una eternidad. Las pesadillas no habían dejado de atemorizarla desde que pisara aquella grotesca ciudad, la misma que maravillaba a todo aquel que ponía un pie por primera vez en ella y que Juanita veía como el lugar más desangelado en el que había tenido la cruel desdicha de ir a parar. Aunque, lejos de lo que muchos pudieran pensar, su odisea no había comenzado el día en el que aquel navío dio por concluida su aterradora travesía en las aguas del Betis[1] y se había detenido frente a aquella enorme explanada, conocida como el Arenal, ubicada en la muralla oeste de Sevilla. Su tragedia fue compartida por muchos otros. Sus lamentos, aterradores alaridos de dolor e incomprensión, sus ojos marchitos, o sus cuerpos mancillados la asaltaban al ocaso de cada sórdido día. Tan solo le era posible recordar un nombre, Diego, quien no siempre fue Diego, como tampoco ella fue siempre Juanita. A aquel mercader portugués que jugaba a ser Dios, a aquel de tantos, no le bastó con atropellar su libertad, convirtiéndolos en mercancía a la que usar y de la que abusar. Fueron despojados incluso de lo único que les correspondía por nacimiento, y por derecho: su identidad.

***

Como cada mañana, Juanita ayudaba a Diego, su flamante marido, a trabajar unas tierras comunales que más adelante les daría sus frutos. Ambos sabían que su situación no era la más idónea para comenzar a echar raíces, pero disponían de lo más importante, de su fe y de una juventud que les hacía enfrentarse a la vida con la alegría de quienes se saben con ventura para crecer y prosperar. De origen yoruba[2], fueron criados en el mismo poblado, perteneciente al reino de Allada[3], un estado del golfo de Guinea. De ese modo, sus pasos se fueron cruzando una y otra vez a lo largo de los años. Aquella joven menuda, con cabello negro como la noche, a juego con el color de su mirada y de su atezada piel aparecía por doquier en cada recuerdo de Diego. Su belleza solo era equiparable a esas puestas de sol que a él tanto le gustaba contemplar y, aun así, si hubiera tenido que elegir entre ambas, el astro rey no habría salido muy bien parado. Que sus labios siempre lucieran un inusual matiz carmesí unido a las sinuosas curvas de un cuerpo que Diego anhelaba envolver con el suyo, no hacía, sino que aquel muchacho soñara con verla convertida en su mujer. Y ese día llegó y, tras él, la adversidad.

Aquella mañana prometía ser como las precedentes. Diego labraría el terreno que quedó pendiente el día anterior, mientras Juanita le acompañaría regando allá donde el terreno estuviera más árido, amenizando las horas de trabajo con esos cantos que tanta paz les reportaba. Por ello, cuando vieron a un grupo de mandingas[4] caminar con paso firme en su dirección no se alarmaron. Era habitual que las gentes de diferentes provincias se desplazaran entre tierras aledañas. Enseguida comprobarían que su presencia allí no era fruto de la causalidad, sino más bien de un destino atroz. Casi en lo que dura un pestañeo, se vieron reducidos, encadenados, caminando en dirección contraria a aquella choza que fuera su hogar y a las pobres tierras que las colindaban, siendo conducidos hacia la costa, en compañía de una decena más de hombres, mujeres y niños que se fueron uniendo a ellos en el camino. Allá, en el litoral, ya esperaba un mercader portugués quien, tras observar minuciosamente su mercancía y dar el visto bueno, depositó varias monedas sobre la palma de la mano de uno de sus captores. Allí fueron obligados a malvivir durante varias semanas en un sucio y pestilente barracón en el que el agua potable era escasa y el calor asfixiante.

Antes de comenzar una travesía que jamás tendría viaje de retorno, fueron examinados por el cirujano de a bordo, un hombre de cuero mortecino, chaparro y desdentado que parecía más cansado que dispuesto a hacer bien la labor que le había sido encomendada. De sus manos fueron recayendo uno a uno en las de aquel que se encargaría de marcarles a fuego su condición de esclavos, desbaratando cualquier pequeña esperanza que aún pudieran atesorar. Una escapatoria no era posible. Sus días de libertad habían tocado a su fin. Juanita lloró amargamente al ver cómo Diego era marcado para siempre casi sin pensar que ella correría la misma suerte. Su marido no emitió un solo gemido, tampoco apartó la mirada de la mujer a la que amaba. Le estaba diciendo que debía mantenerse fuerte, necesitaba transmitirle esa serenidad que siempre formó parte de su ser, tenía que mostrarse firme ante ella; aunque esa losa que ya pesaba sobre su pecho, y que tan culpable le hacía sentir, le acompañaría el resto de sus días. No supo cuidar de su esposa. No habría perdón posible para él. Cuando le tocó el turno a Juanita las lágrimas continuaban resbalando por sus mejillas. Apretó la mandíbula antes de sentir como aquel hierro candente abrasaba su rostro. No lo pudo evitar. Sus labios emitieron un grito aterrador que atravesó el corazón de Diego. Por primera vez, sus ojos también lloraron. Sintió la necesidad de ir a su encuentro, de cubrirla con sus brazos, de pedirle perdón; pero él ya volvía a estar encadenado de cuello, pies y manos.

Fue entonces, y solo entonces, cuando Juanita supo que eran ciertas las advertencias, casi a modo de profecía, que una anciana había vertido meses atrás. Sus palabras se fueron difundiendo casi mecidas por un viento que no volvería a acariciar su tez; aquellas mismas palabras que nunca quiso creer y que acababan de tornarse ciertas. En aquel momento no podía sino asumir que África estaba a merced de mercaderes sin escrúpulos que habían hecho del comercio de seres humanos su modo de vida, y ella acababa de caer en sus redes.

Una vez que el capitán de la carabela estimó que la mercadería era suficiente, se les condujo hacia aquel coloso que los llevaría rumbo a Cabo Verde y, más concretamente, a la isla de Santiago.

Sometidos y hacinados, tumbados bajo la cubierta, sin apenas espacio en el que poder estirar unas piernas y unos cuerpos que acabarían entumecidos tras semanas de navegación, fueron testigos de la inmisericordia del ser humano. Los hombres habían sido despojados de toda vestimenta mientras que a las mujeres se les había obligado a ataviarse únicamente con una fina t

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