Lo que Bécquer ha unido...

Pilar Piñero

Fragmento

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Capítulo 1

Patricia abrió los ojos a las seis de la mañana. No necesitaba despertador; tenía una alarma interna que sonaba cada día a la misma hora, que rompió un sueño que —como siempre— sobrevino tarde, fue inquieto y —como de costumbre, también— nada productivo.

Le dolía todo el cuerpo. Hacía un año que había vuelto a Molinaseca, pueblo de León que la había visto nacer, de no más de setecientos habitantes y cuyo silencio —por raro que pudiera parecer— no la dejaba dormir.

Patri había nacido un espléndido sábado de principios de julio, en un pequeño hospital comarcal que le había dado la bienvenida en cuanto sus padres hubieron traspasado sus puertas; pues el largo camino, la carretera de tierra y los baches de esta habían hecho parte del trabajo.

Cuando hubieron reconocido a su madre, no había habido tiempo ni de llegar al paritorio, pues su cabeza asomaba ya dispuesta a conocer el mundo. Había nacido sobre la camilla de la consulta del médico y sorprendido a los allí presentes.

La vida de Patricia en Molinaseca había sido siempre agradable, sencilla y feliz. Su padre, Víctor, trabajaba en el campo cultivando las tierras de señoritos (que poseían grandes plantaciones de nogales, viñas y árboles frutales), con pocas ganas de habitar sus señoriales mansiones fuera de unas semanas en agosto. Y su madre, Pilar, regentaba la librería Bécquer que, por expreso deseo de la abuela Prudence, debía ser el destino de todas las mujeres de la familia, incluida Patri y las hijas que un día pudiera tener.

Las características de Molinaseca habían favorecido a que su infancia estuviera llena de experiencias y aventuras al aire libre, rodeada de naturaleza. Era un pueblo pequeño pero que, al ser paso obligado del Camino de Santiago, tenía gran afluencia de turistas durante todo el año en que los molinenses cuidaban con esmero.

Los habitantes del municipio se dedicaban, mayoritariamente, a los trabajos del campo y la restauración. En el pueblo había multitud de alojamientos rurales, posadas, albergues, dos hoteles donde pernoctar y unos cuantos bares, restaurantes y bodegas que hacían las delicias de los visitantes que podían, además, disfrutar de sus alrededores y de monumentos históricos; entre los que destacaba la iglesia de San Nicolás de Bari, donde a las doce del mediodía sus campanas tocaban el Ave María de Lourdes. Era un momento especial que hacía que los viandantes detuvieran su marcha sorprendidos y maravillados por aquel sonido, que inundaba con su melodía todos los rincones del pueblo.

En ese entorno, Patricia había tenido una infancia feliz y, pese a ser hija única, nunca había encontrado en falta la presencia de un hermano o hermana, pues tenía un grupo de cinco amigos con los que divertirse y compartir inquietudes y secretos.

Estudiaban en el colegio rural del pueblo y sus vidas transcurrían —sobre todo, durante el verano— en la calle, pasando las tardes haciendo carreras en el puente romano (o puente de los peregrinos), disfrutando de pícnics en el Crucero del Santo Cristo, construyendo cabañas en los bosques o jugando al escondite en las estrechas callejuelas entre casas que se dejaban para evitar la propagación de posibles incendios.

Aunque una de sus actividades favoritas era jugar a pillar alrededor de la estatua del apóstol Santiago, bajo la mirada reprobatoria de algún abuelete allí sentado. Y durante el verano, el divertimento por excelencia era en el río Meruelo, donde un dique cortaba el paso del caudal formando curiosas piscinas naturales.

Las meriendas eran en casa de cualquiera de los cinco. Cuando les picaba el gusanillo del hambre, simplemente acudían a la más cercana; los padres estaban siempre encantados de acogerlos y agasajarlos con rodajas de pan de pueblo, con un buen chorreón de aceite de oliva y chocolate con leche Las Comas.

Pero cabía destacar el buen rollo y la conexión que Patricia tenía con Ramiro y con Bea, sus almas gemelas, como ella los llamaba. Era habitual que los tres hicieran fiestas de pijamas (mayormente, en invierno) en casa de Patri, pues tenía un desván para ellos solos que habían decorado con todo tipo de artilugios y horteradas; lo que lo había convertido en su mundo particular, donde podían ser ellos mismos y en el que cabían las excentricidades de Patri, la pasión de Bea por lo esotérico y la sensibilidad de Ramiro.

No es que se escondieran pues, aunque Molinaseca era un pueblo pequeño y algo apartado de las modas y la creciente diversidad social de finales de los años noventa —ya normalizada en todas partes—, nadie veía con malos ojos la ropa estrafalaria de Patricia, ni los paseos nocturnos de Bea con el fin de avistar algún objeto extraterrestre en el cielo o la indudable feminidad de Ramiro. Todo lo contrario, sus convecinos los respetaban y querían; para ellos eran la nieta de la Prudence, la hija del juez de paz y el hijo de Bruna, la costurera. Así de simple.

Cuando hubieron acabado el instituto, sus vidas cambiaron. Habían tenido que cursar los estudios posobligatorios, cada cual en un lugar diferente; aunque buscaban momentos, durante los fines de semana, para estar los tres solos, la madurez y las hormonas habían hecho que sus preferencias cambiaran.

Los juegos y correrías habían quedado en el olvido, y buscaban más contacto con el resto de la pandilla; sobre todo Bea, que estaba coladita por Javi desde hacía años y, con dieciséis ella y diecinueve él, por fin la relación había empezado a consolidarse.

Sin embargo, Patricia quería más. Adoraba a sus padres y a sus dos almas gemelas, pero las ganas de volar y sus crecientes inquietudes por conocer más allá de Molinaseca eran más fuertes que los lazos sentimentales. Necesitaba ver mundo y respirar; notaba que su estrecho círculo social empezaba a asfixiarla y que la cabezonería de su abuela Prudence de que las mujeres de la familia debían continuar con la librería había acabado siendo una lacra que la espeluznaba, perseguía y minaba sus ansias de volar, que ya empezaban a ser hasta dolorosas dentro de ella.

Los padres, conocedores de sus deseos y conscientes del carácter extrovertido y aventurero de su hija, con gran esfuerzo habían conseguido cumplir el sueño de Patri; con dieciocho años, pudo matricularse en una de las universidades más prestigiosas de Londres, para estudiar filología inglesa, la Universidad de Kent.

Patricia, en Londres, había crecido como persona, encontrado lo que buscaba y podido explorar y experimentar lo que necesitaba. Era un país tan cosmopolita, moderno y diverso que su manera de vestir no suponía ningún problema, ni lo eran sus ideales o su forma de ver la vida; incluso su aspecto angelical —rubia, cabello rizado y ojos verdes— era más común que en su pueblo leonés de origen.

Se había construido una vida —una hecha por y para ella— que la hacía muy feliz, y tenía claro que por nada del mundo la dejaría escapar. No iba a regresar a España más que para decir: «¡Hola!, ¿qué tal?» y «Adiós», para volver a marcharse. Lo tenía decidido y lo sentía profundamente, pero las directrices que su abuela Prudence había marcado para la continuidad femenina de la librería Bécquer no las iba a cumplir.

En una de las tabernas que solía frecuentar con su grupo de amigos, entre los que había varios españoles, había conocid

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