Perdóname... me enamoré

Viktoria Yocarri

Fragmento

perdoname_me_enamore-2

1

Recuerdos…

El presidente está perdiendo el control del país. Su estela de corrupción, sus promesas rotas, sus equivocaciones económicas, su falta de tamaños para tomar decisiones correctas están llevando al país al colapso.

La compra de votos que hizo para convertirse en presidente lo hizo cómplice, compadre y socio de los gobernadores del partido que endeudaron sus estados para financiarlo. Ahora el excremento flota, el presidente no tiene la calidad moral para llevarlos a cuentas.

El país está transitando un sendero muy conflictivo y peligroso. Maestros, candidatos populistas, devaluaciones, delincuentes de cuello blanco, narcos y gobernadores corruptos están torpedeando nuestra endeble democracia.

Tenemos un coctel sumamente tóxico…

De improviso el cursor de la computadora se quedó parpadeando. Julieta Romero dejó de escribir. Mientras tomaba un respiro se volvió hacia la ventana, donde el sol apenas brillaba y sus tenues rayos intentaban traspasar la masa tumefacta de gases tóxicos suspendidos en el aire de la capital. Su mente, ajena por completo al bullicio de las discusiones políticas, saboreó los recuerdos, bordando afectos, recreando las mejores nostalgias. Tal vez fue en ese momento que los episodios del pasado comenzaron a crear el pánico de haberlos vivido y Julieta sintió la necesidad de ahuyentarlos con un cigarro, pero no logró otra cosa que caldearlos aún más.

La casona de sus padres, imponente, majestuosa. Un edificio de abolengo en una colonia de alcurnia con calles empedradas. La sala es una enorme estancia rectangular, separada del comedor por un largo pasillo. Los sillones rodean una enorme y sólida mesa de centro cuadrada, donde se exhiben piezas de plata y marfil. La tapicería combina con el piso travertino. Tres enormes ventanas, abiertas hacia el jardín frontal, iluminan la estancia. A pesar de la antigüedad de la casa, la cocina es moderna: granito, hornos eléctricos, refrigeradores y, en el centro, una mesa de madera de roble, donde se sienta el servicio para consumir sus alimentos. La disposición de las recámaras no puede ser más tradicional. Las cuatro habitaciones convergen en un pasillo cuya largura enfatiza un tapete. El piso de madera cruje en la habitación principal, la de sus padres, Joaquín y Elena. El espacio es amplio y suntuoso, pero acogedor. En la habitación contigua, el cuarto de Julieta, con muebles hechos de caoba maciza. El olor a menta y canela se cuela por todas partes, algunas buganvilias purpúreas se asoman por la ventana que da al jardín.

En ese cuadro, Julieta de niña, hija mimada del doctor Romero, ídolo de Genaro, el hijo del jardinero que la cela y vigila; envidia de su prima Susana, que pasa todos los veranos con ella.

¡Qué lindo despertar el del día que estaba a punto de cumplir ocho años! Susana y ella empezaban su jornada de juegos en el jardín.

Susana era hija de la tía Raquel y tenía un año más que ella. Le gustaban ingenuas diversiones —entretenerse con las cocinitas y con otros pasatiempos de niñas— y a Julieta le divertía todo lo que ella desaprobaba. La tía Raquel era hermana de su madre y, aunque se parecían, Julieta decidió que al nacer debían haberla cambiado, pues su tía le parecía la mujer más fría y distante que hubiera conocido en su vida. Tenía los modales de un internado de señoritas; si se suscitaba alguna cuestión de moral, ella la defendía; especializada en la desaprobación de lo que fuera.

Susana y Julieta oyeron algo cerca de la valla de setos. Curiosas, fueron hasta allí para ver de qué se trataba. Vieron a un sujeto que las miraba. Sentado en el suelo no era mucho más alto que los setos. Lo miraron fijamente hasta que habló:

—Hola

—Hola, tú —contestó Susana.

—Tu padre es el señor Luis, ¿verdad? —preguntó Julieta.

Susana hizo una mueca despectiva.

—¿El jardinero?

El niño asintió con la cabeza. Era un chico muy curioso. Llevaba unos vaqueros azules, tenía el pelo negro como la noche y pegado a la cabeza, la piel de un color tostado y movía nerviosamente las manos.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó Julieta.

—Genaro.

—¡Qué feo nombre! —replicó Susana.

Genaro se sonrojó y Julieta le dijo a Susana que se callase, signo seguro de que, después de estudiarle, lo encontró agradable. Luego, se sonrió y dijo:

—Ven a jugar con nosotras, Genaro. Nos encantará tu compañía.

Al niño se le iluminó el rostro, pero se le ensombreció al instante cuando Susana se limitó a preguntarle si se había vuelto loca.

—Mi prima está mal de la cabeza —añadió Julieta—, pero ya no se peleará contigo.

Susana se mostró irritada, pero desistió.

—A veces eres insoportable, Julieta —dijo—. De todos modos, no puedo hacer nada para remediarlo.

Desde entonces los veranos de Julieta y Genaro transcurrieron en medio de una diversión constante. Genaro tenía una risa repentina y feliz. Era una especie de Merlín de bolsillo, cuya cabeza estaba llena de proyectos excéntricos, extrañas ambiciones y fantasías raras. Aventajaba a Julieta en tres años, pero ella se sentía un gigante a su lado, sus ojos se iluminaban y sin él se percibía tan desdichada. Verano tras verano, a despecho de todas las advertencias y explicaciones, ansiaba reunirse con él. Se atraían como la luna atrae el agua.

Fue la residencia Romero un cómplice discreto, con sus escondrijos y recodos inmejorables para despertar a las primeras inquietudes de la pubertad, a un deseo quemante y que apenas se murmura, donde, prófugos de la realidad, Julieta Romero y Genaro Castillo soñaban en voz alta un mismo sueño.

Un brusco movimiento sobre su hombro hizo que Julieta se desperezara e interrumpiera su largo peregrinar a través de su juventud.

—¿Creí que habías dejado de fumar?

Las palabras de Paco sonaron como un eco a sus espaldas. Julieta nada respondió, apagó el cigarro y, como recurso del mal perdedor, le hizo el saludo del dedo impúdico.

Él la observó sin simpatía, estuvo a punto de soltarle un discurso improvisado, pero en un instante de lucidez comprendió que Julieta estaba tan lejos de él como un cometa.

—¿Qué hay de nuevo? —le preguntó.

—Intento escribir mi columna semanal —dijo sin volverse.

Paco se acercó al monitor y comenzó a leer.

—Quiero un presidente —dijo al cabo.

—¿Perdón?

—Me refiero a que deberías titularlo «Quiero un presidente».

Pensó que se estaba burlando de ella. Entonces se giró para que sus ojos se cruzaran con los ojos castaños de él y vio que no se reían; que su expresión era realmente seria.

—Ya sabes —explicó él—, todos queremos saber por qué el presidente puede ser un payaso o un corrupto o un incompetente. Siempre un capataz y nunca un peón.

Un destello fugaz avivó el brillo de los ojos azules de Julieta. Quienes la conocían advertían en aquel brillo un semillero de ideales, puliendo las asperezas de las penurias pasadas. Su compañero, Paco Alcántara, podía interpretar los pequeños signos y sospechaba que nada había olvidado de antiguos pesares. Julieta jamás hablaba de los muertos que enterró. Simplemente no deseaba cargar con el asesinato de sus padres, por eso no los mencionaba, y l

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos