Te prometo, mi amor (Trilogía Quiéreme imperfecta 3)

Estefanía Segovia

Fragmento

te_prometo_mi_amor-3

Capítulo 1

Se despertó con un sobresalto, producto del ruido estruendoso de una puerta al cerrarse. Sentía los ojos pesados y sus párpados hinchados. Trató de abrirlos un poco y vislumbró una luz que la desconcertó. Las lágrimas, que habían aguardado pacientemente, fluyeron con libertad sobre su rostro. Otra vez se había quedado dormida llorando. ¿Acaso terminaría la tortura en algún momento? Su decisión acerca de un cambio de trabajo estaba aferrándose con fuerza y con más determinación que hacía unas semanas atrás. Se quedó en la cama, no por pereza sino por el simple hecho de conocer su cuerpo, que necesitaba siempre unos minutos antes de incorporarse. El cansancio la dominaba debido al poco consumo de alimentos. Algo que debería cambiar en el corto plazo.

Hacía un mes exacto que había vuelto a trabajar y, sin embargo, en esos días, había concretado varias entrevistas, todas para el mismo puesto en Calidad. No conocía realmente el motivo por el cual había decidido cambiar de empleador. Ya apenas se cruzaba con Kevin, quien utilizaba nuevamente los ascensores para no pasar por su lado. Aún se le cortaba la respiración de tan solo posar los ojos en él, con su ropa exquisitamente formal y a medida. Sus ojos, más verdes que turquesa, como si se hubiesen apagado levemente y llevaran un deje de orgullosa rebeldía, se movían inquietos cada vez que se cruzaban. Sus dedos le cosquilleaban solo con mirar esos cabellos rubios, recortados prolijamente y que le caían hacia las cejas. Su corazón latía desbocado cada vez que se aproximaba. Su cuerpo se debilitaba solo con estar en la misma sala que él. Por otro lado, Emilia, con un embarazo de veintiún semanas notables en su fina y esbelta figura, contaba con licencia y ya no asistía a la oficina. Había sido un alivio enterarse de ello, pese al pinchazo de vergüenza porque eso implicaba que el bebé que venía en camino podía estar en peligro.

Su nuevo jefe, Adrián Necastro, acudía a las reuniones y muchas de las tareas que Priscila había ejecutado de forma efectiva y apropiada hacía tan solo dos meses atrás en ese entonces las realizaba él. Romina, su exjefa del equipo de Calidad, había desatendido y delegado todas sus tareas a Priscila, uno de los motivos por los cuales la habían desafectado de KMR, la empresa para la cual trabajaba. El otro motivo, decisivo para el gerente de Sistemas, fue el hecho de que Romina trabajaba para otras empresas en horario laboral. De eso ya había pasado… apenas dos meses. Dos meses desde que su mundo se derrumbó. Una maldita e ínfima porción de tiempo desde que se desvaneció por los aires todo aquello en lo que creía real.

Con un quejido se levantó de la cama y entró al baño a ducharse. Ni siquiera constató la hora. Debía ser algún momento de la mañana del sábado, se dijo. Luego de refrescarse, entró a la cocina y calentó el agua para tomar mate mientras miraba con atención hacia la mesa. El desayunador, que dividía la cocina del comedor, era pequeño y cómodo para la amplitud que ella requería. El living también formaba parte del comedor, pero le otorgaba poco lugar para dar un aire de ambiente espacioso y que su mente precisaba. Sin embargo, su inquietud provenía por la molesta sensación de que su celular y su notebook de trabajo no los había dejado sobre la mesa, sino que nunca los había sacado de su bolso.

¿Podía asegurarlo?

Claro que no.

¿Percibía una amenaza ante aquella sensación?

Por supuesto que sí.

Había aprendido por las malas que el instinto era el mejor aliado ante predadores y que confiara en pequeñas señales de alarma. Eso podría ser la diferencia entre la vida y la muerte. Por lo menos para ella.

Agarró el celular y la notebook y los dejó sobre la mesada del desayunador para tomar mate mientras revisaba los navegadores. Lo primero que observó fue su correo personal abierto y se quedó mirando la pantalla sin saber bien cómo proseguir. Hizo un esfuerzo casi excesivo por recordar qué había estado haciendo el día anterior para descartar que hubiera sido ella la que había dejado toda esa información desplegada a simple vista.

Nada.

Después del accidente, le costaba recordar fragmentos del día anterior. Le habían dicho que sería momentáneo, algo normal luego de los golpes que había sufrido. Por las dudas, cambiaría la cerradura, se dijo. El miedo ya no formaba parte de ella, solo sintió una simple curiosidad acerca del motivo que alguien tendría para espiarla. No tenía nada. No era nadie. No poseía familia. ¿Qué otros motivos habría?

Suspiró.

¿Serían secuelas las que provocaban esos escalofríos de que su casa había sido inspeccionada?

Debería tomar el sabio consejo de Isabella de asistir a la psicóloga, por más que le pesara. A lo mejor la ayudaba, como bien decía su amiga. O a lo mejor la destruiría, como bien decía su consciencia.

***

—¿Qué quieres, Emilia?

—Kev, ven a casa. Creo que me estoy descomponiendo.

—Díselo a Delfina, para eso le pago.

—Necesito que estés aquí.

—Ahora no puedo. Es viernes, ¿recuerdas? Envíame un mensaje luego.

—Pero… ¿Y si le pasa algo al bebé?

—Lo hubieras pensado antes.

Le cortó el llamado con el mal humor acrecentado. Ella siempre lograba sacarlo de sus casillas. Maldecía tener que estar atado a esa mujer por culpa de un descuido. Por supuesto que el bebé no tenía la culpa, solo que le apetecía estar a miles de kilómetros lejos de Emilia. No la soportaba. Le crispaba todos los pelos de los brazos cada vez que ella lo llamaba. Su enojo era visible hasta en las venas de su sien. Él también tenía la culpa de su desgracia. Solo que su mente le otorgaba toda la falta a ella y a él le costaba olvidar.

Ese embarazo no había sido planeado y se había metido en su vida como un disparo engorroso y cruel. No sabía si era el padre, lo más probable era que sí según las palabras de Emilia que ya recitaba de memoria su alegato. No le importaba. Se haría la prueba de paternidad apenas el bebé naciera, así tuviera que raptarlo para meterlo en el laboratorio. Tenía que cerciorarse.

Pidió otro vaso del whisky escocés, Johnnie Walker. No notaba las diferencias entre cada etiqueta ya, aunque seguramente tampoco notara el sabor de la comida a esa altura. Sus amigos charlaban con animosidad alrededor de la mesa del boliche. Él se había propuesto desmayarse hasta que su mente se perdiera… de nuevo.

—¿Kevin?

Una voz femenina, más bien un grito por el ruido de música mezclado con las voces que se querían hacer oír por encima, lo hizo distraer cuando estaba por tomar un trago de la nueva bebida que le habían traído y provocó que se le cayera un poco en la camisa. No le importó. Tenía los ojos posados en esa belleza morocha que le sonreía divertida.

—Sí, soy yo.

—¿No te acuerdas de mí?

La mujer de unos treinta y pocos años se acercó más a él.

—Lo siento, tu rostro me resulta muy familiar… Creo que es la oscuridad del lugar que no me deja reconocer…

—Soy Luna. —Al ver que Kevin seguía sin recordar, continuó con su presentación—. Soy amiga de Isabella.

Una alerta se encendió en su cuerpo y lo descartó por completo. Claro, en ese momento sí la recordó.

—¿Cómo estás

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