Pasión a prueba de balas

Christine Cross

Fragmento

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Prólogo

El coche derrapó ligeramente cuando se introdujo en el estrecho callejón apenas iluminado, pero el hombre que lo guiaba era un experto conductor. Ni siquiera rozó los cubos de basura que se apilaban junto a la mugrienta pared de ladrillo. Se detuvo un poco más adelante con un suave frenazo.

Un hombre corpulento, con un impecable traje negro, descendió del lado del copiloto con parsimonia. Desabrochó el botón de su chaqueta mientras caminaba hacia la parte trasera del Mercedes con cristales tintados. Abrió el maletero y extrajo su carga.

Sin ningún miramiento, la arrojó contra los cubos, volcándolos con estrépito. Un par de ratas se deslizaron con rapidez junto a la pared, arañando el suelo con sus patas, al tiempo que el individuo se volvía hacia el coche. Apenas cerró la puerta, este se puso en marcha, perdiéndose en la calurosa noche.

Las ratas no tardaron en regresar en busca de alimento.

El Mercedes enfiló hacia el norte para tomar la SW 3rd St. y dejó atrás la zona de Downtown Miami. Apenas un par de minutos después, tomaba la salida en dirección a Miami Beach. Solo entonces, el hombre cogió el móvil e hizo la llamada.

—Ya está hecho —dijo cuando escuchó la voz profunda del otro lado de la línea. Hubo un silencio—. No, nadie nos ha visto —respondió a la pregunta de su interlocutor. Escuchó unos instantes y asintió—. Muy bien, señor.

Colgó la llamada y se permitió reclinarse contra el cómodo asiento de piel. Se aflojó la corbata y deseó poder estar sentado en el sofá de su casa con una cerveza en la mano en lugar de deambular de noche por las calles de la ciudad, atestadas de turistas y miamenses que solo pensaban en divertirse. Por esta última razón habían elegido aquel callejón, silencioso y alejado, para dejar el paquete.

—¿Algún problema? —le preguntó su compañero, mientras aminoraba la marcha en MacArthur Causeway para acceder a la terminal de ferris.

El hombre sacudió la cabeza.

—Ninguno. —Se despojó de la costosa americana que llevaba, y que ocultaba la cartuchera negra con su Glock de nueve milímetros, y subió el aire acondicionado—. Seguimos con las órdenes. Vamos hasta Fisher Island, cambiamos el coche y nos largamos.

—¿Cuánto crees que tardará la policía en encontrarlo? —En la pregunta solo había una ligera curiosidad.

—Espero que lo suficiente como para que las ratas hayan hecho su trabajo y les cueste identificarlo.

El otro asintió y apagó el motor tras ocupar uno de los espacios de aparcamiento en el interior del ferri.

—¿Te apetece una cerveza cuando hayamos hecho la entrega?

La policía llegó al callejón poco antes de que amaneciera.

Un vagabundo que buscaba algo de comida que llevarse a la boca había descubierto el cadáver junto a los contenedores. Las ratas, hambrientas, lo habían mordisqueado, y el pobre hombre vomitó el escaso contenido de su estómago al verlo.

Enseguida llegaron dos coches patrulla y acordonaron la zona. Cuando el agente del FBI, Robert MacMillan, y su compañero, Bryan Coleman, llegaron al lugar, la científica llevaba ya un buen rato trabajando.

Algunas miradas se volvieron hacia los dos hombres. Destacaban en aquel espacio estrecho y sucio como dos faros en la niebla. Coleman parecía un jugador de baloncesto. Del color del chocolate, media más de dos metros y tenía un cuerpo atlético y fibroso; los abultados músculos quedaban marcados por la ajustada camiseta caqui que resaltaba sus ojos del color del musgo. MacMillan alcanzaba el metro noventa y era algo más corpulento, como un jugador de rugby. Vestía una camiseta blanca con cuello de pico, unos tejanos desteñidos y unas gafas de sol de aviador que ocultaban sus ojos grisáceos y perspicaces.

—Hey, Mac, ¿tienes idea de para qué nos han llamado? —le preguntó Coleman mientras echaba un vistazo alrededor.

—Supongo que ahora nos enteraremos. —Señaló con la cabeza hacia el hombre que los aguardaba en medio del callejón.

El inspector Morales había nacido en Miami, aunque tenía ascendencia mejicana. Rondaba los sesenta años y llevaba cuarenta de servicio activo como policía. No era de los que le lamía el culo a los del FBI y no le gustaba que metieran las narices en sus cosas. Si había algo que no le parecía bien, lo decía de forma abierta y sin paños calientes, y siempre dejaba algo claro: en su territorio mandaba él.

Habían coincidido con el inspector en un caso bastante turbio que había involucrado a un asesino en serie. Le habían caído bien porque, según sus propias palabras, «no iban de pijos trajeados tocapelotas». Desde entonces, cuando tenía algo que podía interesar a la agencia, los llamaba.

—Oye, mi prima Alison nos ha citado el martes, quiere presentarnos a unas amigas que...

—No —lo interrumpió Mac con tono seco.

—¿Por qué no, tío? Seguro que nos divertimos.

A pesar de los años que llevaba en Miami, Coleman todavía conservaba el acento del Bronx. Había nacido en el famoso barrio neoyorquino, y hubiese acabado en la cárcel o en la cuneta de una calle cualquiera, atravesado por alguna bala, si no lo hubiese cogido un viejo policía retirado cuando estaba robando en un supermercado. Vio algo en él que le gustó y decidió ocuparse de su educación. Y lo había hecho bien. Coleman era uno de los mejores agentes del FBI y un compañero con el que se podía contar.

—Porque la última amiga que me presentó ni siquiera esperó a que saliéramos del ascensor para bajarme los pantalones.

Coleman sonrió, mostrando una ristra de dientes blancos.

—¿Y eso qué tiene de malo?

—Me gusta ir despacio —gruñó Mac.

—¿Otra vez el rollo ese de que a los escoceses os gusta cortejar a las chicas?

—Tina está aquí —le dijo, para desviar su atención de ese tema. No le gustaba que se burlaran de él por tratar de comportarse como un caballero. Su madre lo había educado así y a él le gustaba. Era de los que prefería tomarse las cosas con calma, llevar a la chica al cine o a un restaurante, salir a tomar una copa y hablar, hablar mucho, conocerse bien. Tenía treinta y un años y había pensado sentar la cabeza, formar una familia. Los revolcones rápidos se los dejaba a Coleman.

—¿Dónde está?

—Junto al contenedor verde.

Su amigo se volvió sin disimulo hacia esa dirección y dejó escapar un suspiro.

—No tengo ninguna posibilidad, ¿verdad?

Mac esbozó una sonrisa burlona.

—La verdad es que no.

—Podrías animarme un poco, ¿no? —repuso molesto.

—¿Cuántas veces le has pedido salir?

—Unas cinco o seis.

Mac lo palmeó en la espalda.

—Quizá a la décima te diga que sí.

—Muy gracioso, Mac —gruñó.

Contuvo una carcajada, puesto que a su amigo no le haría ninguna gracia. Tina trabajaba en la científica. Era una mujer impresionante, alta, casi un metro ochenta y cinco, y con el cuerpo de una modelo. Tenía los ojos almendrados, de un color marrón oscuro que casi parecía negro, y la piel dorada. Su inteligencia apabullaba a la mayoría de los hombres que se le acercaban, al igual que su carácter, más bien frío y distante.

—MacMillan, Coleman —los saludó el inspector Morales cuando llegaron a su lado.

Mac cabeceó, devolviéndole el saludo.

—Inspector, ¿qué hay? —Se colocó las gafas de sol en lo alto de la cabeza y extendió la mano para apresar la que el hombre le tendía—. ¿Cómo se encuentra María?

Su esposa era una mujer bajita y rechoncha que cocinaba de maravilla. Los había invitado algún domingo a comer y habían conocido a toda la familia Morales, y eso era mucho decir, puesto que el matrimonio tenía ocho hijos, todos casados y con descendencia.

—Está bien, como siempre, disfrutando de los nietos.

