El sueño de Charlotte

Luciana V. Suárez

Fragmento

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Prólogo

La niña había estado jugando en el jardín toda la tarde. No jugaba con juguetes: solo bailaba y cantaba entre las flores que estaban plantadas allí. Estaba completamente sola, acompañada de un silencio sepulcral, que solo se veía interrumpido por el canto de los pájaros.

Después de dos horas, se había cansado de jugar y se sentía tan aletargada que se sentó en el césped, junto a unas madreselvas, a descansar un rato. Casi sin advertirlo, se percató de que no estaba sola: unas mujeres de apariencia adulta, con largos vestidos de seda en diferentes colores se le aparecieron por entre las flores. Eran muchas, tal vez diez, tal vez veinte. Era difícil decirlo con precisión, dado que la niña recién estaba aprendiendo a contar. Estas mujeres tenían el cabello muy largo, tan largo como el de las sirenas, y sujetado en la coronilla por una especie de tiara. Sus rostros, a simple vista, se asemejaban al de cualquier persona común pero, una vez que se las veía de cerca, se podía apreciar que sus facciones parecían dibujadas. Sus pieles eran tan lozanas que parecían hechas de porcelana y sus ojos eran tan cristalinos que uno se podía ver nítidamente reflejado en estos. La niña estaba maravillada ante estas mujeres; las veía bailar de una forma tan delicada y grácil por el jardín que le daban ganas de unirse a ellas. Observó sus pies: estaban descalzas y, por la manera en la que se movían por la tierra, parecía que siempre lo hubieran estado. De repente, la niña se percató de algo: en el ambiente sonaba una música instrumental. No sonaba muy fuerte; apenas era audible. Tenía una cadencia mística y celestial que no transmitía más que paz. La niña había estado tan absorta en la imagen de las mujeres que no había reparado en esa música. Solo por un minuto se preguntó de dónde venía, porque luego vio que una de esas mujeres se acercaba a ella con ese andar tan grácil y elegante que tenía. Una vez que estuvo su lado, la mujer la tomó de la mano y la llevó hacia donde estaban las otras mujeres; todas ellas comenzaron a danzar alrededor de la niña, haciendo un movimiento con las manos, como si le estuviesen haciendo una reverencia.

Cuando terminaron de danzar, todas ellas se sentaron en el suelo, incluso la niña quien, de repente, parecía haberse convertido en la invitada de lujo de ellas por la forma en que la atendían. Una de ellas se acomodó a sus pies y comenzó a hacerle masajes suaves; otra le trenzó el cabello, sujetándolo con flores; otra bailaba para ella, entreteniéndola. Todas ellas parecían querer agasajarla con los cortejos que le hacían. La niña se sintió tan maravillada por la experiencia que estaba viviendo que ni se preguntó por qué esas mujeres no hablaban. Finalmente, después de un rato, una de ellas habló; era una mujer que tenía puesto un vestido celeste.

—Tú vives aquí, ¿cierto? —le preguntó con un tono de voz que contenía una cadencia tan musical como la melodía que sonaba en el ambiente. —Sí —respondió la niña, todavía embelesada por la voz de la mujer. —Nosotras también, solo que no siempre puedes vernos —le dijo la mujer. La niña solo la escuchó de forma atenta, mientras miraba fijamente a ese rostro angelical.

—¿Te gustaría conocer a tu amor verdadero? —le preguntó después; la niña solo asintió, aunque lo cierto era que no entendía muy bien qué era lo que le estaba diciendo, ¿amor verdadero? ¿Qué era eso? No pensó en preguntárselo, porque aquello ni siquiera le despertó el más mínimo interés. Pero consideraba que era grosero decirles que no, en especial porque ellas eran muy amigables. La mujer la tomó de la mano y la llevó hacia una pequeña fuente que se encontraba a un lado del jardín. Era una fuente que más bien servía de adorno, en donde los pájaros a veces se posaban a beber agua. Una vez que estuvo enfrente de ella, la mujer le pidió a la niña que mirara fijamente al agua; la niña le hizo caso sin entender por qué, pero sin cuestionarlo tampoco. Aquello solo era agua, un líquido cristalino con el que uno podía beber o bañarse. Al rato, la niña advirtió algo: una imagen comenzó a formarse en el agua, y dio por resultado lo que parecía ser un caballo con alguien montado encima o, más bien, la silueta de ambos. No aparecía una imagen bien definida, como en una fotografía con colores y texturas nítidas; solo se veía la forma con la silueta en color negro, pero luego se disolvía hasta esfumarse. La mujer, que había estado a su lado todo el tiempo, reparó en ella, y las otras se asomaron por encima de su hombro a ver. Todas ellas miraron de forma consternada a la fuente, y la niña no entendía por qué.

—Al parecer, el designio que te une a tu amor está maldito —le advirtió la mujer a la niña—. Deberás encontrar una forma de romper la maldición; de lo contrario, tu amor morirá. La niña se quedó mirándola sin comprender bien aquello; no parecía un mensaje alentador, pero, en su mentalidad de niña, eso no era algo que la preocupaba, dado que todo lo que le importaba era jugar, no enamorarse de un muchacho. Iba a preguntarles algo al respecto, pero comenzó a parpadear y, en uno de esos parpadeos, las mujeres desaparecieron.

Cuando la niña miró alrededor, se percató de que no estaba al lado de la fuente, sino recostada junto a las madreselvas. Entonces se dio cuenta de que había estado durmiendo; había soñado todo aquello: esas mujeres, esa música y lo que había visto en la fuente. Nada de eso existía realmente. La niña se quedó sentada un rato en el suelo, algo decepcionada porque aquello hubiera sido solo un sueño. Pero, cuando se tocó la cabeza, notó que su cabello estaba trenzado con flores. De repente, recordó lo que la mujer que le había hablado en el sueño le había dicho: «Nosotras también vivimos aquí, solo que no siempre puedes vernos». Entonces lo supo: ese sueño sí había sido real. Esas mujeres sí existían; vivían en aquel jardín (solo que, cuando estaba despierta, no podía verlas). La niña se levantó y comenzó a encaminarse hacia el interior de la casa, mientras las imágenes del sueño seguían latentes en su cabeza: esas mujeres hermosas de aspecto adulto, pero juvenil al mismo tiempo, que bailaban y cantaban como si no tuvieran necesidad de abrir los labios para entonar una canción. Y, entonces, lo supo: esas mujeres eran hadas, hadas que vivían en su jardín trasero, ocultas entre las flores, hadas que le habían trenzado su cabello y que le habían mostrado, a través del agua, imágenes de su futuro. Le habían dicho que su verdadero amor estaba maldito, aun cuando ella todavía no entendiera qué era aquello. La niña les contó a sus padres aquella experiencia que había tenido: aquel sueño con aquellas mujeres mágicas. Estos le dijeron que no era más que un sueño, que seguro había soñado aquello porque había leído un libro sobre hadas. Pero ninguno de sus libros contenían hadas, y ella sabía que aquello sí había ocurrido aunque fuera en sueños. Durante los días siguientes volvió a soñar con ellas, a bailar, a cantar; le trenzaron el cabello y volvieron a recordarle las imágenes que había visto en la fuente sobre su amor verdadero. Le pidieron que encontrara una forma de romper la maldición que la unía a él porque, de lo contrario, este moriría.

El designio de las Hadas, de Charlotte St Clair

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