El país de las mariposas

Nerea Riesco

Fragmento

1

Mariana Enríquez llegó al mundo un jueves de mercado en Medina de Rioseco. La plaza Mayor y la de Santa Ana se convertían una vez a la semana en un hervidero de gentes de diversos pelajes dispuestas a hacerse con en el negocio del siglo, y las calles del centro de la villa dejaban que les arrebataran por un día la placidez a la que estaban acostumbradas. La barahúnda de silleros, freneros, comerciantes de pez, armeros, joyeros, tratantes de paños mayores y menores, albarderos, caldereros, cordobaneros, herreros, especieros y mercaderes de todo tipo que se adueñaban de los espacios, convertían a la «muy noble y muy leal ciudad de Medina de Rioseco» en lo que se dio en llamar «la India Chica», asemejando su mercado con las riquezas que provenían del Nuevo Mundo. Los puestos de mercadurías iban apoderándose de las calles desde primeras horas de la mañana, igual que una mano toma posesión de un guante, llenándolo plenamente, hasta colmar su capacidad. Los patos, cerdos, gallos, ovejas y demás animales de corral liberaban acompasados ritmos melancólicos que semana tras semana sonaban igual, convirtiendo el jueves de mercado en una réplica exacta del jueves de mercado anterior. El ruido animal se enredaba con el humano, y el murmullo del regateo perpetuo y el jaleo de los vendedores resonaban por los soportales, entraban y salían entre las columnas de madera, se mezclaban con el gentío y tomaban fuerza para elevarse hasta las nubes. Aquel griterío se canalizaba y se lanzaba al infinito subiendo por las paredes de los edificios como el humo por una chimenea.

Fue por eso que los gritos de doña Ana sonaron amortiguados y ningún habitante del palacio notó nada. Los lamentos y quejas no se oyeron más que en la habitación donde se atendía el parto.

—Chille a placer vuesa merced, que nadie va a acusarla de quejicosa en un trance como éste.

La comadrona ya había asistido los dos anteriores alumbramientos de la esposa del Almirante. Era una mujer gorda, de manos fuertes y rechonchas, y siempre tenía la cara roja, como en perpetuo sofoco, aunque ya hacía unos años que se le había pasado la edad de concebir. Para justificar su existencia y compensar al Señor por su falta de hijos, se encargó de traer al mundo a gran parte de los habitantes de la ciudad. Decidida como estaba a transferir los conocimientos de su oficio antes de pasar a mejor vida, en los últimos tiempos se hacía acompañar por su sobrina, una joven que no parecía demasiado ducha en esos trances y cuya cara, a cada grito de doña Ana, cambiaba y se arrugaba haciéndose partícipe del dolor de la mujer, contagiándose de su sufrimiento. Atendía las órdenes de la matrona tarde, lenta y torpemente, y daba la impresión de que ése era el primer parto que presenciaba y de que, si de ella dependiera, también sería el último.

—Venga, tontaina, acércame los paños —gritó la comadre por ver si espabilaba a la muchacha. Acto seguido, se volvió hacia la parturienta y continuó como si tal cosa—: Empuje señora, no se me desmorone ahora que ya casi está...

En otras circunstancias doña Ana no permitiría que le hablaran así, pero no era ése el mejor momento para ponerse a discutir sobre tratamientos señoriales y, aunque lo hubiese sido, el aspecto de la matrona hacía dudar de si esa mujer era capaz de ser más delicada por mucho que se esmerase. Ante su presencia doña Ana se sentía apocada y dócil como una corderita a punto de ser sacrificada, como una niña pequeña que recibe los regaños de su madre.

