El secreto de Blackstone House

S. F. Tale

Fragmento

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1

Primavera de 1866

Once in a blue moon

Blanco.

Negro.

En ocasiones debes adentrarte en el extremo opuesto —ese que todo el mundo teme—, especialmente, si el blanco se ha tornado en gris. Deambulas en ese derrotero para mantenerte fría, no perder la cabeza y no ceder al peso que portas sobre tus hombros, en pos del bien común de la familia. Una carga insufrible colmada de sueños rotos, de frustrados deseos, que por momentos domeñas, mas otros tantos te enojan. Por ende, para impedir un mal mayor, tomas la decisión de escapar a fin de amarrar bien todos esos sentimientos y confinarlos al rincón de donde no debieron escapar.

Eso mismo hacía yo en plena noche.

Sigilosa, me deslizaba escaleras abajo en la casa de mi abuela; de memoria no pisaba los tablones medio sueltos o que crujían bajo el peso de mi cuerpo, delatores de mi huida. En el último peldaño, salvado ese primer escollo, oí sus leves ronquidos y esperé, quinqué en mano, a que el reloj marcase la medianoche. El estruendo de sus metálicas campanadas amortiguaron el ruido de la puerta de entrada, no así el fuerte resuello de mi abuela que me dio un susto de muerte.

Fuera, respiré hondo. Respiré libre.

Inicié un nuevo paseo nocturno, hábito adquirido de padre, que en sus visitas nos permitía charlar a solas de nuestras cuitas, de ahí que perdiese miedo a la noche. A pesar de ser primavera, una densa niebla cubría la llanura y las colinas de Pluckley; era tal su espesura que la luz no era de ayuda. ¡No podía ver más allá de mí! Me engullía, me disipaba en su interior. Me volvía etérea. La noche se condensaba a mi alrededor. El relente me humedecía la cabellera, el rostro, inclusive el cuello. Así, me arrebujé con la caperuza de mi capa azul. La dificultad, en tales condiciones, era nimia, no precisaba de un mapa para saber adónde me dirigía, ya que podía proseguir el invisible camino que se abría ante mí. Forjado otrora por transeúntes y carruajes, lo abandonaron obligados, según se apuntaba, a los fantasmas, como Robert DuBois, el bandolero más famoso del lugar, y otras criaturas sobrenaturales que moraban en el bosque, para servirse de la tranquilidad que les proporcionaba esos otros alternativos, además de farragosos.

En el instante que traspasé los límites del bosque, apreté el paso, quería llegar a mi destino presta. A medida que me adentraba más, la niebla se fue disipando. Solo me cubría de caderas para abajo. Oí un leve rugido en la frondosidad que me paró en seco. Estiré el brazo para alumbrar mejor. Miré hacia los lados, ni nada ni nadie me seguía. No advertí nada extraño. Más aún, no era noche de luna llena, estaba convencida, así que los lobos, que durante esas noches deambulaban en este lugar, debían de estar resguardados en sus madrigueras. Retomé mi caminar afinando el oído, solo percibía el frufrú de mi vestido sobre la hierba y mis pisadas. Las sombras de la noche se materializaban en los árboles que salían a mi encuentro, prisioneros por una cinta blanquecina de bruma que se extendía entre ellos para desaparecer al arribar a mi destino: el claro del lobo. Denominado así por los lugareños, era una pequeña zona agreste en mitad de la espesura, donde la vegetación no crecía, hecho que nadie podía explicar. Su único morador era una antiquísimo árbol de raíces volantes y una oquedad bastante amplia en la parte baja del tronco. Ese era mi lugar de meditación. Acudía allí en noches que me era inviable conciliar el sueño o alguna preocupación me turbaba.

Otro leve rugido me sobresaltó y expuso la espantosa sorpresa: frente a mí, apareció un lobo.

Paralizada de pánico, le sostuve la mirada.

Y él a mí.

Era el animal más hermoso que había contemplado jamás: su pelaje blanco era solo comparable a la nieve que cubría estas tierras en invierno, salvo el lomo cubierto por una franja oscura que lo embellecía más. El cielo se celaría del límpido color azul de sus ojos. Su belleza no fue suficiente para calmar mis nervios; las rodillas me temblaban y tenía los músculos de todo el cuerpo entumecidos.

—Tranquila, Jo —me susurré—. Hola... Hola..., perrito...

«¡Perrito!», exclamé para mis adentros. Una percepción demasiado optimista, teniendo en cuenta que era un lobo. ¡Era imposible! Alcé la vista a la bóveda celeste y allí estaba la circunferencia perfecta que dibujaba la luna llena. Mi final estaba cerca.

Rugió, mostrándome sus colmillos amenazantes. Todos mis miembros se estremecieron de horror. ¡No podía correr! En cambio él dio un paso al frente, ¡venía hacia mí a paso lento! Para mi asombro, el temor no aplacaba la ráfaga de atracción que me aisló del mundo y me abandonó junto a aquel animal. Mis dedos hormigueaban, querían acariciarlo. ¿Qué me estaba pasando? Era presa de un nerviosismo ilógico, cuya raíz residía en una sensación más oscura. En vez de tener la mente llena de lúgubres y desagradables imágenes del final de mi vida, quería tocarlo. Definitivamente, había perdido la cordura.

Lobito, lindo... ¡Ay, ay, ay! —exclamé con las muelas apretadas—. No me muerdas, por favor, no me...

Frotó su cabeza contra la falda de mi vestido. Juraría que había ronroneado. Me rodeó; me olfateó sin emitir ningún sonido peligroso, lo que no me impidió cerrar los ojos, asimismo, me aferraba a la lámpara. Se me hizo eterno. Los latidos descompasados de mi corazón me advertían que si pudiera me dejaría a mi suerte. Permanecí quieta, aguantando las lágrimas que desafiaban derramarse.

Golpeteó su hocico en mi mano izquierda. La extendí; él colocó su cabeza debajo en una muda petición. Los dos compartíamos el mismo deseo: rozarnos. Reaccioné. Asombrada, abrí los ojos de golpe. ¡Estaba acariciando a un lobo! El animal estaba plácido, parecía disfrutar de mis atenciones, de cómo me perdía en su pelaje largo, suave, mullido al tacto. Podría sonar insensato, pero tenía cierto toque placentero. Se movió y asustada separé la mano, que quedó suspendida en el aire. Su reacción fue inesperada: me lamió el dedo anular hasta la altura de la muñeca. Aquel acto que, ni el más erudito en animales podría explicar, me aturdió.

De pronto, un grito congeló el ambiente, que de modo insólito se había caldeado. El lobo miró hacia atrás, rugiendo. Echó la boca a un pliegue de mi capa y tiró de mí.

—¿Qué quieres? —le pregunté, a la espera de una respuesta. Volvió a tirar varias veces. Intuí lo que quería decirme—: Quieres que regrese a casa.

Me soltó como si me entendiera y echó a caminar. Lo seguí. No comprendía aquella situación en la que esa bestia me guiaba. ¿Por qué? El aire me respondió. A lo lejos escuché los aullidos de varios lobos. Corrí. Debía salir del bosque antes de estar rodeada por una manada

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