—Ya echo de menos sus tortitas —suspiró Bryan.

—Si no se controla, terminará por echar barriga, agente Coleman —comentó Tina, que acababa de acercarse a ellos.

Él bajó la mirada hasta su estómago plano, con la camiseta marcándole los abdominales, y luego la enfocó en ella. La mujer no se inmutó ante su ceño fruncido, ni tampoco sonrió, y él no supo si bromeaba o pensaba de verdad aquellas palabras. ¡Pero si entrenaba todos los días en el gimnasio! No le dio tiempo a replicar, enseguida ella se volvió hacia su compañero.

—Hola, Mac.

—Hola, Tina. —Ocultó una sonrisa al escuchar el bufido exasperado de Bryan. Sabía cuánto lo molestaba que la mujer lo tratara con tanta familiaridad, mientras que siempre se dirigía a él con la palabra «agente» delante de su apellido—. ¿Qué tenéis?

—Un varón, blanco, alrededor de cuarenta años. Herida de bala en el cráneo, una nueve milímetros, probablemente. Un disparo limpio. No hay contusiones ni otras heridas menores. Hora aproximada de la muerte, alrededor de la una de la madrugada, pero no lo mataron aquí. No hay rastros de sangre —le informó.

Mac miró al inspector.

—¿Por qué nos ha llamado?

Solía pensar en Miami como una ciudad salvaje, las fiestas se extendían hasta el amanecer en los numerosos locales que poblaban las calles e incluso en las playas. Las reyertas callejeras eran habituales, y la zona del Downtown, en la que se encontraban, tenía un índice de criminalidad un cien por ciento más alto que el resto de los vecindarios.

—Una corazonada —repuso Morales—. No llevaba encima ninguna identificación, pero por aquí no suelen venir muchos hombres trajeados.

Mac asintió. A pesar de que Brickell, el distrito financiero, se encontraba relativamente cerca, a unos veinte minutos a pie, quienes trabajaban allí no solían aventurarse a penetrar en el corazón del Downtown, a menos que quisieran salir desplumados, o algo peor.

El inspector le hizo una seña a Tina para que descubriese el cadáver.

—No es agradable —les dijo, antes de proceder.

Ninguno de los dos agentes comentó nada, pero comprendieron el porqué de su advertencia cuando lo hizo. Las ratas se habían dado un buen festín. Le habían roído los dedos de las manos y gran parte del rostro, dejándolo casi irreconocible. Por suerte, el exquisito traje azul de ejecutivo que vestía les impidió ver el resto del cuerpo.

—¡Hijos de...!

—Entonces, no me he equivocado —interrumpió Morales, con la mirada clavada en Mac—. ¿Sabes quién es?

Aunque resultaba casi imposible reconocer su cara, no había olvidado aquella horrorosa corbata que el hombre había llevado en su último encuentro —unas llamativas flores rojas entre unas hojas de palma blancas sobre un fondo negro—, ni el pin del equipo local, los Miami Dolphins: un casco de fútbol americano con el símbolo del delfín y el águila Tío Sam. Sin duda, de edición limitada.

—Se llamaba Steve Miller.

El inspector asintió con gesto grave.

—¿Algo más que deba saber?

—No tenía familia.

Él se había asegurado de ese dato antes de ofrecerle que colaborase con él. De todas formas, y aunque Miller sabía a lo que se arriesgaba, no merecía morir así. Hacía un par de días se había comunicado con él, y el hombre le había dicho, entusiasmado, que estaba cerca de conseguir lo que le había pedido, las pruebas de que la empresa Home Enterprise era una tapadera para blanquear dinero, vender información confidencial del Gobierno a otros países y traficar con armas y objetos de arte. Debía de haberse acercado demasiado y algo se había torcido.

Maldijo de nuevo para sus adentros. Los cabecillas de la organización criminal siempre parecían ir un paso por delante de él, y ellos no terminaban de encontrar la información que los relacionase con todo lo que habían descubierto. Sin evidencias claras, la agencia no podía actuar.

—¿Cómo quieres que procedamos?

—Como un caso normal, que no lo relacionen con nosotros.

