Bailar con un duque puede ser peligroso (Salón Selecto 1)

Nuria Rivera

Fragmento

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Prólogo

Londres 1841

La biblioteca estaba vacía y maldijo el retraso de la dama.

Irvin Altman dio un par de vueltas sin quitar el ojo de la puerta. No sabía quién aparecería. Su amigo, el vizconde Archer, solo le había dicho que debía recoger unos papeles que le entregaría una mujer.

No le gustaba cuando las cosas se precipitaban y podían descubrir su tapadera. Era un par del reino, el nombre del duque de Ravenclife era muy respetado en la sociedad. Por nada del mundo quería que se conocieran sus verdaderas intenciones, cuando aparecía por los salones más exquisitos de Londres. Era allí donde se tejían las intrigas más insospechadas, y su función era descubrirlas.

Pero, Willian Jason, lord Archer, quien debía ser el intermediario, había sido interceptado en el salón en el último momento y no podía escabullirse; con discreción, le pidió que se adelantara él y se verían allí.

Se sentó en el sillón orejero que miraba hacia la chimenea. Le otorgaría unos minutos y, si no aparecía, daría por frustrada la misión. Quizá controlaban al vizconde y eso justificaría el retraso. Miró su carísimo reloj de bolsillo y se dio cuenta de que faltaban unos minutos para la hora convenida. La mujer no se retrasaba, era él quien se había adelantado.

No era el lugar que más le gustaba para aquellas misiones. Hubiera preferido el Salón Selecto, más anónimo y cuyo salón principal y la sala en la que solían retirarse los hombres a fumar era un buen hervidero de conversaciones, a veces indiscretas, en las que afinar bien el oído. Por supuesto era el lugar de moda de la ciudad y cualquiera, aristócrata o burgués, que se considera alguien importante quería bailar en su salón y codearse con lo mejorcito de la sociedad londinense.

La casa de los Gardiner, sin embargo, era muy honorable y tenía la suerte de conocer a la mayoría de los presentes. Recordó que allí fue donde un año atrás había descubierto que su amante lo engañaba con otro. Nada menos que con un concertista de piano, el barón Farwell que, por su mala cabeza, había desperdiciado su talento, gastado su fortuna y acabado con sus huesos en la cárcel de Newgate. Allí había muerto hacía unas semanas. Los periódicos de toda la ciudad se habían hecho eco del suceso. Se preguntó qué sería de su amante; tras regalarle unas baratijas —una gargantilla de diamantes— y decirle que todo había acabado entre ellos dos, había desaparecido.

De pronto oyó que la puerta se abría con sigilo, no era todavía la hora y sonrió ufano al pensar que podría acabar con aquello más pronto de lo esperado, pero al mirar hacia la entrada vio a quien menos esperaba. Le pareció que quizá él la había convocado con el pensamiento.

—¿Arlene?

—Su excelencia, no esperaba encontrarlo aquí. —Su antigua amante, la honorable Arlene Doherty, lo escrutaba como si se hubieran visto el día anterior, aunque su tono le sonó teñido de sarcasmo—. No obstante, si lo pienso bien, no me extraña.

Frunció el ceño.

—¿A quién esperabas encontrar?

—A lord Archer, tengo un asunto pendiente con él.

Se acercó para saludarla, tomó su mano y la besó. La sostuvo durante un instante para observarla con deleite. Los recuerdos de su cuerpo desnudo junto al suyo no tardaron en aparecer en su memoria. Sin embargo, pensó que, en el tiempo que hacía que no la veía, había ¿envejecido? Su rostro, terso y suave, lucía una piel castigada por el sol. Así y todo, seguía siendo hermosa y se excitó al evocar cómo aquellas manos pequeñas lo habían ceñido con fuerza en su parte más íntima y, conocedora de las artes amatorias, había jugado con él hasta desesperarlo.

Nunca entendería a las mujeres. Él no era un hombre viejo, aunque hubiera traspasado la barrera de los treinta. Era rico, tenía muchas propiedades y la solía agasajar con caprichos caros, incluso había pagado sus gastos, pero ella lo había traicionado con un hombre tan solo unos años menor, con menor fortuna y menor título. Ni siquiera se cuestionó su hombría, sabía enloquecer a una mujer y no dudaba de su apostura. No era tonto, tampoco un engreído, sabía leer muy bien los rostros femeninos a su paso y solían mirarlo, las más descaradas, con el deseo bailando en las comisuras de sus labios.Pero que Arlene lo cambiara por el barón le afectó demasiado, hasta se había retirado a una de sus propiedades, en el campo. Por suerte, su tío lo había hecho llamar y le encomendó una misión que lo puso de nuevo a circular. Tenía que reconocer que aquellas misiones secretas para la Corona no era la primera vez que lo sacaban de un estado de abatimiento.

—¿Qué asunto es ese? —preguntó.

—No te importa.

Por su cabeza pasaron varias ideas y no quiso rechazar ninguna, así que indagó tratando de distraerla. Por alguna razón no se fiaba. Si ella era la dama que debía entregarle los documentos que esperaban, algo fallaba.

—¿Supongo que sabrás lo de tu amigo, el barón? —la provocó.

—Por supuesto. Era un pobre diablo que tomó malas decisiones, por ejemplo, apropiarse de la partitura de la pianista.

—Esa pianista, hoy es lady Conway.

Ella hizo un gesto con la mano como si le diera lo mismo quien fuera.

—Me prometió ser baronesa, pero solo me quería en su lecho por el placer de haberle robado algo al gran duque de Ravenclife —dijo encogiéndose de hombros—. Nunca sería duquesa, ¿por qué no baronesa? Además, hay hombres que hablan de muchas cosas en la cama, y eso siempre puede ser una ventaja.

—¿Eso era lo que pretendías al meterte en la mía? ¿Hacer averiguaciones?

—Me gustaban tus atenciones, pero nunca dijiste nada que no supiera. Tu hermana, tus propiedades, tus amigos… Hasta tu triste historia de cómo llegaste a ser duque, todo eso me aburría —se burló—. Sin embargo, creí que te gustaba, por eso no entendí la forma tan ruin con la que te deshiciste de mí.

—¿Ruin? Habías elegido a otro hombre antes que a mí. ¿Esperabas que me conformara? Fui generoso en nuestra despedida, te regalé una joya de diamantes; aún recuerdo lo que brillaban tus ojos al recibirla. Además, estabas avisada, no comparto a la mujer que meto en mi lecho, si te fuiste con él se acababa nuestro trato.

—Pero bien que se sirvió de mí tu amigo, me amenazó para que le diera unas cartas, unas cartas que hundieron a Farwell.

Tenía razón, Archer sabía hacer muy bien su trabajo y había conseguido de ella la prueba para poner contra las cuerdas al barón. En aquellas cartas él se pavoneaba de haber robado una partitura compuesta por la señorita Langston, lady Conway, tras casarse con el conde, y hacerla pasar por una obra suya.

—Tuve que marcharme de Londres después de aquello. Aquel odioso periodista me citó en su artículo —murmuró acercándose a él muy despacio—. Ninguno de los hombres poderosos que antes me miraba con ojos lascivos quiso meterse en mi cama, ¿quieres saber cómo sobreviví?

Él la miró de soslayo. Sus ropas eran de calidad. Portaba joyas y una apariencia que le decía que no le había ido tan mal. Lo que más lo intrigaba era cómo se había convertido en agente; quizá siempre lo había sido y nunca lo había descubierto. Pero eso solo decía que ella guar

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