A mí no me seduzcas (A mí... 2)

Nekane González

Fragmento

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Capítulo 1: La oscuridad se ciñe sobre mí

Mirándome frente al espejo de la entrada de mi zulo, observo cómo me queda el vestido negro que María me regaló ayer expresamente para el evento. Irónicamente, pienso que, aunque me encanta este color para la ropa y casi siempre voy vestida de enterradora (como dice mi madre), hoy es el día que menos me apetece vestirme así. Está claro que debo de ser la propia contradicción en persona.

Fuera en la calle luce un espléndido y caluroso sol de primavera, cosa que ya es bastante rara en Bilbao, pero a mi casa, mi zulo, no llega ni un triste rayito y permanezco aquí en la sombra como un vampiro; como esta negrura que hoy atenaza mi alma y mi corazón. Me resulta imposible aceptar la forma que tiene el universo de cambiarlo todo de un momento a otro sin que podamos hacer nada al respecto, y no puedo evitar sentirme completamente frágil e impotente ante ello.

Miro la hora en el móvil, ya que nunca llevo reloj desde que estuve viviendo en Palma de Mallorca y decidí vivir la vida sin importar la hora que fuera. Fue en el preciso momento en que me deshice del reloj cuando descubrí la terrible adicción que tenía a mirarlo y a vivir cronometrada.

Aún es pronto; tengo tiempo de sobra, así que me preparo un sucedáneo de Martini y me fumo un cigarrillo mientras dejo que los recuerdos inunden mi mente y me lleven a ese tiempo que ahora parece tan lejano, a pesar de haber transcurrido apenas un año. Ese instante que a mí me pareció maravilloso y donde parece que el mundo se quedó congelado, en el momento en que abrí la puerta de mi zulo y me encontré de frente con él, con mi sueño hecho realidad, con Freddy.

Todavía me cuesta creer la historia onírica que viví y la semejanza física entre un Freddy y otro. Con el tiempo terminé por pensar que aquello tenía que haber sido un sueño premonitorio, excepto por que sigo esperando que me toque la lotería, claro. Pero no dejo de reconocer que el universo en aquella ocasión hizo que todos los astros se unieran para traer a mi vida un regalo muy grande. Aún recuerdo su cara de sorpresa, con aquellos maravillosos ojos verdes abiertos de par en par, en consonancia con su sensual y provocadora boca, ante el inicial portazo que le ofrecí. Tardé unos segundos en reaccionar, pues aún estaba muy conmocionada por el sueño que había tenido y en comprender lo que María me explicaba entre gritos y aspavientos.

Fueron muchas horas en las que me quedé profundamente dormida después de haber desconectado todos los teléfonos, como suelo hacer cuando me pongo a escribir y prefiero que nadie me corte la inspiración. Fue tan profundo el sueño en el que caí (pues debía estar agotada tras pasar tres días y tres noches frente al ordenador escribiendo) que ni tan siquiera me sacó de mi sopor María, aporreando la puerta de mi casa, alteradísima porque había pensado que me había pasado algo. Como yo no respondía, María volvió a su casa para recoger las llaves de la mía y poder entrar a comprobarlo, pero fue tal la película que se formó en su cabeza en el trayecto que, antes de emprender la vuelta, llamó a la policía para no estar sola ante el cuadro que se pudiera encontrar. Otra que se parece a mi madre montándose películas. ¡Qué familia! Como quiera que fuere, durante mucho tiempo tuve que agradecerle a mi hermana el teatro que se montó, porque aquello fue lo que trajo directamente a mi puerta al protagonista de mi peculiar sueño: Freddy.

Nunca le he preguntado qué fue exactamente lo que le hizo interesarse por mí en una situación en la que cualquiera me hubiera tomado por una chalada, máxime teniendo en cuenta el estado de mi casa aquel día. Pero supongo que la situación le resultó de lo más divertida, a juzgar por las risas que nos echamos los tres, una vez aclarado el malentendido. Él salía de una guardia aquella noche camino a su casa y desde la central le habían pedido que se pasara por allí para ver qué ocurría, con lo que ya había terminado su servicio. Entre explicación y explicación, nos dieron las tantas de la noche. Una noche en la que comenzó nuestra historia, amenizada con muchas risas y bastantes sucedáneos de martinis.

A partir de ahí comenzamos a quedar, y poco a poco fuimos conociéndonos más, aunque he de decir que Freddy resultó ser un hombre bastante más introvertido de lo que yo había soñado. Tan celoso de su intimidad que ahora, un año después, me doy cuenta de lo poco que sé de su vida. Yo siempre di por sentado que, como era ertzaina[1], la desconfianza le venía de serie. No en vano es un cuerpo que no destaca por su simpatía precisamente, pero siempre creí que, con el tiempo, terminaría por abrirse y confiar más en mí. Quizá un año no es demasiado; a mí se me ha hecho muy corto (escandalosamente corto, ahora que lo pienso). Y, debido a su trabajo, tampoco hemos podido vernos todo lo que nos hubiera gustado.

María abre la puerta de mi casa trayéndome de vuelta a la cruda realidad. Después de aquel episodio, siempre lleva mis llaves junto a las suyas.

—¿Estás lista, tata? –susurra con cara de circunstancia.

—Supongo que, para una situación así, una nunca está lista —respondo con tristeza, tras agotar un soplo de aire cargado de amargura.

Me abraza y, dándome un beso de esos suyos, parece que tenga la intención de juntarme una mejilla con otra a través de mi cavidad bucal. Esta vez es mayor el dolor que acumulo en mi alma que el propio físico que me proporciona ella con su exagerado amor.

—He traído el coche hasta el portal —trata de esbozar una sonrisa encogiéndose de hombros—. Para que no tengas que pasar la aduana, ya sabes.

—Sí, gracias. Hoy sería capaz de soltar algún improperio gordo y convertirme en la noticia del mes de radio patio —contesto sin mucho ánimo a pesar de que agradezco mucho el detalle—. Cojo el bolso y nos vamos.

Me monto en su Audi nuevo, que no es nuevo, que es de segunda mano pero, como lo compró hace apenas dos meses, pues es su Audi nuevo. Recorre marcha atrás el callejón de mi casa hasta llegar al sitio donde normalmente se aparcan los coches, que llamamos la curva, y donde hoy la aduana ha montado el chiringuito al completo, sacando las sillas de camping y las sombrillas. Suerte que llevo gafas de sol y no pueden ver las oscuras ojeras que decoran mi rostro.

¿Que no recordáis qué es la aduana? La aduana es esa familia que vive en mi callejón y que se pasa el día entero, aunque llueva, en la curva, que es la única entrada a la calle, para enterarse de cuanto chisme se haya producido. No se te ocurra entrar andando y preguntar aquello de “¿Qué tal?”, cuestión que se plantea más por cortesía que otra cosa y que no espera nunca una respuesta definida. En este caso acabarás sometido a un tercer grado y terminarás por contar hasta lo que no quieres que se sepa. De difundirlo ya se encargará radio patio.

Levanto la mano a modo de saludo como si fuera la reina de Inglaterra (con la ventanilla cerrada, eso sí) y fijo la mirada en mi Paco, mi Peugeot gris que está aparcado a la derecha. Lo observo como si no fuera mío y pienso que no tiene mal aspecto a pesar de saber que, por no tolerar (como su dueña) las intensas lluvias de Bilbao, terminó por inundarse y ahora tiene la centralita rota y hay que andar quitándole un borne de la batería cada vez que

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