Morales asintió. Comprendía la situación.

—Si descubrimos algo, os lo haré saber. —Tras estas palabras, se olvidó por completo de ellos y elevó la voz para reclamar la atención de su equipo mientras se dirigía hacia su coche—. Venga, aquí ya hemos terminado. Recoged todo el equipo y que alguien se lleve ese cadáver.

Todos se pusieron enseguida en movimiento.

—¡Tina! —llamó Coleman cuando esta se alejaba—. Esta noche...

—... cenaré temprano y luego me iré a dormir a mi cama. Sola.

Le dio la espalda y agitó la mano a modo de despedida.

—Bueno, y ahí va el séptimo rechazo —se lamentó Bryan, siguiendo a Mac, que ya había comenzado a caminar hacia su coche—. ¿Has dicho diez?

—Quizá sean quince. Yo que tú me daba por vencido —le sugirió. Aunque no lo decía en serio. Conocía bien a su amigo y sabía que, aunque este no lo reconociese, estaba bastante pillado por ella—. Además, como siempre dices, hay más peces en la pecera.

Coleman se encogió de hombros.

—Ya, bueno. Es una especie de desafío, de reto personal, ¿comprendes? Tengo una reputación que mantener.

—Tú mismo, pero luego no me vengas a llorar sobre el hombro —bromeó.

Su amigo le dirigió una mirada cargada de sensualidad, la misma que usaba para seducir a las mujeres, y repasó su cuerpo de arriba abajo. Mac esbozó una sonrisa torcida y se colocó de nuevo las gafas de sol.

—Lo siento, chico, pero no eres mi tipo —se burló—. A mí me van más las redondeces que los ángulos duros.

—Anda, entra en el coche antes de que te patee el culo y vámonos de una vez de aquí.

Cuando el Dodge Charger negro abandonó el callejón y enfiló por la gran avenida que conducía a Miami Beach, Coleman volvió a hablar:

—¿Vas a buscar a alguien que sustituya a Miller?

Mac sacudió la cabeza y apretó con fuerza el volante. Con la muerte de Steve habían perdido lo que habían invertido de tiempo de trabajo y, además, habían puesto sobre aviso a la organización. No podían enviar a otro pardillo.

—Tendremos que trabajar de otra manera.

Algo en el tono que usó llamó la atención de Bryan, que frunció el ceño.

—¿En qué estás pensando? —le preguntó, entre curioso y aprensivo.

—En convertirme en un honrado trabajador de la Home Enterprise.

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Capítulo 1

Una gota fría resbaló por el vaso de su café con hielo y cayó sobre su mano. A Alma le dieron ganas de lamerla, dado el calor que hacía, pero se obligó a seguir caminando con rapidez o no llegaría a tiempo al trabajo.

Las oficinas de la RCP Database, la empresa de soporte técnico informático para la que trabajaba, se situaban en la zona norte del barrio de Brickell. Durante la temporada de calor —la más larga en Miami—, le gustaba coger el autobús y luego caminar hasta el enorme rascacielos que se elevaba como un tronco en el inmenso bosque de edificios que flanqueaban la avenida Brickell. Solía bajarse en la parada que había frente al Hotel Four Seasons y acercarse hasta el restaurante español 100 Montaditos, donde desayunaba y luego se compraba un café frío para llevar.

Apuró lo que quedaba del café y tiró el vaso en la papelera. Se colocó bien el maletín y entró en el edificio. La golpeó el aire frío procedente del aire acondicionado y suspiró aliviada. Echaba mucho de menos su tierra.

Había nacido en España, en un pueblecito de Asturias llamado Lastres. Poco más de cuatro calles principales y un puñado de casas que se asomaban al mar Cantábrico. Cuestas empedradas, balcones de madera, tejados a dos aguas y un cielo casi perennemente gris. Paseos por la playa, el verdor que rodeaba el pueblo y la gente. Sobre todo, echaba de menos a su gente. Sus padres, su familia, sus amigos. Miami era una olla que emanaba vapor húmedo y un calor pegajoso; una multitud de personas la rodeaban, pero se sentía sola. No como en Lastres. Aún recordaba la preciosa fiesta de despedida que le habían organizado en el restaurante Casa Eutimio cuando había conseguido el trabajo en RCP Database, un año después de haberse graduado en Ingeniería informática en la Universidad de Oviedo.

