Otra vida

Jodie Chapman

Fragmento

2018

2018

La primera vez no salió bien.

Mi hermano pequeño saltó por la ventana de su piso de Manhattan el día de Nochebuena por la mañana. Su cuerpo se precipitó desde un séptimo piso y aterrizó sobre un contenedor en el que había metro y medio de nieve recién caída. Fue la nieve lo que lo salvó, amortiguando el golpe. Había estado acumulándose toda la noche y aún no se había solidificado. La nieve blanda también fue la razón por la que no lo descubrieron hasta tres horas después, cuando la señora de la limpieza entró en el piso y se lo encontró vacío, con la ventana abierta de par en par. Siete pisos, metro y medio de nieve y tres horas mirando al cielo. Eso sí que es una puñetera conjunción de astros.

Cuando recibí la llamada, en Londres era casi hora punta. Llevaba todo el día enlazando una reunión con otra en salas sofocantes sin ventanas. No tenía muchas esperanzas en poder coger un tren de vuelta a casa antes de las ocho y pensé en el caos infame que me recibiría en cuanto entrara por la puerta. Pero entonces oí unos golpecitos en el tabique de cristal y vi que Jackie me hacía señas.

—Nick, ha habido un accidente —me dijo cuando asomé la cabeza por la puerta y esta se cerraba mientras ella me pasaba el teléfono.

Cuando entré en la habitación del hospital doce horas más tarde y lo vi conectado a los monitores, me vino a la cabeza una imagen de cuando éramos niños y jugábamos a los médicos, atándonos hebras de lana roja de la bolsa de calceta de mamá alrededor de las muñecas y enganchándolas a cajas de cartón. También recreábamos los efectos sonoros: los pitidos largos y sordos, el pronóstico grave, una esposa llorando… Casi treinta años después, volvíamos a jugar. Solo que los pitidos eran reales y allí nadie lloraba.

—Tienes una pinta lamentable.

Yo asentí.

—¿Dónde está Tilly?

Él se giró para mirar por la ventana.

—Hemos roto.

Dijeron que la parte baja de su columna vertebral había quedado destrozada. Que estaba paralizado de cintura para abajo y que tenía suerte de estar vivo. Que nunca más volvería a andar. El médico lo soltó todo como si se tratara de la lista de la compra.

Para mí, cada frase fue como una bala.

Cuando por fin le dieron el alta, lo volví a llevar a su casa y puse la cama nueva en el salón. Allí tenía las mejores vistas del apartamento, lo que significaba que las ventanas no daban a una pared de ladrillos ni a otras ventanas que se asomaban a la vida de los demás. Recordé cuánto le gustaba mirar el cielo cuando éramos pequeños. Nos pasábamos el verano tumbados en los campos que había detrás de nuestra casa, ocultos entre la larga hierba, siguiendo con la mirada los aviones como se siguen las gotas de lluvia en las ventanillas de los coches.

Desde ahí, si colocaba la cama en un ángulo determinado, él podría ver un pedazo de cielo azul por un hueco que había entre los rascacielos. Así que eso fue lo que hice.

Me quedé casi cuatro meses. A veces veíamos la tele o jugábamos a las cartas y a veces nos quedábamos sentados en silencio, como esperando a que pasara algo. Yo no salía a menos que estuviera la señora de la limpieza para relevarme. Los primeros días me planteé despedirla, pero Gloria pronto se convirtió en mi salvavidas, en una oportunidad para respirar aire fresco y para ver algo más que a mi hermano, que se deterioraba a marchas forzadas.

Aprendí a pensar en todo. Cerraba todas las ventanas con seguro y solo abría alguna si me encontraba justo al lado. Por supuesto, estaba el tema de la seguridad en caso de incendio, pero una evaluación de riesgos psicológicos concluyó que había menos probabilidades de que nos quemáramos vivos que de que se repitiera el incidente. Me deshice de la cuchilla de afeitar y me dejé barba por primera vez en casi una década. Desterré los cinturones, eliminé los cuchillos y soporté los dolores de cabeza. No quería correr ningún riesgo.

Mantenía el teléfono fuera de su alcance, escondido o en la cocina. Raras veces preguntaba por él, pero yo mantenía la batería cargada, por si cambiaba de idea.

Al menos una vez al día su móvil vibraba con una llamada de Tilly. Él nunca contestaba y, al cabo de unas cuantas semanas, decidí silenciarlo. Ella aparecía en la pantalla mirándome coqueta por encima de un hombro desnudo, como un alma cándida (conociendo a Tilly, habría elegido a conciencia la foto), y yo miraba el teléfono con odio y me entraban ganas de aplastarlo. Pero me limitaba a dejarlo sonar.

Una noche, tras un día especialmente malo en el que él no había dicho ni una palabra, cogí el móvil, que estaba vibrando sobre la mesa de la cocina, y me alejé de la puerta del salón para contestar.

—Qué.

Mon amour. Mi dulce y pobre Salvatore. —Su acento fue como una puñalada en el silencio del último mes.

—Soy su hermano.

—Ah. —Ella se quedó callada—. ¿Está Salvatore?

—No quiere hablar contigo, Mathilde. —Sabía que odiaba su nombre.

—Dile que lo echo de menos.

Estuve a punto de lanzar su voz por la ventana. Para que la nieve colgara por mí.

—¿Algo más?

—Dile que… Dile que me siento perdida sin él… —Oí el crujido que hacían las cuentas de su rosario contra el auricular y me la imaginé sujetando el teléfono sobre el hombro mientras se arreglaba el pelo en el espejo—. Dile que he roto con Chet porque nunca podría amar a nadie como amo a mi Salvatore. ¿Puedes decírselo, cielo?

—Mathilde.

—¿Hmm?

—Por favor, no vuelvas a llamar. —Lancé el teléfono y maldije en voz baja, a la espera de oír mi nombre, pero no escuché más que silencio.

Cuando el frío empezó a remitir, la ciudad se volvió un poco más amable. Los árboles que se alineaban en las avenidas de cemento empezaron a brotar y la gente en la calle se quitaba los abrigos y el resto de las capas. En el exterior, todos parecían relajarse con la llegada de la primavera. Dentro, Gloria y yo seguíamos al pie del cañón.

El tono de la conversación cambió a principios de abril. Fue culpa mía, por mi absurdo deseo de conectar con él.

En la sección de segunda mano de una librería de la esquina de la 12 con Broadway, encontré una pequeña antología poética de Longfellow. No veía el momento de llegar al piso.

—¿Te acuerdas de esto? —Le di el libro a Sal y señalé el título de la parte superior de la página: La hora de los niños—. ¿Cuando papá lo leía, casi representándolo? Luego nunca podíamos dormir.

Sal miró la hoja sin decir nada.

—¿Sí? —Mi emoción era la única luz de la sala.

—¿Por qué te empeñas en recordar cosas?

Hice tostadas con alubias para cenar. Mi habilidad en la cocina había mejorado mucho durante el invierno, ya que había invertido el tiempo que pasaba en ca

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