Segunda piel

Nadia Noor

Fragmento

segunda_piel-2

Capítulo 1

Niza, enero de 2008

El profesor Francis Lacroix dejó las gafas de pasta sobre la mesa de trabajo y empujó furioso unos folios desordenados. Se sentía frustrado, puesto que el polímero idóneo que tanto necesitaba para el producto que deseaba crear se le resistía. Por el momento, la ansiada fórmula tendría que esperar. Francis lanzó una mirada furtiva al reloj situado encima de una estantería estrecha. A su lado, varios tomos de manuales técnicos, apilados de cualquier manera, amenazaban con caerse en cadena con efecto dómino. Se levantó con gesto cansado y dejó la bata de laboratorio sobre el respaldo de la silla. Mientras caminaba hacia la salida, con paso apresurado, el profesor observó que los pasillos del Laboratorio Francés de Biología Molecular (FMBL) estaban desiertos. Saludó al guardia de seguridad y abandonó la sede.

Mientras recorría las céntricas calles de Niza, comenzó a visualizar una larga cadena de polímeros que podrían servirle. Avivó el paso entusiasmado y sonrió satisfecho cuando llegó a su domicilio, situado en el exclusivo barrio Mont Boron. La clave a su encrucijada estaba en siloxane. ¿Cómo no lo había visto antes?

Entró en su casa rebosando optimismo y enfrentó con valentía la mirada cargada de reproches de su mujer, Adela. Se acercó a ella y le dio un fugaz beso en la mejilla.

―Francis, ¿sabes qué hora es? ―preguntó ella, con un leve toque de amargura en la voz―. Esta semana no has cenado ningún día con nosotros. ¡Vives solo para tus fastidiosas moléculas!

―¡Siloxane! ―fue su corta y única respuesta―. Esta es la clave que buscaba. Todos los polímeros deben contener una estructura química llamada siloxane. ¿A que es increíble?

Distraído, dejó a su mujer de lado y se dirigió pletórico hacia su despacho. Encendió la lámpara de mesa, se acomodó ante su escritorio y comenzó a dibujar en un cuaderno una larga cadena de fórmulas químicas.

Media hora más tarde, Francis se acordó de la cena y acudió al comedor. Como era de esperar, su familia ya se había retirado y la estancia lo recibió silenciosa. Se sentó ante la mesa y comenzó a cenar. El solomillo acompañado con judías verdes estaba frío, pero, aun así, delicioso. Adela se coló entre sus pensamientos y un amargo sentimiento de culpa le atravesó el alma. De pronto, el hombre perdió el apetito. Sabía que no le prestaba la atención que ella merecía; sin embargo, por el momento, no podía mejorar la situación. Para el profesor Lacroix, no había nada más importante que sus investigaciones. Después de veintidós años casados, seguía preguntándose por qué Adela le había escogido a él. Ella, una mujer fina y elegante, que provenía de una de las cunas más distinguidas del Condado de Niza, había elegido como marido a un científico que trabajaba para el FMBL. Francis, aparte de un sueldo aceptable y un poco de prestigio, no aportaba nada a su familia. Además, vivía en su mundo particular rodeado de moléculas e investigaciones.

El hilo de sus pensamientos fue interrumpido por unos pasos que se acercaban. Al levantar la vista, se encontró de frente con su único hijo, Martin. Era un joven tímido e introvertido y, pese a esforzarse, su padre no pudo acordarse de si había cumplido, recientemente, veinte o veintiún años.

―Mamá te estuvo esperando… ―le recriminó su hijo, dolido―. Cada vez que mademoiselle Biton nos llamaba para cenar, inventaba alguna excusa.

―Lo siento, no me di cuenta de que fuese tan tarde. ―La voz de Francis sonó vacía.