—Buenos días, señorita Garrido —la saludó el recepcionista. Un hombre bajito y redondeado, con un aspecto bonachón que le recordaba a Papá Noel, y una sonrisa de dientes torcidos.

—Buenos días, Artie. Espero que haya disfrutado de su barbacoa el fin de semana.

—Oh, sí, señorita. Claro que lo hice. —Sacudió la cabeza de arriba abajo, como uno de esos muñecos pegados al salpicadero del coche—. Vinieron todos mis hijos con los nietos y disfrutamos de una buena carne asada y un partido de fútbol.

—Me alegro mucho por usted. Que tenga un buen día, Artie.

—Lo mismo digo, señorita.

Sus últimas palabras se perdieron tras la puerta metálica del ascensor y el zumbido que le siguió cuando comenzó la subida hasta la planta décima, donde se hallaba la oficina.

Nada más entrar en el amplio y moderno espacio alfombrado con una moqueta azul, la asaltó el ruido de decenas de dedos aporreando los teclados de los ordenadores. Una veintena de trabajadores se inclinaban sobre sus pantallas, concentrados en sus tareas.

RCP Database era una empresa que funcionaba bien y atendía a algunas de las compañías multinacionales más importantes del país, ofreciendo soporte técnico para todas sus filiales. Los directores habían ideado un sistema de trabajo por equipos. Separados en la misma oficina por cubículos, cada equipo se centraba en dos o tres compañías a lo sumo, y debían estar disponibles para ellos las veinticuatro horas del día.

Alma se dirigió hacia su cubículo, un espacio acristalado con tres escritorios, uno para cada miembro que componía su equipo.

—Buenos días, cariño —la saludó Nadine, su compañera y única amiga en aquella ciudad de rascacielos—. La Madrastra te ha citado en su oficina.

Aquellas palabras la detuvieron de golpe cuando estaba a punto de colocar el maletín sobre el escritorio, y casi provocaron que se le cayera al suelo, junto con su valioso contenido. Logró sujetarlo a tiempo y dejarlo en la seguridad de la amplia superficie gris de la mesa. Consultó su reloj y vio que había llegado dos minutos antes de su hora de entrada, así que no se trataba de eso.

—¿Sabes por qué?

Se volvió a mirarla y Nadine pudo notar la preocupación en sus ojos oscuros, del color del café tostado. Chasqueó la lengua con disgusto al darse cuenta de lo que había hecho.

—No te preocupes, cielo. Debería haberte dicho que, en realidad, nos ha citado a todos. ¿Verdad, Daniel?

Alma se giró hacia él, el tercer miembro del equipo, un irlandés pelirrojo, de rostro serio y unos preciosos ojos verdes tras unas gafas de montura plateada. Lo vio asentir con la cabeza.

—¿Y no tenéis ni idea de qué se trata? ¿Nos ha llamado solo a nosotros o también al resto de los equipos? ¿Creéis que van a recortar personal?

La asaltó la idea de que, quizá, alguna de las compañías a las que atendían se había quejado, aunque ella creía que su trato y la atención que les dispensaban eran inmejorables.

—No te tortures con eso, no merece la pena —comentó Nadine con un encogimiento de hombros—. Ya nos enteraremos cuando la Madrastra nos llame.

La «Madrastra» era la jefa del departamento. La habían apodado así por su trato despótico y tirano. Tras una ocasión en que les había echado una sonora bronca, Nadine y Alma habían ido a un bar, al salir de la oficina, y se habían tomado varias copas. Como resultado, se habían emborrachado un poco y habían comenzado a desvariar.

—Tú serás Blanca —le había dicho Nadine con la lengua pastosa—. No hay más que mirarte, sigues estando tan pálida como cuando llegaste a Miami hace un año. ¿Es que no vas nunca a la playa? Bueno, como sea. Además, tu pelo negro hace que tu piel destaque aún más.

—¿Y tú quién serás? —le había preguntado ella, dejando escapar una risa tonta, de esas que abundaban cuando uno estaba borracho—. ¿Alguno de los enanos?

Las dos habían estallado en carcajadas, puesto que Nadine era bastante alta; luego, cuando remitió la risa, habían continuado con la distribución de roles en aquel improvisado cuento.

—No, yo seré Nieves.

Alma la había mirado de arriba abajo y había cabeceado para mostrar su acuerdo.

—Tiene sentido.

Por supuesto que lo tenía. Nadine era una rubia escultural, con un cuerpo que podría haber paseado por cualquier pasarela de alta costura, y un rostro que rayaba la perfección. Tenía el cabello rubio platino natural y unos inmensos ojos azules con unas largas pestañas de un color dorado, los labios rojos, gruesos y sensuales. Era una de esas mujeres a la que los hombres seguían con la mirada y a la que invitaban enseguida a tomar una copa con el único propósito de llevársela a la cama. Todos los hombres de la oficina lo habían intentado, excepto Daniel, y a todos los había despedido con cajas destempladas, por lo que, en secreto, habían terminado apodándola la «Reina de hielo». Nadine lo sabía, por supuesto, pero no le importaba lo más mínimo.

—Claro que lo tiene, esa soy yo, la Reina de hielo. —Luego la había mirado con fijeza por encima de su vaso de whisky—. Pero tú sabes que no es verdad, ¿no?

Alma había asentido repetidamente, hasta que todo el local había comenzado a moverse con ella y había tenido que sujetarse la cabeza con las manos.

—Lo sé.

—El problema es que ellos creen que, por el hecho de ser rubia, soy tonta. —Había continuado tras apurar el licor de su vaso—. ¿Es que una mujer no puede practicar un sexo increíble y, al mismo tiempo, tener un cerebro que le funcione?

—Supongo —le había respondido a su amiga, encogiéndose de hombros. Ella poseía un cerebro que funcionaba a la perfección, aunque en aquel momento le pareciese que lo tenía relleno de algodón; pero, en cuanto a lo del sexo, su experiencia resultaba bastante limitada. Se había centrado en los estudios, en el cumplimiento de sus sueños, y había dejado el amor un poco aparte.

—Pues claro que sí, te lo digo yo. —El sonido producido al golpear la mesa de madera con el vaso había reverberado en sus cabezas, y ambas habían cerrado los ojos con un gemido—. Yo solo busco un hombre que no tenga miedo de mi inteligencia —había continuado Nadine en un lamento.

Alma la comprendía. Todo el mundo se fijaba primero en la belleza de su cuerpo, y eso era lo que buscaban, pero su coeficiente intelectual estaba muy por encima de la media, y cuando comenzaba a dar muestras de ello, o salían huyendo o le pedían que callara y hablase solo con su cuerpo.

Para apartar de la mente de su amiga aquellos pensamientos negativos, había preferido cambiar de tema.

—Vale, ya tenemos a la malvada Madrastra y a Blanca y Nieves, pero nos faltan los enanos.

—Esos también los tenemos, los tíos que trabajan para la Home Enterprise —había respondido Nadine, animándose de nuevo. Ella la había mirado, confundida, a través de la neblina de su borrachera—. El señor Sanderson es Mudito, a ese hombre hay que sacarle las respuestas con sacacorchos; el señor Porter será Feliz; al señor Moore le concederemos el papel de Tímido y a Donahue el de Mocoso, el pobre siempre anda resfriado...

—Dennis Blake, el enanito Dormilón, y el señor Hunter es perfecto para el papel de Gruñón —había añadido ella, contagiada por su entusiasmo—. El señor Payne desempeñará el de Sabio. Siempre cree saberlo todo sobre los problemas que tiene su ordenador, pero si lo supiera, no nos llamaría, ¿no?

—A lo mejor solo quiere escuchar tu voz, con ese acento español tan sexy.

Nadine le había guiñado un ojo con picardía. Atendían a los clientes por vía telefónica, así que nunca habían visto sus rostros, aunque las dos especulaban bastante sobre ello con base en

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