Hasta cuando volvamos a encontrarnos (La rendición de un libertino 3)

Laura Mercé

Fragmento

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Prólogo

La guerra contra Francia continuaba implacable. En los primeros días de ese caluroso mes de agosto de 1808, los franceses seguían replegándose tras la línea del Ebro, a la vez que Duhesme se hallaba junto a su tropa encerrado en Barcelona.

El asalto francés al sur español había fracasado estrepitosamente y los ejércitos imperiales —y hasta el mismo rey «intruso» José I— corrían hacia el norte, dejando a su paso una gran desolación. Se sabía que Napoleón Bonaparte, al enterarse del «vergonzoso» desastre de Bailén, además de la humillación de sus huestes y del ultraje al honor de las armas imperiales, había montado en cólera: ¿Cómo era posible que el poderío de Le Grande Armée cayera vencido por vulgares e insurrectos bandoleros? No lo podía creer.

El éxito de las tropas españolas del sur había causado una gran conmoción en el mundo entero. Y no era para menos: esa victoria, tan extraordinaria, significaba la primera derrota de un ejército gigante y poderoso —con más de veintidós mil soldados abatidos—, por parte de otro de menor valía, compuesto de hombres que, aunque valientes, y temerarios en su mayoría, ignoraban las normas de la guerra. De ese modo, España volvía a aparecer ante el mundo con sus heroicos atributos, al igual que en los lejanos tiempos ya olvidados.

Tras la batalla de Bailen, había estallado un levantamiento antifrancés y, pese a que Napoleón logró enviar al mariscal Moncey a la península con nueve mil trescientos soldados más, los milicianos consiguieron repeler los asaltos franceses hasta lograr que estos la abandonaran con más de doscientas bajas. La aún sitiada ciudad de Zaragoza, defendida por unos ocho mil doscientos hombres liderados por el general Palafox, después de varios sangrientos asaltos, lograron expulsar a los generales imperiales Lefebvre y Desnoëttes. Y, junto a esa victoria, el asedio a la ciudad de Girona también llegó a su fin. Los defensores catalanes, con la ayuda de una columna de socorro, consiguieron realizar un descomunal ataque que obligó al general Duhesme a levantar el sitio. En esos mismos días, el general inglés Sir Arthur Wellesley, al mando de quince mil soldados británicos, desembarcó en Portugal.

No obstante esas alentadoras novedades —que elevaban el ánimo de los españoles—, de pronto comenzaron a llegar otras noticias... la mayoría, muy inquietantes. El 9 de agosto, el rey José I —tras su retirada desde Madrid—, había logrado entrar en Burgos. A finales de octubre, el mariscal francés Lefebvre derrotó al general Blake —jefe de la tropa nacional del norte—, que defendía la frontera española. Y, como si eso fuera poco, Napoleón Bonaparte, deseoso de tomar venganza por los reveses sufridos en tierras andaluzas, había formado un nuevo y formidable ejército. Ante esos graves reveses sufridos en la Península Ibérica, estaba a punto de iniciarse lo que el mundo entero esperaba, y a la vez temía: el encuentro terrestre decisivo entre las dos potencias enemigas: Francia e Inglaterra... y España en medio de ambas.

Y, junto a eso, la pavorosa confusión nacional.

En noviembre, ante la llegada a la Península del emperador francés —con más de doscientos cincuenta mil soldados (la mayoría, veteranos de Le Grande Armée)—, la situación se torno aun peor. Este formidable ejército arrasó con las huestes británicas, que operaban en Portugal al mando del general inglés John Moore, y también con la resistencia española. El treinta de ese mismo mes, en la batalla de Somosierra, los imperiales derrotaron al general San Juan. Tras esa victoria, en diciembre, ya libre de obstáculos, Napoleón Bonaparte —después de asumir en persona el mando de su tropa—, se dirigió de nuevo a la vulnerable capital española. Luego de un día y medio de intensos bombardeos, sus desprevenidos defensores acabaron por rendirse. De ese modo, el emperador de Francia, victorioso, entró en Madrid por capitulación. Seguido a eso, se instaló —con todo su ejército—, en la quinta El Olivar de Chamartin, perteneciente a los Duques del Infantado. Y, sin pérdida de tiempo, volvió a sentar de nuevo a su hermano José en el trono español. Al mismo tiempo que Napoleón ocupaba el centro de España, el general Saint-Cyr penetró en Gerona y se apoderó de Rosas, para luego marchar hacia Barcelona que, luego de socorrer a Duhesme — que aún se encontraba bloqueado en dicha ciudad—, tomó por asalto. Pese a las tantas derrotas y a la ocupación de casi toda España por parte de las fuerzas francesas, sus ciudadanos no se dieron por vencidos. De manera unánime, en todas las ciudades, pueblos y aldeas, comenzaron a salir numerosas bandas de hombres —sin distinción de clases—, armados hasta los dientes, dispuestos a plantar cara a los invasores, hasta más allá de sus posibilidades, con astutos, e insólitos ataques por sorpresa, además de sonados sabotajes y brillantes escaramuzas en una guerra de guerrillas, que de manera súbita comenzó a expandirse por toda la Península. En muy poco tiempo, este peculiar «ejército de bandoleros» —como los llamaba Napoleón—, consiguieron importantes logros.

Mientras tanto, en Cádiz, tras la batalla de Bailen, se preparaban para un seguro ataque de los galos, que bien podía ser por tierra o por mar. Miles de gaditanos —transformados en vecinos-soldados—, se incorporaron a la defensa de la ciudad. Aunque la antigua Gádir — bautizada así por los fenicios—, era una ciudad bien amurallada para defenderse ante los ataques por mar; en tierra firme carecía de fortificaciones y artillería necesarias con que hacer frente a una invasión completa. Así, se comenzó a reforzar el castillo-fuerte de Sancti Petri y el puente de Zuazo, además de construir nuevas murallas, principalmente en la Cortadura, donde trabajaron de sol a sol todos los gaditanos, sin importar su edad ni su clase social.

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