Amor y desamor (Suaves pétalos de amor 3)

Encarna Magín

Fragmento

amor_y_desamor-1

Capítulo 1

Era de noche, una noche sin luna. La oscuridad se había convertido en un océano de incertidumbre en el ambiente.

Javier Abelló conducía a un ritmo lento su Audi plateado por una carretera con muchas curvas, parecían olas de asfalto que debía sortear como si fuera un buen marinero. Tenía todos los sentidos puestos en la conducción y agarraba con firmeza el volante, como si aquella muestra de fuerza pudiera darle la seguridad que le faltaba. No era que fuera un mal conductor, al contrario, tampoco había ingerido alcohol, sino que estaba cansado por la falta de sueño, porque había estado enfrascado, durante la última semana, en los preparativos de un viaje a un congreso de Medicina en Estados Unidos. Y eso, sumado a que era casi la una de la madrugada, había hecho mella en su cuerpo alto y delgado. Necesitaba su cama, lanzarse sobre el colchón como en una piscina y dormir durante horas y más horas.

Maldijo en voz baja, ya que se arrepentía de no haber aceptado la invitación de su amigo Iván de quedarse a pasar la noche en su casa. La culpa la había tenido Cristina García, ¡estaba harto de tenerla pegada como a una garrapata! Suerte que la perdería de vista durante una buena temporada, o para siempre, pues no solo aprovecharía para acudir al congreso, sino para encontrar casa y establecerse en alguna ciudad. Pero si algún día regresaba, esperaba encontrársela casada con un chaval de su edad y que este fuera de Valleverde.

De pronto detectó un ligero movimiento en su espalda, como si hubiera alguien detrás de su asiento y lo sacudiera, pero lo adujo a su cansancio. Aun así, no pudo evitar echar una mirada por el retrovisor, más por instinto que por curiosidad, y cuál fue su sorpresa cuando vio el rostro de Cris. ¡La muy inconsciente se había escondido en su auto!

—¡Maldita sea, Cris! —explotó el hombre girando el cuello para mirarla de frente, taladrándola con su mirada gris.

Solo fue un segundo que dejó de prestar atención a la carretera, el suficiente para perder el control del coche.

—¡Cuidado! —exclamó la chica al ver que salían del asfalto.

No pudo controlar su miedo y gritó a pleno pulmón mientras Javi intentaba recuperar el control. Este dio un golpe de volante en sentido contrario al precipicio al cual se acercaban, pero era tarde, ya el vehículo había salido de la carretera asfaltada y los neumáticos derraparon por la gravilla. Los faros iluminaron el vacío y Javi temió lo peor al tiempo que frenaba. No pudo evitar el desastre y su vehículo se precipitó montaña abajo en una carrera sin control, dando bandazos a derecha e izquierda.

Diez horas antes

Javier Abelló detuvo su Audi Plateado en el arcén de una carretera poco transitada y salió del vehículo. Caminó pendiente arriba y no se detuvo hasta llegar al lugar más alto. Desde allí arriba se percataba de lo grande que era el mundo y de lo pequeño que era él. Observó con sus ojos grises, abiertos como si quisiera comerse el paisaje, los montes de hayas, robles y pinos. Hacía un día espléndido de verano, soplaba un aire agradable y, bajo un cielo de un azul impecable, a los pies de los bosques, brillaba la hierba verde en los prados, que acariciaba las panzas blancas de las vacas. Pastaban tranquilamente mientras los pájaros volaban de árbol en árbol en busca de algún insecto con que llenar su gaznate. Las mariposas aleteaban en el aire sobre las flores de colores y las abejas buscaban el néctar entre los estambres amarillos. La peculiaridad de Valleverde era que sus veranos no eran muy cálidos y daba la sensación de vivir una eterna primavera. Aunque siempre solía darse algún pico de calor, sobre todo en julio, pero duraba poco. En contra, los inviernos solían ser bastante crudos.

Respiró con profundidad varias veces. El aire puro de Valleverde impregnaba de frescura y verdad su espíritu. La paz que encontraba en aquellas montañas lo revitalizaba; quizá sería lo que más echaría de menos cuando se marchara durante varios años.

A pesar de pertenecer a una familia adinerada y de haber nacido con un pan bajo el brazo, había tenido que pelear para hacerse un hueco en la sociedad. Una lucha no exenta de heridas que, si bien no sangraban, habían dejado cicatrices. Su padre había sido un reconocido abogado de Barcelona y, desde pequeño, lo educaron para seguir con la tradición familiar. Siendo un niño, jamás tuvo una oportunidad, no le dejaron escoger su futuro cuando su anhelo más íntimo era estudiar Medicina y no le quedó otra alternativa que la de asentir a cada orden paterna.

Su progenitor siempre fue un hombre severo, de mirada penetrante que enmudecía las bocas al instante y llenaba el ambiente de silencios fríos, como si el aire glacial hubiera entrado por la puerta. Su madre nunca tuvo ni voz ni voto; vivía a la sombra de un marido controlador, al que temía. Nunca se enfrentó a él y murió joven debido a una larga enfermedad. Él apenas tenía unos cuatro años; por aquel entonces no entendía que la muerte era un adiós para siempre. Aún se acordaba cuando esperaba encontrar a su madre al levantarse por las mañanas, pues creía que estaba en el hospital y que la muerte se trataba de una enfermedad. Hasta que un día comprendió que la muerte no tenía curación y que era eterna.

Javi no quiso pensar más en el pasado y se dirigió al auto. Se obligó a no mirar el paisaje, ya que lo distraía de la conducción y en aquellas carreteras abundaban las curvas y los precipicios; toda precaución era poca. Iba a casa de su amigo Iván Mayer, al que quería como al hermano que nunca tuvo. Ser hijo único había sido otra de las frustraciones con las que había cargado en su vida. Iván y él se conocían de niños, acudían al mismo colegio privado, pero fue en la universidad cuando se reencontraron. Entre libros y travesuras forjaron un fuerte vínculo. Su amistad con Iván había marcado un antes y un después, lo hizo más fuerte, más seguro de sí mismo y le había dado esperanzas en un mundo que siempre había visto gris.

No tardó en llegar a una casa sencilla de aire campestre muy acogedora. Iván vivía allí con su mujer, Lucía Olmos, y el hijo de ambos, Pere, de casi siete años de edad. Javi, a sus casi treinta y cinco primaveras, por fin había tomado la decisión de partir hacia tierras lejanas y no quería irse sin despedirse de sus amigos. Tenía la necesidad de dedicar una parte de su vida a nuevos retos, y empezaría en Estados Unidos en un congreso. Quería establecerse en algún pueblo perdido de la mano de Dios —cuanto más rural y tranquilo mucho mejor— y crear una pequeña consulta. Era algo con lo que siempre había soñado y llevaba varios meses planeándolo. De hecho, quienes le había dado el último empujón habían sido Iván y Norma, una integrante de Los Hijos de la Luz, que curaba utilizando las propiedades de las plantas que recolectaba. Ella le había enseñado un mundo que sus colegas de oficio rechazaban. Sin embargo, él lo veía como un complemento a sus conocimientos y se sentía feliz porque se llevaba lo mejor de los dos mundos. Por un lado, los métodos que había adquirido a través de los libros. Por otro, la sabiduría ancestral que le había transmitido Norma.

Javi encontró a Iván cogiendo los primeros tomates de la temporada del huerto. Lucía se había acercado al hogar de su hermano Abel y se había llevado a Pere. El niño se lle

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