Mientras tanto, don Luis Enríquez intentaba ignorar el acto de alumbramiento que se vivía en la habitación de su mujer. En las dos ocasiones anteriores, los nervios se apoderaron de su estómago y de su mente cuando oyó los lamentos jadeantes del parto. Fantaseó cosas terribles, desastres que aquel evento podría ocasionar en la familia. Imaginó a su mujer tumbada en la cama con dosel, sumergida entre los bordados monásticos de las sábanas de su dote, empapada en un líquido intensamente rojo y espeso. Se le representó gritando y retorciéndose de dolor como un alma en pena, lanzando rayos y centellas por los ojos, capaz incluso de ofender al Señor en un momento de enajenación. Tuvo miedo de que algún castigo cayera sobre ellos y que el bebé naciera con la piel escamada o con cola de demonio, como había oído contar que le ocurrió a una familia de comerciantes de Villanubla que todavía estaban vigilados por el ojo implacable del Santo Oficio, lo que hubiera resultado ciertamente vergonzoso. Por fortuna sus dos retoños habían nacido sin ningún síntoma de monstruosidad, así que había decidido no dejarse arrastrar por la imaginación con el nacimiento de la nueva criatura. Llevaba semanas convenciéndose de que no tenía motivos para preocuparse porque su familia siempre había sido profundamente piadosa y los donativos que ofrecían a la Iglesia les aseguraban, sin duda alguna, el favor del Señor ante cualquier contratiempo. Por eso, cuando llegó el momento, se sintió reconfortado y, para distraerse, se dedicó como cualquier otro día a vigilar los asuntos de su señorío. Hacía muy poco tiempo que había heredado de su padre el título de Almirante de Castilla, e intentaba encontrar la mejor manera de servir al monarca, aunque ello supusiera apretarle el cinturón a la villa. Mientras tanto, sus dos hijos jugaban a las batallas ajenos a todo, porque ni siquiera habían reparado en la progresiva gordura de su madre, que se mantuvo bien disimulada bajo los vestidos. Tampoco sus padres quisieron adelantarles la noticia de la llegada al mundo de un nuevo hermanito, intentando evitar así sus posibles e incómodas preguntas.

—¡Es una niña!
—Lo sabía —murmuró doña Ana lacónicamente.

Los últimos nueve meses habían sido los peores de su vida. En los dos embarazos anteriores todo marchó de maravilla y se sintió mejor que nunca. Los dolores de cabeza que heredó de su madre y que comenzaron a atacarla cuando se hizo mujer, no aparecían mientras estaba encinta, pero esta gestación había producido en doña Ana el efecto contrario. Beatriz le dijo que era porque esperaba una hembra y que las sustancias vitales de ella revueltas con las de la niña provocaban una mezcolanza agresiva que daba como resultado esas terribles jaquecas que la postraron durante días enteros y que la convirtieron en una especie de sonámbula los días que podía levantarse. Beatriz, que sabía mucho acerca de los poderes curativos de determinadas piedras y plantas, llenó la casa de flores de espliego que, según aseguraba con convicción docta, espantaban la melancolía, aliviaban los dolores de cabeza y relajaban los sentidos enervados. Plantó espliego por todo el jardín y en las macetas de los balcones, colocó las flores en los jarrones de la casa y una vez que se secaban, las utilizaba para mezclarlas con las plumas de la almohada de doña Ana y para preparar con ellas tisanas y sahumerios. Los días que la jaqueca le impedía levantarse, Beatriz le frotaba el cuerpo de la cabeza a los pies con una esponja empapada en agua de espliego y, antes de que se fuera a dormir, le masajeaba el vientre preñado con un ungüento denso y oloroso producto de la maceración de las flores azules en aceite. A pesar de tanto trajín floral, el remedio del espliego no conseguía aplacar del todo las cefaleas de doña Ana y solamente servía para tranquilizarle los nervios, justo el efecto contrario del que producía en su esposo, que consideraba los perfumes símbolo de promiscuidad y aseguraba que una mujer decente no debería ir oliendo a flores si no quería levantar sospechas de concupiscencia o algo mucho peor. Según los sabios conocimientos de don Luis, sólo las brujas usaban hierbajos, y tanta limpieza corporal y tanto aroma floral la señalaban

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