La espada del caballero (Caballeros del Rey 2)

Jimena Cook

Fragmento

la_espada_del_caballero-4

Capítulo 1

La lluvia intensa mojaba mi rostro. Galopaba como si la vida me fuera en ello; tenía que llegar cuanto antes a Silos. Mientras avanzaba sin importarme el frío y todos los obstáculos que iba encontrando por el camino, recordaba cada frase del mensaje, cada palabra: «Señor, la he encontrado. Está cerca de Silos, en un hospital de peregrinos. Está muy enferma». ¿Qué sentido tenía que ella estuviera allí?

No entendía nada de lo que había sucedido; al ver solo a Antonio atravesar el puente levadizo, creí morir. Rosa debía haber ido con él, y no fue así. Él solo me dijo que la había buscado por todas partes, pero que había desaparecido; no había rastro de la joven y su doncella. Jamás lo entendí.

No permití que sus padres se llevaran sus pertenencias de mi hogar; siempre albergué la esperanza de que ella regresara junto a mí. Pero, después de un año desde su desaparición, empezaba a pensar que jamás la encontraría. Ninguno de los hombres que había enviado para buscarla me habían dado ninguna esperanza de hallarla, hasta que recibí el mensaje. No iba a detenerme; estaba muy enferma y debía llegar cuanto antes a ese lugar.

Atravesé la sierra de la Demanda con sus encrespados montes y abundante vegetación. Mi caballo necesitaba un descanso, así que decidí resguardarme en una de las cuevas, oscura y siniestra, que divisé en ese lugar. Dejé descansar a mi animal; mantuve mi mirada perdida hacia el horizonte. El aire frío del norte dañaba mi rostro meciendo mi pelo y enfriando, aún más, mi alma.

Estaba lleno de ira desde que había descubierto que Rosa jamás se reuniría conmigo; cada día que pasaba estaba más convencido de que ella nunca me había amado. No regresó a mí con la comitiva que capitaneaba su padre hasta mi castillo. Siempre pensé que ella estaría deseando encontrarse conmigo como yo ansiaba ese momento. Había contado cada segundo que había pasado desde que me había separado de ella, pero nunca la volví a ver.

Las lágrimas apenas ya salían de mis ojos; mi corazón solo sentía rabia y rencor. Ella era la causante del cambio que todos apreciaban en mí. Me había convertido en un hombre amargado, duro y frío. Todo cambió dentro de mí cuando recibí el mensaje; pensar que ella estaba viva era lo que mi alma necesitaba para que volviese a sentirme vivo. Solo quería volver a verla, tenerla frente a mí y poder preguntarle todas las dudas que se habían acumulado en mi mente y en mi corazón en todo ese tiempo sin mi joven toledana.

Me levanté; la lumbre iluminaba la pequeña cueva. Mi mirada estaba fija en las sombras que las llamas proyectaban sobre la roca fría. Apenas dormía desde que ella no estaba en mi vida. Golpeé la pared de la cueva y apoyé mi frente sobre esta. ¡Dios mío, que esté viva!

Al día siguiente, la lluvia continuaba; pero, a pesar de los contratiempos del clima, no me volví a detener hasta que divisé la torre de la ermita de la villa próxima al monasterio de Silos. Los caminos cubiertos de barro dificultaban mi avance; en la lejanía, se divisaba la cúspide de las montañas nevadas con los primeros copos del invierno. Mi corazón latía con celeridad; llevaba tanto tiempo buscándola que, por fin, tendría la respuesta a todas mis preguntas.

Por la villa transitaban muchos peregrinos con sus ropas raídas y con su calzado desgastado. Se había construido una calzada para todos los cristianos que acudían a Compostela a ver la tumba del apóstol Santiago. Dejé mi caballo en los bebederos que había en la entrada de la villa y seguí a todos los peregrinos, muchos de ellos enfermos, que se dirigían hacia un edificio de piedra, donde varios monjes y mujeres los recibían y los guiaban hasta el interior. «Ese tiene que ser el hospital donde debe encontrarse Rosa», pensé; si estaba muy enferma, tenía que estar ahí.

Observé todo lo que me rodeaba: solo se veía miseria y suciedad. Algunos peregrinos me analizaban, sus miradas estaban fijas en mí; mis vestimentas de capitán del ejército de Alfonso VI no encajaban en ese lugar. Unas mujeres sacaron, en un cubo de madera, agua de un pozo que había en el patio del recinto. Era un ir y venir de personas. El olor resultaba nauseabundo; apenas se podía aguantar. Tapé mi nariz con la mano; estaba acostumbrado al hedor de la muerte en los campos de batalla, pero aquello superaba con creces lo que podía soportar un hombre.

Un monje se acercó a mí.

—¡Señor!, aquí no hay nada que pueda ser de interés para un soldado.

—Busco a una mujer morena que responde al nombre de Rosa. No es una peregrina.

—Por aquí transitan muchas damas. No preguntamos los nombres, caballero; muchas de ellas acuden a este lugar para ayudar y atender a los enfermos —me respondió—. Si la joven que busca está aquí, la encontrará al final del pasillo. El monje se alejó. Fui corriendo hacia las últimas salas de esa galería atestada de enfermos y entré desesperado en cada una de estas, observando a los moribundos que había en el interior. Rosa no se encontraba allí. «¿Dónde te habrás metido, mujer?», dije en voz alta. Pregunté a los enfermos y mujeres que faenaban sin descanso, pero ninguno había visto a Rosa. Nadie había visto a una joven con sus características. Estaba desesperado; había albergado tantas esperanzas en encontrarla... En ese momento, escuché ruidos en el exterior.

—¡No! ¡Otra vez esos hombres! —protestaron varias muchachas que se agolparon en la ventana a observar.

Fui a ver lo que pasaba. Unos hombres hablaban con un monje: eran soldados; no tenían modales y trataban al religioso con desprecio. Le exigían alimentos y le ordenaban que les diese el agua y comida que se les estaba suministrando a los enfermos. El monje se negó. En ese momento, uno de los soldados desenvainó su espada. En cuanto intuí las intenciones del guerrero, fui con rapidez al exterior para defender al monje de esos canallas.

—¡Guarda tu espada, soldado! —ordené con rotundidad.

—¿Quién te has creído que eres? —Se carcajeó—. ¿Cómo te atreves a darme órdenes?

Desenvainé mi espada, y los guerreros que lo acompañaban dieron un paso adelante, colocándose al mismo nivel que su jefe. El monje intentó separarnos.

—Soy capitán del ejército del rey Alfonso VI —informé.

—Yo no sigo a ningún rey, tengo a mi propio ejército. ¡Apártate de mi camino!

—No voy a permitir que quites la comida a esta pobre gente.

Así, con la fuerza de la empuñadura de mi espada, estaba dispuesto a luchar contra esos seis hombres. Empezaron a rodearme y a hacer un círculo en torno a mí. Avancé hacia ellos y empezaron a chocar sus aceros contra el mío. La lucha se ponía muy difícil, pero no estaba dispuesto a que esos malnacidos se saliesen con la suya. Yo era hábil con la espada; de ahí el apodo que me había ido ganando en cada una de las batallas que había capitaneado: «El Bárbaro». Así se me conocía, y por eso me temían. En ese momento, alguien se unió a mí. Miré de soslayo y me sorprendí al ver a mi amigo el capitán Diego de Rojas.

—¡Son muchos hombres para uno solo! —explicó. Nos sonreímos.

Estábamos acostumbrados a lidiar batallas más complicadas; nos dispusimos uno de espaldas al otro a pelear como ambos estábamos acostumbrados.

—¡Como en lo

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos