Septiembre

Rosamunde Pilcher

Fragmento

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Martes, 3

Por fin, a primeros de mayo, llegó a Escocia el buen tiempo. Durante demasiado tiempo, el invierno se había aferrado a la tierra con dedos de acero, negándose cruelmente a soltar su presa. Durante todo abril, había soplado el crudo viento del Noroeste arrancando las flores del zarzal y chamuscando las trompetas de los narcisos tempranos. La escarcha cubría los altos y se acumulaba en las cañadas, y los granjeros, desesperando de ver nuevos pastos, sacaban con los tractores el último forraje a los campos yermos en los que el ganado mugía, acurrucado junto al refugio de las paredes de piedra seca.

Incluso los gansos silvestres, que suelen levantar el vuelo a últimos de marzo, habían retrasado su vuelta a sus regiones del Ártico. Los últimos habían marchado a mediados de abril, graznando hacia cielos desconocidos a tan gran altura que sus formaciones en punta de flecha parecían tenues telarañas ondeando al viento.

Entonces, de la noche a la mañana, el veleidoso clima de las Highlands se suavizó, el viento giró al Sur trocándose en dulces brisas y llegó el tiempo clemente que el resto del país llevaba semanas disfrutando, junto con el olor a tierra húmeda y a vegetación naciente. El campo adquirió una suave tonalidad verde, los blancos cerezos silvestres se repusieron del duro castigo, se animaron y cubrieron sus ramas de una bruma de blancos pétalos. De pronto, los huertos de los cottages adquirieron color, el amarillo del jazmín de invierno, el púrpura del azafrán y el azul intenso de los lirios. Los pájaros cantaban y el sol, por primera vez desde el otoño, empezaba a calentar.

Todas las mañanas de su vida, con lluvia o con sol, Violet Aird bajaba a pie al pueblo, a recoger del supermercado de Mrs. Ishak un litro y medio de leche, el Times y los comestibles y suministros que para su sustento necesita una señora mayor que vive sola. Únicamente de vez en cuando, en lo más crudo del invierno, cuando la nieve formaba ventisqueros y el hielo se hacía traicionero, renunciaba al ejercicio ateniéndose al principio de que la discreción era la mejor parte del valor.

No era un camino fácil. Media milla de bajada por un sendero empinado entre sembrados que antes fueron el parque de Croy, la hacienda de Archie Balmerino y, al regreso, media milla de subida. Tenía coche y hubiera podido hacer el viaje en él, pero una de sus máximas era que, a medida que los años se te echan encima, si empiezas a usar el coche para los viajes cortos te expones a perder el uso de las piernas.

Durante los largos meses de invierno, Violet había tenido que abrigarse bien para la expedición, con botas forradas, jerseys, chaquetón impermeable, chal, guantes y gorro de lana encasquetado hasta las orejas. Aquella mañana llevaba una falda de cheviot, un cardigan y la cabeza descubierta. E1 sol le animaba y le hacía sentirse nuevamente joven y llena de vitalidad. La ropa más ligera le recordaba la grata sensación de la niñez, cuando se quitaba las medias de lana negra y sentía el aire fresco en las pantorrillas.

La tienda del pueblo estaba muy concurrida aquella mañana y tuvo que esperar un poco. No le molestó la espera, porque le proporcionaba la ocasión de charlar con otros clientes, todos, caras conocidas; elogiar el tiempo; preguntar por la madre de uno; observar cómo un niño, tras angustiosa indecisión, elegía un paquete de caramelos, surtidos que pagaba con su propio dinero. Nadie le apremió. Mrs. Ishak aguardó amable y pacientemente a que tomara su decisión. Cuando por fin lo hizo, ella metió el paquete de caramelos en una bolsa de papel y se los cobró.

—No te los comas todos a la vez, si no quieres que se te caigan los dientes —le advirtió—. Buenos días, Mrs. Aird.

—Buenos días, Mrs. Ishak. Y qué día tan espléndido.

—Esta mañana, cuando vi el sol, no podía creerlo. —Mrs. Ishak, que se había exiliado del sol implacable de Malawi a aquellas latitudes septentrionales, solía envolverse en varios jerseys y tenía una estufa de parafina detrás del mostrador, junto a la que se acurrucaba en cuanto había un momento de calma. Pero aquella mañana parecía mucho más contenta—. Espero que no vuelva el frío.

—No lo creo. Ya tenemos aquí el verano. ¡Oh!, gracias, la leche y el periódico. Y Edie me ha pedido cera para los muebles y un rollo de papel para la cocina. Me parece que también necesito media docena de huevos.

—Si le pesa, Mr. Ishak se lo llevará en el coche.

—No, muchas gracias. Yo puedo con el cesto.

—Anda usted mucho.

—Piense en lo bien que me sienta —sonrió Violet.

Cargada con la compra, emprendió el regreso a casa por la acera, pasando por delante dé la hilera de cottages bajos, con las ventanas reluciendo al sol y las puertas abiertas al aire cálido y puro; después, cruzó la verja de Croy y empezó a subir la cuesta. Era un sendero particular, el camino trasero de la casa grande y Pennyburn estaba a la mitad, hacia un lado, rodeado de campos en pronunciada pendiente. Se llegaba por un pulcro sendero bordeado por un recortado seto de hayas y siempre era un alivio llegar al recodo y saber que había acabado la ascensión.

Violet se cambió de mano el cesto, que ya empezaba a pesar, y empezó a planificar el día. Aquella mañana tenía a Edie ayudándola, lo cual significaba que podría desentenderse de la casa y dedicarse al jardín. Últimamente, había hecho tanto frío que ni siquiera Violet había podido permanecer fuera y todo estaba muy descuidado. El césped aparecía deslucido y ajado tras el largo invierno. Quizá le hiciera falta una pasada con el rodillo de púas, para ventilarlo. Después, habría que cargar el abono para los rosales en la carretilla. La idea le produjo una viva satisfacción. Estaba deseando ponerse a trabajar.

Apretó el paso. Pero, entonces, vio el coche desconocido aparcado en la puerta y comprendió que el jardín, al menos por el momento, tendría que esperar. Una visita. ¡Qué contrariedad! ¿Quién sería? ¿Con quién tendría que ponerse a charlar en lugar de empezar a cavar?

El coche era un pequeño «Renault» muy reluciente que no revelaba la identidad de su dueño. Violet entró en la casa por la puerta de la cocina y encontró a Edie llenando la cafetera en el grifo.

Dejó la cesta encima de la mesa.

—¿Quién es? —musitó, haciendo un ademán con el índice.

Edie contestó, también en un susurro:

—Mrs. Steynton, de Corriehill.

—¿Cuánto tiempo lleva aquí?

—Acaba de llegar. Le dije que

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