La espía que me conquistó (Nobleza obliga 2)

Begoña Gambín

Fragmento

la_espia_que_me_conquisto-3

Capítulo 1

Edimburgo (Reino Unido), principios de julio de 1879

Bel caminaba a la vera de la balaustrada del muelle, mientras su mirada buscaba entre el gentío que plagaba la arena fina y dorada. Niños, jóvenes y alguna que otra mujer mojaban sus pies desnudos en las aguas frescas del fiordo de Forth mientras eran contemplados por sus familiares desde la orilla.

La joven iba tan ensimismada que no recayó en la figura que se aproximaba hacia ella y cuyos ojos también escudriñaban la playa hasta que un brusco choque contra su cuerpo la hizo tambalearse. Sintió cómo una mano firme la agarraba por la cintura y la apretaba contra un pecho recio para impedir que trastabillara y cayera al suelo. Otra mano aferró su brazo con seguridad, pero también con delicadeza. De inmediato le atrajo el olor de la fragancia fresca del limón, la naranja y la bergamota, ingredientes esenciales del agua de colonia 4711, aroma inconfundible para Bel. Aspiró con fuerza para inundar sus fosas nasales y lanzó un profundo suspiro de añoranza.

Cuando levantó la mirada para contemplar a su salvador, su corazón se paralizó. Ante ella se hallaba el hombre más guapo y elegante que había visto en su vida. Su porte rezumaba clase y seguridad. Sus ojos, de un color gris plomizo, aventuraban misterio, y sus labios parecían anclados en una eterna sonrisa irónica.

Ella balbuceó algún «perdón» al mismo tiempo que él hacía lo propio y terminaron riendo los dos, aunque la risa de Bel sonó nerviosa.

—Estaba distraída observando cómo se divierte la gente en la playa —se disculpó la joven con un tono de voz alto y claro. Quizá demasiado alto y claro, al querer reponerse del estremecimiento que le estaba produciendo el contacto de la mano de ese hombre en el pequeño fragmento desnudo que quedaba desde su codo hasta el inicio del guante.

Eso sí, no era cierto lo que acababa de decirle, pero alguna excusa debía dar...

Él la miraba con tal intensidad que comenzó a sentir que le temblaban las piernas. Bel era una mujer fuerte y resolutiva, pero en esos momentos parecía que se había desvanecido su arrojo, ahogándose en las profundidades del gris plomizo de los ojos del desconocido. Ni siquiera había hecho el intento de apartarse de los brazos que la apresaban.

—La culpa es compartida; yo también iba absorto.

¡Qué voz! Tan varonil y seductora que la dejó muda.

Notó un vacío en su interior cuando él deshizo su agarre y dio un paso hacia atrás.

—¿Qué le parece si caminamos en el mismo sentido y compartimos nuestros paseos? Así no tendremos posibilidad de volvernos a tropezar —sugirió él con un tono burlón.

Ambos se encontraban en el muelle recreativo que se adentraba en las aguas de la playa Portobello de Edimburgo, desde donde se contemplaba con mayor claridad las casetas rodantes que permitían que los miembros de la alta sociedad, que veraneaban en esa popular playa, pudieran cambiarse de ropa en la misma orilla. El bañista entraba ataviado con ropa de calle por un extremo y, una vez dentro, se enfundaba en el traje de baño y salía por el otro lado, introduciéndose directamente en el agua. Era el único embarcadero de estas características en Escocia y atraía a paseantes y a pequeños barcos de vapor, que se detenían en el barrio durante unas horas.

Desde esa inmejorable atalaya también se podía disfrutar de una panorámica longitudinal de la playa en la que el sol se reflejaba en el agua produciendo luminosos destellos.

Bel, pensativa, hizo un pequeño mohín con sus labios.

—¿Le he parecido demasiado osado?

Ella no era una mojigata, aunque su gesto pudiera haberlo confundido, pero este era debido a que su estancia allí tenía una motivación que no era la del recreo.

Pero era tan tentador...

—Estaré muy gustosa de servirle de distracción, señor... —respondió la joven, sonriendo.

Él elevó su sombrero de copa durante unos segundos. Su pelo rubio rojizo parecía indómito sobre su testa. Lo llevaba peinado hacia atrás, largo hasta cubrir la nuca, donde se le rizaba.

—Stockbury, Patrick Stockbury —acabó la frase de ella al tiempo que inclinaba su torso en una leve reverencia y alargaba su mano a la espera de que Bel depositara allí la suya.

—Señorita Bel Morris —se presentó ella mientras alargaba su brazo y posaba la yema de sus dedos enguantados en los de él, gesto que completó Patrick profundizando su venia.

La joven tenía la facultad de sobreponerse a cualquier circunstancia, para ello estaba entrenada, así que le fue fácil ocultar la impresión que le había producido el señor Stockbury.

Patrick se colocó a su lado e hizo un gesto con su mano, conminándola a comenzar el paseo. Bel realizó un balanceo con la sombrilla cerrada que portaba en una de sus manos, posó la punta en el suelo y comenzó a andar al tiempo que inclinaba su cabeza y le ofrecía una agradable sonrisa. Llevaba un juvenil traje de paseo de lunares rosas sobre fondo celeste con unos volantes de rayas de los mismos colores en la falda y en la sobrefalda de la polonesa.

—Por las pocas palabras que le he oído, no parece usted escocesa. Es más, yo añadiría que su lengua materna no es la inglesa.

Eso sí que sorprendió a Bel; hacía años que nadie detectaba que su origen no era inglés.

—Ya que es tan perspicaz —replicó con tono de burla—, ¿cuál sería mi idioma de nacimiento, según usted?

—Yo diría que francés. ¡No! Pido disculpas. Lo afirmo. Usted es francesa.

Bel no movió un solo músculo de su rostro, mantuvo su leve sonrisa en los labios. Se tenía muy bien aprendido lo que debía contestar en el supuesto de que alguien la interrogase sobre esa cuestión.

—Es cierto, nací en Francia de padres ingleses. Viví allí un breve periodo de tiempo y me vanaglorio de que nadie detecte mi acento galo.

—Nadie ya no. Lo siento, señorita Morris, pero acabo de robarle ese privilegio. —Se rio Patrick.

—Contaba con el inestimable silencio suyo.

Patrick centró sus ojos en los de ella y una mirada pícara se reflejó en estos.

—Eso merecería una recompensa. Un pequeño pago por mi inestimable silencio.

—Oh, creí que era un caballero.

—Esa condición no me convierte en un pazguato. Sé aprovechar las oportunidades que me ofrece la vida, y sacarle provecho a su petición me atrae enormemente.

—Y... dígame, ¿cómo ha percibido mi acento francés? ¿Acaso conoce usted ese idioma?

—Así es, pero no es ese el motivo. En realidad, tengo un oído muy fino. Yo lo escucho todo.

Bel tuvo la certeza de que no le mentía.

—Qué casualidad —susurró la joven, con intención.

—¿Pretende ponerme a prueba?

La cantarina carcajada que soltó la joven hizo que algunas de las personas que merodeaban también por el muelle se volvieran a mirarlos. Contagiado, Patrick la acompañó con una risa fuerte, muy varonil.

—¡Pillada! —exclamó ella en cuanto pudo hablar.

—No me lo ha puesto muy complicado.

Su sonrisa se acentuó al ver el guiño con el que lo obsequiaba Bel con uno de sus gatunos ojos de color verde esmeralda.

—Mas —añadió Patrick—, si cree que va a distraerme

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