Mi inagotable anhelo de amarte (Hermanos Hillsborought 3)

Elizabeth Bowman

Fragmento

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Prólogo

Inglaterra, agosto de 1830

James Everett deslizó la mirada hasta la figura femenina que no dejaba de removerse inquieta en el asiento contiguo y no pudo evitar que una sonrisa condescendiente elevara las comisuras de sus labios en un gesto amable engalanado de fraternal afecto.

La pequeña Sophie…

Estiró los labios esta vez en una sonrisa que, a ojos de cualquier espectador ajeno a la escena, parecería solicitar indulgencia y que en verdad tan solo trataba de asimilar una realidad que se imponía a pasos agigantados. A esas alturas ciertamente ya no podría referirse a ella como pequeña de ningún modo y mucho menos sin atentar contra la verdad, pues de un tiempo a esa parte Sophie Everett se había convertido en toda una señorita: hermosa, decidida y vivaz. Aunque en lo más profundo de su corazón cargado de afecto y en medio del oleaje acérrimo que suponían sus sentimientos más íntimos, siempre sería para él aquella niña pequeña de bucles dorados y ojillos curiosos que salía a recibirle al patio con los brazos abiertos de par en par.

Por el rabillo del ojo percibió cómo la joven retorcía una y otra vez las manos enguantadas sobre el regazo, manteniéndolas ocultas entre los pliegues del océano lavanda que formaba su falda. Su mirada se perdía en la lejanía, más allá del paisaje que se mostraba a través de la ventanilla, y apostaría James a que en realidad no se detenía en ningún punto concreto. Se mostraba nerviosa, inquieta, tal vez asustada… si bien el brillo de su mirada reflejaba también esperanza, ilusión y un gran contento, y el agitado vaivén que obligaba a su torso a ascender y descender evidenciaba además una delatora excitación.

Los labios de James se curvaron entonces en una sonrisa amortiguada; sabía las expectativas que albergaba Sophie respecto a esa visita. Desde hacía meses su hermana mantenía correspondencia con Henry Grant, un joven oficial protegido del coronel Hamilton, por tanto cabía esperar que este formara parte también del reducido grupo de invitados a su fiesta de aniversario.

Sophie y Grant habían sido presentados precisamente en el cotillón de Navidad de los Hamilton y desde entonces el vuelo de misivas desde el regimiento de Brístol hasta la humilde y alejada Forest Cottage había sido habitual y casi tan intermitente como el patriótico sirimiri que empaña de continuo la campiña.

Desconocía si existía algún tipo de compromiso previo entre los jóvenes, pero sí sabía que Sophie jamás le ocultaría una información de semejante importancia.

No obstante, teniendo en cuenta la asiduidad de la correspondencia, la abundancia de suspiros lánguidos por parte de Sophie y el hecho de que ambos jóvenes llevaban muchos meses sin verse, no hacía falta gozar de una inteligencia brillante para suponer que el oficial aprovecharía aquella primera oportunidad presencial para declararse y solicitar la mano de la muchacha.

James suspiró con largueza ante semejante certidumbre, frunció el ceño y desvió la mirada para observar también las distintas pinceladas de verde que se desdibujaban a través de la ventanilla.

Habían transcurrido algo más de cinco años desde que los ancianos Everett abandonaran el mundo de los vivos con un breve intervalo de tiempo entre un tránsito y el otro, se había cumplido el mismo período desde que él mismo se licenciara del ejército una vez alcanzado el rango de capitán y desde entonces había optado por vivir una existencia plácida y armoniosa en Forest Cottage, con la única compañía de una nutrida tribu de gansos y de su hermana pequeña, quien se había convertido de pronto en su prioridad más absoluta y en la mayor de sus responsabilidades. Y en la más profunda de sus devociones.

Era obvio que si el joven oficial pretendía dar un paso adelante en su relación con Sophie debería dirigirse a él para solicitar su bendición. Y no, no creía estar preparado para soltar a Sophie y verla partir.

Ella era y siempre sería su niñita.

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Capítulo 1

Proudstone House, condado de Hampshire

Robert Hamilton la observó a través de los claroscuros de la alcoba desde una cierta distancia prudencial. Una sonrisa propiciada por el afecto más sincero estiró sus labios mientras el brillo de una inclinación elevada y eterna centelleaba en sus pupilas. De jovencita había sido voluptuosa y de generosas carnes; ya rebasada la treintena y después de haber dado a luz a dos maravillosas hijas, continuaba tan bella, magnífica y deseable como el primer día. ¡No! No como el primer día: sin duda muchísimo más que entonces.

Sus formas apenas insinuadas a través de la levedad del camisón recordaban la silueta etérea de una auténtica divinidad feérica. Ninguna debutante recién desperezada al mundo y a la vida podría competir con ella, la gran e insustituible señora de aquella casa y de su corazón.

Enamorado como el primer día, avanzó lentamente hacia el refinado escritorio de palisandro para inclinarse sobre la abundante y brillante cabellera cobriza que descendía en una cascada sin ataduras hasta casi rozar el suelo.

Despacio, sigiloso, como un depredador nocturno que acecha a su presa, hundió la nariz en el delicado ángulo que formaba el cuello de la mujer en sutil torsión sobre el tablero.

—Mi querida, queridísima y hermosa Evangeline —susurró deslizando un reguero de besos sobre la aterciopelada piel.

Ella cesó de inmediato con aquello que la mantenía ocupada para inclinar la cabeza hacia un lado y facilitarle el acceso. En el proceso cerró los ojos y esbozó una sonrisa lánguida, dejándose hacer.

—Mi querido coronel, ¿no ha cenado suficiente esta noche que todavía se ha quedado usted con hambre?

Por respuesta Robert continuó inclinado sobre ella, acariciando con los labios el cuello de la dama mientras con dedos avezados deslizaba a un lado la fina gasa del camisón hasta permitir tener al descubierto el redondeado hombro y gran parte del escote. De este modo sus labios se permitieron traspasar fronteras y saborear una parcela más amplia de la anatomía de su esposa.

—Siempre tengo hambre de ti, mi amor, y ahora quiero el postre. —Inclinándose desde atrás un poco más, besó la clavícula y el nacimiento de un seno.

Ella gimió su placer sintiendo que se deshacía entre sus brazos mientras el coronel reseguía con una mano la curvatura de su espalda por encima de la fina gasa velada y con la otra se deleitaba en el erguido pecho femenino.

—Me parece justo, coronel —jadeó trémula—, no queremos que un hombre como usted vea truncado su apetito sin necesidad; pero antes debe concederme un minuto: necesito terminar con esto.

Robert separó por un segundo los labios del dulce néctar que le estaba siendo dispensado y alzó la mirada para observar las múltiples cuartillas y los lacres que se desperdigaban sobre el escritorio.

—¿Y se puede saber qué será aquello tan importante que

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