Dos copas y una noche (Dos más dos 1)

Ana Álvarez

Fragmento

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Prólogo

La dama desconocida

Desde la barra del bar del hotel donde estaba tomando una copa, después de un duro día de trabajo, de bregar con una modelo insufrible y muchas horas de hacer fotos poco aprovechables, Cristian la vio entrar. Avanzó con paso inseguro entre las mesas, lanzando miradas a su alrededor como si buscara a alguien, alguien que no encontró. Por un instante sus miradas se enredaron y se quedaron prendidas una en la otra. Después, la de él recorrió con lentitud el cuerpo de la mujer, se detuvo perezosa en el vestido negro y ligeramente escotado, la melena castaña y brillante que le caía sobre la espalda, la figura delgada y bonita, aunque no espectacular, pero sobre todo le atrajo el aire de estar fuera de lugar con el que ella había entrado en el local.

Caminó vacilante sobre los altos zapatos de tacón hasta el otro extremo de la barra y se sentó en un taburete. Pidió un gin-tonic y se dedicó a beberlo a pequeños sorbos, bien para saborearlo mejor o quizá para alargar el momento que tardaría en terminarlo, y dar tiempo a que llegase esa persona a la que había ido a buscar.

Cristian se dedicó a inventar hipótesis sobre quién era y qué hacía allí, tan fuera de lugar. A quién esperaría... ¿Una amiga? ¿Un hombre? Rondaría los treinta y no tenía aspecto de sofisticada, aunque sí elegante. De repente se encontró con que no podía apartar la mirada de ella, de cada uno de sus gestos, de la forma en que tragaba su bebida despacio, hasta consumirla casi en su totalidad.

Cuando ya apenas le quedaban un par de sorbos en el vaso comprendió que, con toda probabilidad, ella se marcharía al terminarla, y esa idea se le antojó insoportable. De modo que le hizo una seña al camarero para que le sirviera otra en su nombre. Ella aceptó la copa y, mirando hacia él, inclinó la cabeza en un leve gesto de agradecimiento, ocasión que Cristian aprovechó para acercársele, con su propio vaso en la mano.

—Buenas noches —saludó.

—Gracias por la copa.

—De nada. Es un placer verte beber.

Lorena levantó la mirada y se encontró con la de él, chispeante y divertida.

—¿Un placer verme beber? —Enarcó una ceja—. Lo hago como todo el mundo.

—No, en absoluto. Lo haces de forma muy metódica. Dime... ¿Eres metódica?

Ella se encogió de hombros.

—Eso dicen.

—¿Quién lo dice?

—La gente que me rodea. —Paladeó otro sorbo, despacio.

—¿Y esa gente es...?

—La gente que me rodea —repitió decidida a no decir nada en absoluto sobre sí misma. Esa noche no era ella, no quería serlo.

—¿Esperas a alguien?

—No.

—Al entrar me pareció que mirabas a tu alrededor buscando a alguien.

—Más bien miraba con la esperanza de no encontrar a nadie conocido.

—¿De incógnito?

—Algo así.

—No eres muy habladora.

—Hoy no.

—¿Y qué tiene hoy de especial?

—Que estoy aquí.

—¿Y dónde sueles estar?

—En otro sitio.

—Y supongo que también es algo inusual que hayas aceptado mi copa. —Trató de ahondar en su mirada, pero ella desvió los ojos.

—Sí, lo es.

—¿Puedo preguntar por qué lo has hecho?

—Porque no has dejado de mirarme desde que he entrado. Y porque me apetecía.

—¿Qué te apetecía? ¿Tomar otra copa?

—Puedo pagarme otra copa. Me apetecía que te acercaras.

—¿Sabías que iba a hacerlo?

—Claro... los hombres sois muy predecibles.

—¿Eres una experta en ligar en bares?

—No, pero soy lo bastante adulta para haber conocido a unos cuantos y sé cómo os comportáis.

—Ya. Pues, para tu información, yo tampoco soy experto en ligar en bares.

—¿Y qué es lo que estamos haciendo, entonces?

—No lo sé; dímelo tú.

—Yo solo estoy tomando una copa.

—Yo también. Pero ambos lo hacíamos solos y ahora bebemos en compañía. Ahí está la diferencia.

—Claro.

—¿Cómo te llamas?

—Puedes llamarme María.

—Pero no es tu nombre.

Lorena se encogió de hombros. Le estaba gustando el coqueteo con este hombre tan atractivo. Alto, muy alto, con el pelo rubio oscuro ondulado y unos penetrantes ojos verdes que la habían desnudado al entrar sin ningún disimulo. Nunca lo había hecho antes, era la primera vez que se dejaba abordar en la barra de un bar, y probablemente nunca lo volvería a hacer, pero esa noche iba a disfrutarlo.

—En ese caso, tú puedes llamarme Juan.

—De acuerdo —dijo alzando su vaso antes de darle un metódico sorbo—. Por Juan y María.

—Y por beber en compañía.

—Te ha salido un pareado.

—¿Profesora de literatura?

Ella alzó el vaso para proponer un nuevo brindis.

—Por una noche sin preguntas. Estoy aquí, tomando una copa contigo. Solo importa este momento... Juan. Solo soy una mujer que bebe gin-tonics.

—De acuerdo.

—¿Y si nos trasladamos a una mesa? Estaremos más tranquilos. ¿O tienes prisa?

—Ninguna prisa.

Se levantaron de los taburetes y se sentaron en una mesa algo apartada, en un rincón. La penumbra los rodeaba, ya no se distinguían los ojos, los rostros de ambos permanecían en sombra, y Lorena se dijo que hablar con un desconocido resultaba mucho más fácil así, si no se sentía expuesta a la mirada penetrante bajo la luz intensa de la barra.

A la segunda copa siguió una tercera. Lorena empezaba a sentirse contenta, cómoda con aquel extraño que había irrumpido en su noche haciéndola sentir ligera y chispeante. No sabía si era efecto del alcohol o del hombre que la acompañaba, pero no quería que la noche terminara. En algún momento, mientras conversaban de temas intrascendentes, se preguntó qué pensaría Mónica si la viera. Seguro que no se lo creería. Tampoco ella se lo creía, pero lo cierto era que allí estaba, coqueteando con un desconocido, y empezando a desear algo más que tomar unas copas con él.

Por eso, cuando terminaron el cuarto gin-tonic, de forma natural él le preguntó:

—Tengo una habitación arriba. ¿Quieres subir?

Ella asintió y lo siguió en silencio, con el estómago lleno de mariposas, de al menos dos metros cada una, y una excitación sexual que no había experimentado en sus veintiocho años de vida.

Juan tenía una habitación de las caras, la suya era más modesta. Una enorme cama de matrimonio presidía el dormitorio, cubierta por una colcha oscura. Flores frescas y una cesta de frutas sobre una mesa.

Se volvió hacia él, y en ese momento el resto del mundo desapareció. Desde el mismo instante en que la besó dejó de ser ella misma. Se perdió en los brazos de aquel desconocido, hizo cosas que nunca había hecho, ni siquiera sospechado que le gustaría hacer. Entregó su cuerpo y su alma al diablo y disfrutó de un placer desconocido hasta entonces. Y al rayar el alba, mientras él dormía plácidamente, agotado y satisfecho, se levantó con sigilo, se vistió y, después de inclinarse sobre él para depositar un último beso sobre sus labios entreabiertos, apenas un ligero roce para evitar que despertara, se perdió en la noche, camino a la habitación q

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