―Ya… ―Martin suspiró y se sentó resignado en una silla―. Desde que tengo edad para recordar las cosas, siempre te he oído decir lo mismo. ¡Mamá no se merece que la trates así! Está triste y desanimada, le duele tu indiferencia. ¿Es qué no lo ves?

Francis dejó el tenedor y el cuchillo cruzados sobre el borde del plato. Definitivamente, había perdido las ganas de cenar. Soltó un suspiro al tiempo que un sabor amargo le atravesó la garganta.

―¿Sabes? Esta tarde he conseguido encontrar la clave que buscaba. Todos los polímeros deben contener una estructura química llamada siloxane. A partir de ahí, conseguiré el adecuado y crearé «la segunda piel». Después de esto, me llevaré a tu madre de vacaciones. Y llegaré a tiempo para cenar, todos los días. Te lo prometo.

―Tu último proyecto duró cuatro años, papá. ¿No ves qué mamá se está apagando? Día tras día, espera que la vida le dé algo más que soledad.

A la mañana siguiente, Francis decidió contentar la voz de su conciencia. Apagó el móvil y se llevó a Adela para dar un paseo por la playa. La palabra siloxane gritaba con fuerza en el interior de su cabeza, pero logró dominar el impulso de ir al laboratorio para seguir trabajando. Se puso unos pantalones ligeros de lino y una sudadera de algodón que, junto al sombrero de fieltro, le aportaron frescura a su rostro envejecido antes de tiempo. Adela rebosaba felicidad y una sonrisa cálida permaneció dibujada en su rostro durante todo el trayecto.

Eligieron la plage Beau Rivage para pasear. A las insistencias de ella se quitaron los zapatos y dejaron los pies descalzos hundirse en la arena húmeda. Francis no era amante de la naturaleza, ni tenía la sensibilidad necesaria para admirar el vaivén de las olas que bailaban sobre la superficie lisa del mar; no obstante, tuvo que reconocer que aquel cosquilleo en la planta de los pies resultaba agradable y relajante.

Almorzaron en un pequeño restaurante situado en el paseo marítimo, donde pidieron una tabla de quesos variados y pissaladière, una coca elaborada con anchoas, tomate triturado, cebolla, huevo y aceitunas. El vino blanco, levemente afrutado, puso el punto final a una comida agradable. Después de comer, Adela insistió en tumbarse en la arena.

―Es pleno enero, la arena estará fría ―refunfuñó Francis, pero ante la mirada suplicatoria de ella, se dejó convencer. Tumbados boca arriba, contemplaron el cielo y contaron las gaviotas que rondaban en círculos sobre las olas agitadas del mar. Después, se buscaron las manos y las entrelazaron en una caricia ansiada.

―Si a mí me pasara algo ―dijo Adela, de improvisto―, cuida y protege a Martin. Está solo, no tiene hermanos y, casi, no tiene amigos.

―¿Qué te va a pasar? ―Francis se puso de pie indispuesto al tiempo que sacudía la tela de los pantalones para deshacerse de la arena que se había adherido a su ropa―. No hables como si tuvieras un mal presentimiento, porque no creo en estas cosas, y lo sabes. Además, Martin ya no es un niño, ha cumplido veintiún años. Si está solo, es porque quiere.

―Lo sé. ―asintió ella, pensativa. Atrapó las manos agitadas de su marido, demandando su atención. Cuando la obtuvo, le pidió con voz cargada de anhelo―: Tú solo prométemelo.

―Te lo prometo ―accedió desganado. La sombra de un mal presagio se cernió sobre él y tuvo que esforzarse para aparentar normalidad delante de Adela.

―Gracias ―murmulló ella, al tiempo que depositaba un beso agradecido en la palma de su mano. Y le miró de un modo entre doloroso y complacido, que a su esposo le partió el alma. Cayó en la cuenta de que, dedicando sus mejores años a sus investigaciones, había dejado de lado lo más preciado que tenía: a ella. A partir de ese día, Francis decidió cambiar el orden de

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos