Deja que el cielo caiga

Noelia Belén Liotti

Fragmento

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Capítulo 1

El Asesino

Por supuesto que jamás voy a olvidar la primera vez que lo vi; además, ese fue un día muy esperado para mí. Aquel viernes templado de marzo era mi primera clase de Patología… Cierto era que el año anterior había aprobado segundo año de medicina, y era mi entera intención continuar con la misma suerte. ¡Qué emoción! Mejor dicho, ¡qué nervios! Tenía muchas expectativas para ese nuevo año, puesto que desde niña había soñado con ser médica. Aquel día representaba el comienzo de un largo camino; pero nunca, jamás, ni en mis sueños ni en mis fantasías más disparatadas, me había imaginado que aquel día sería el amanecer de una historia increíble.

A decir verdad, invertí mis veintidós años en la lectura de cientos de libros de amor. Jane Austen, Charlotte Brontë, Alexandr Pushkin, Bécquer, Dickens… Ellos llenaron de magia e ilusión mi mundo y mi joven corazón, aunque mi realidad fuera muy distinta de aquellas hermosas historias… Pero fue aquel inolvidable viernes en que comencé a vivir mi historia, cuando me percaté de que el amor no solo existe en los libros.

El cielo había despuntado gris desde el alba, algo que me pareció de buen augurio. Debo admitir que no había tenido un buen comienzo de semana; mi espíritu estaba padeciendo la penosa ausencia de la fortaleza y la consecuente llegada de la cobardía. Como un niño de pocos años que se para en puntas de pie sobre una silla para espiar al mundo desde su ventana, sentía que observaba el fluir del tiempo desde mi paradigma, sin tener el vigor suficiente que se requiere para poder vivir como se debe: siempre de pie y armada de valentía, aunque la brisa se convierta en vendaval.

Temía que mis sueños jamás dejaran de ser utopías. Mas la vida me propuso un reto, y fue entonces cuando entendí que el mundo era mucho más perverso y siniestro de lo que yo me figuraba. O me armaba de valentía para enfrentarlo, o este me engulliría en su inagotable oscuridad.

Mi reloj acusaba que llegaría tarde. Corrí con mi vestido blanco para frenar al único ascensor que estaba a punto de cerrar sus puertas y que, a diferencia de los demás, no estaba en el piso 10. O lograba detenerlo o llegaría tarde. Agitada, llegué a tiempo a presionar el botón que detuvo el ascensor y sus puertas se abrieron solo para mí. Entré pronto y las puertas se cerraron al instante; únicamente el piso 13 estaba marcado, el mismo al que me dirigía. Fue entonces cuando mis midriáticos ojos chocaron con los suyos…

Debía rondar el metro noventa de estatura, lo que contrastaba con mi escaso metro sesenta. Lucía zapatos de vestir negros y un impecable traje al tono que denotaba con creces la pronunciada musculatura de su portador. Tenía blondos y lacios cabellos que casi alcanzaban sus hombros, los cuales, llevados hacia atrás, despejaban su frente. Y su rostro… ¿Cómo explicarlo? Facciones bien marcadas, barba de poco espesor y, lo más llamativo, sus ojos… Dos luceros azules como el lapislázuli que, delineados por las rubias pestañas, conformaban una mirada sin igual.

Su aspecto era tan espectacular que sentí por un momento que respiraba el mismo aire que Paul Walker. Pero no; Paul estaba en el cielo y yo sobre la tierra, vaya diferencia.

Y entonces, cuando estaba completamente desprevenida, el sujeto clavó sus ojos en los míos. La vergüenza me inundó de pies a cabeza y deseé con ardor que me tragaran los espejos del ascensor. De inmediato aparté la vista de él, ¡pero lo más electrizante fue que él continuaba mirándome! Qué minutos tan tortuosos aquellos, jamás me había parecido tan lento el ascensor.

¿Qué estaría observando? Seguro no era lo suficientemente perfecta para él. Sin duda sería un mujeriego total; típico, pues sabido es que belleza y poder atraen sirenas.

La situación alteró mis nervios, ¡y no sin razón! Mas hice un enorme esfuerzo por no dirigirle una severa mirada. Sin embargo, cuando al fin llegamos al piso de destino, le dediqué una mirada fugaz y pude percatarme del modo en que me miraba. Puedo afirmar que sentí escalofríos. Sus ojos azules parecían penetrar todo lo que veían y, más allá de ello, me dio la sensación de que me estaban analizando.

Su mirada exultaba valentía y arrogancia. Guardaba un profundo desprecio por lo ajeno a sí mismo que no podía ocultar, como si una oscura y perversa atmósfera lo apartara del mundo que lo rodeaba, al cual parecía completamente inmune. No podía estar errada, estaba segura de que aquel hombre era un sinfín de secretos.

Gané su delantera y me apresuré a salir del ascensor. Solo dos puertas había en aquel piso, esperando al final de un pequeño y oscuro corredor. En aquellos segundos, tuve la irritante sensación de que él seguía observándome. Al fin entró en la puerta de la izquierda y yo en la de la derecha. «Qué hombre tan extraño», pensé.

Mi profesora y jefa de cátedra, una bióloga muy instruida, no paraba de hablar; aunque, repentinamente, su discurso se truncó al oír que se abría la puerta trasera del aula. Y allí volvió a aparecer. Un silencio se expandió por el salón y todas las miradas se fijaron en él, quien, al parecer, hacía caso omiso de los allí presentes. Tenía un aire soberbio al caminar, con la vista en alto y bien erguido.

—¡Oh! —clamó la bióloga sorprendida—. Les presento a quien también va a ser su profesor en esta rotación: el doctor Gabriel Esteves. —El hombre hizo una reverencia ante los alumnos y la mujer continuó—: Trabaja junto con el doctor Klingspor en la investigación sobre la neuromielitis óptica de Devic. Aprovechen sus conocimientos, ¡es toda una eminencia!

«Resulta que este hombre es mi profesor y colega de mi tío», me dije. Mi tío, Tony Klingspor, era una reconocida personalidad en el campo internacional de la medicina. Se recibió en la Universidad de Buenos Aires y luego se especializó en Neurología. Gracias a su formidable inteligencia y ansias de saber, también estudió en Estados Unidos y Dinamarca. ¡Ambos países se disputaban por tenerlo en sus laboratorios! Finalmente, residió en Inglaterra, donde vivió cinco años. Allí conoció a la bioquímica que más tarde conquistaría su corazón: Cosette.

Embelesados por el más tierno amor, mi tío y ella se casaron en Londres y fueron a vivir a Mar del Plata, a una hermosa mansión frente al mar. Ambos se habían cansado de viajar por el mundo, investigando y yendo de congreso en congreso, por lo que todo lo que anhelaban era disfrutar de la calidez de una familia. Pero quiso el destino tergiversar los hermosos planes que ellos tenían para sus vidas.

Apenas llevaban tres años de casados cuando Cosette enfermó de neuromielitis.

La neuromielitis óptica de Devic es una enfermedad autoinmune e inflamatoria. Posee un efecto desmielinizante sobre el sistema nervioso central, en particular sobre las neuronas de la médula espinal y el nervio óptico. En otras palabras, el propio sistema inmune ataca al organismo. Es similar a la esclerosis múltiple, aunque posee diferencias inmunopatológicas, clínicas y de respuesta. Entre los síntomas más comunes, se encuentran la paresia en piernas y brazos, y la disminución o pérdida de la visión. En verdad se trata de una enfermedad cruel que causa terribles consecuencias para sus víctimas. Además, solo hace un par de años se pud

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