Donde está el corazón

Maya Moon

Fragmento

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Empezar de nuevo

El aeropuerto estaba tan abarrotado como siempre. Era imposible caminar sin tropezar con una maleta o con un viajero. Fuera el calor era insoportable, húmedo y cargado como solo una ciudad costera podía padecer. Creía que al entrar se sentiría aliviada por el aire acondicionado, pero no fue así, hubiera preferido el calor a esa multitud. Sudaba como nunca lo había hecho antes, las gotas bajaban por su frente, por su pecho, por el labio superior. Le hubiera encantado poder darse una ducha, pero si no corría no cogería el vuelo que había estado esperando durante todo el verano. Empezó a zigzaguear entre la multitud, un pie aquí y otro allá, menos mal que llevaba poco equipaje, de lo contrario ya hubiera tenido algún problema más serio. Sacó el pasaje de su bolso y lo enseñó en el mostrador. Facturó su pequeña maleta. Unos pasos más. Pasó el bolso por el control de seguridad, lo volvió a coger y avanzó rápidamente hacia el avión. Había llegado justo a tiempo, no había cola para embarcar, lo que no sabía es que si hubiera tardado un minuto más, habrían retirado las escaleras para subir. Era la última pasajera.

Una vez dentro una azafata la acompañó hasta su asiento. Se acomodó como pudo en el sillón, se abrochó el cinturón y miró por la ventanilla. ¡Qué estampa más triste! No había tenido tiempo de mirar atrás desde que se había subido en el taxi que la llevó al aeropuerto. ¡Maldito despertador! Debía haber tirado ese trasto la primera vez que lo llevó a reparar, pero le tenía cariño, siempre acababa encariñándose con todas sus cosas. La vista que tenía ahora enfrente no le provocaba ningún sentimiento. Aviones, escaleras, satélites, gente caminando hacia la terminal, gente saliendo de la terminal… La azafata interrumpió sus pensamientos al pasar por el pasillo observando que todos los pasajeros llevaran puestos sus cinturones. Volvió sobre sus pasos y desapareció en la cabina. Lo siguiente que recordaba del viaje era la voz del piloto saludando a los pasajeros. Se echó hacia un lado, suspiró y se quedó dormida. Ocho horas de vuelo son muchas horas para una persona con claustrofobia, y ella lo sabía, así que en cuanto se levantó por la mañana se tomó un relajante que le permitiría soportar tanto rato en el avión. Se quedó dormida abrazada a su bolso, ocho horas de sueño que la llevarían a otra ciudad, a otra vida, sin planes, sin nada que perder, lejos como siempre había soñado. Tan lejos que el dolor no pareciera real, que acudiera a su alma como un mal sueño, una de esas pesadillas de las que te despiertas y te sientes inmensamente aliviado de que haya sido un sueño. Su vida no lo había sido, pero quizás pudiera irse lo bastante lejos de su casa, de sus raíces, de su lengua, como para creer que sí, que lo que le había sucedido le había pasado a otra persona, o que solo había sido un mal sueño. Si por la mañana te despiertas y no reconoces nada de lo que ves, si la gente con la que hablas no habla tu idioma, si no tienes nada más que un triste bolso con tu documentación y algo de dinero, nada te recordará tu vida anterior, nadie ni nada te arrebatará tu vida actual, porque simplemente no la tienes. Es curioso cómo se puede caminar, hablar, comer y hasta dormir con ese terrible vacío en el alma que te recuerda que estás muerta, que funcionas porque en su día no te dejaron decidir que se acabó, que no soportabas el dolor ni un segundo más, que te ahogabas y querías descansar, no sentir, no pensar, dejar de sentir ese vacío en el estómago que solo el dolor del corazón puede provocar, esa punzada que se asienta en lo más hondo de tu interior y que te impide respirar. Debería haber sido más cuidadosa aquel día, no haber dejado la puerta del baño sin pestillo. Le hubiera dado tiempo a morir antes de que alguien hubiera podido abrirla.

Abrió los ojos sobresaltada por el zarandeo al que la estaba sometiendo la azafata.

—Señora, hemos llegado. Hora de desembarcar.

La miró fijamente, no recordaba dónde estaba. Miró un segundo a su alrededor y por fin se ubicó. El avión, estaba en el avión. Tras sonreír a la chica educadamente, se levantó para colocarse en la cola que la trasladaría lentamente hacia la puerta del avión. Bajó aún adormilada y se dirigió hacia el bus que la llevaría a la zona de la terminal de llegada del aeropuerto. Este aeropuerto era mucho más grande que el de la ciudad de la que no se había despedido y, al bajar del vehículo y no escuchar ni una palabra en su idioma, se sintió aliviada. Por fin.

Caminaba lentamente, con los ojos fijos en la multitud que esperaba para recibir a los pasajeros. Brazos que se abren, besos, saludos. Ningún sitio como un aeropuerto para comprobar cuánto nos echamos de menos unos a otros. Madres a sus hijos, hermanos a sus hermanas, maridos, mujeres, amigos… Atravesó el primer bullicio y se dirigió a recoger su pequeña maleta. Después de casi media hora esperando junto a la cinta transportadora, finalmente la maleta apareció. Se escabulló como pudo y se colocó detrás de toda esa gente. Miró a su alrededor. Quien quiera que viniera a buscarla ya debería haber llegado. En el e-mail que le habían enviado no habían especificado si era un hombre o una mujer, solo que alguien acudiría al aeropuerto a recogerla. De repente se encontró ante sus narices una cartulina con su apellido: Miss Santa Cruz. Era un hombre alto, trajeado, de complexión fuerte, aunque ya cerca de los sesenta a juzgar por las arrugas de su rostro. Ella se detuvo y lo miró. En su perfecto inglés, lo saludó:

—Buenas tardes, yo soy Miriam Santa Cruz. —Le tendió la mano que su interlocutor apretó al saludar y sonrió.

—Yo soy Paul, de la agencia. Encantado, señorita Santa Cruz. Veo que era cierto lo de su perfecto inglés. Perdone que lo haya dudado, pero nos encontramos con cada cosa cada vez que recogemos a alguien que dice hablar inglés y luego no sabe ni saludar.

Miriam sonrió. El hombre le parecía educado y amable. Le cogió la maleta y le indicó que le siguiera:

—Tengo el coche cerca, no habrá que caminar mucho. ¿Qué tal el vuelo?

—Estupendo. —¿Qué otra cosa podía decir si había pasado todo el trayecto durmiendo?—. Estoy un poco cansada, pero nada más.

—Bueno, pues la llevaré a casa del señor Grant y podrá instalarse hoy mismo. Aunque creo que la recibirá su esposa, Charlotte, él no está en el país en este momento.

“¿No está en el país?”, pensó Miriam. Claro, si habían acudido a una agencia como aquella para contratar a una asistenta, seguramente se dedicarían a algo que les proporcionara mucho dinero. Solo conseguir entregar el currículum fue toda una odisea. Si no hubiera sido por Antonio, aquel compañero suyo de la universidad, que trabajaba en la empresa y la había ayudado a “colarlo” en medio de los que sí iban a revisar, jamás lo habría conseguido. Siempre le pareció buen chico ese Antonio. Hacía muchos años que no lo veía y, sin embargo, cuando se presentó en la agencia para pedirle ayuda, no lo dudó ni un instante. La asesoró sobre el tipo de persona que buscaban, cómo debía vestirse para la entrevista si la llamaban y hasta qué foto debía poner en la solicitud para que inspirase confianza. Not Only era una agencia de empleo muy exigente, ya que quienes acudían a ellos, gente de todas partes del mundo, también lo eran. Pasó la entrevi

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