¿Lo dices en serio? (Serie Todas para una 4)

Mayte Pascual

Fragmento

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Capítulo I

El ruido de mis tacones repiquetea haciendo eco en el hall de suelos de mármol de Nature Homes, nuestra empresa familiar. Voy hacia los ascensores sin mediar palabra con las recepcionistas, que sin perder ni un segundo me abren los torniquetes para que pueda pasar libremente. No tengo tarjeta identificativa. Ni que la necesitase. Todo esto es tan mío como mi casa y, si me rebajase a utilizar una de esas tarjetas magnéticas nominales, estaría igualando mi posición a la de cualquier trabajador de la empresa; a mis trabajadores, en cierto modo. Y eso no pasará nunca. Ni en sueños.

Cuando el ascensor se abre en la quinta planta, fijo mi vista en el panel de vidrio esmerilado del fondo. Estela, la mosquita muerta que desde hace un tiempo realiza las labores de secretaria de mi padre, intenta decirme algo con gesto alarmado. Como si me importase. Paso a su lado sin disminuir la velocidad de mis pasos y abro la puerta metálica grabada con el logo de la empresa.

—¡¡Papá!!

—Alice... —Papá pone la cara de siempre, esa mezcla que le encanta de agotamiento y desquicie extremo, pero le ignoro, como suelo hacer yo siempre también —. Estoy reunido, por favor.

—Ni por favor ni nada.

Resopla de forma escandalosa y me mira impertérrito, a pesar de mi creciente malestar.

—¿No puede esperar?

—¿Crees que puede esperar el hecho de que mi padre sea un traidor?

De nuevo su cara de sobrepasado. Pone los ojos en blanco, suspira teatralmente y dirige su mirada hacia los sofás que hay en el rincón de los ventanales.

—Lo siento, Rodrigo. ¿Podemos hablar en otro momento?

—Claro, no hay problema.

Me giro sorprendida. Cualquier trabajador de esta empresa habría salido huyendo al presenciar mi entrada triunfal, así que este debe de ser nuevo. Fuerte, pelo negro azabache, pantalón y chaqueta informal y camisa blanca sin corbata. La barba de tres días le delata. Imposible que se trate de una persona en nómina. Aquí casi van uniformados, sometidos a unas normas de vestimenta y comportamiento tan estrictas que parecen hechos en serie.

—Estaré con Alberto y su equipo. Me han prometido un café. Avísame cuando estés libre.

Su estatura me sorprende cuando se levanta del sofá y se dirige hacia la puerta del despacho, pasando demasiado cerca de mí.

—Alice. Un placer.

¡¿Alice?! ¡¿En serio?! ¿Pero qué se ha creído este tipo? Aquí nadie es tan atrevido como para llamarme por mi nombre de pila. Veo, aún anonadada, cómo desaparece por la puerta, que se cierra tras él.

—A ver... —Papá se sienta tras su ultramoderna mesa con aire cansado—. ¿Qué he hecho esta vez?

—¿Cuándo pensabas contarme lo del «pequeño favorcillo» que les has hecho a Cloe y a Caleb?

—Ay, Alice, por favor, era eso...

—¡¿Era eso?! ¡¿Te parece poco?!

—Alice, cariño... ¿Cuándo piensas dejar de preocuparte por lo que hagan o dejen de hacer? Además, ha sido una tontería...

Tontería, dice. A veces papá no se entera de nada.

—No me parece una tontería que ayudes a gente que me ha dado la espalda de la noche a la mañana.

—Hija, no sé por qué, pero me temo que algo harías tú también para provocar esa situación...

—¡Papá!

—¡¿Qué?! —Sonríe beatíficamente, como si nunca hubiese roto un plato—. Yo solo digo que dos no se pelean si uno no quiere...

Suspiro, intentando mantener la calma. Adoro a papá, pero tiene una facilidad para sacarme de quicio que no la tiene cualquiera.

—¿Me puedes decir por qué lo has hecho? —Técnica dos: dar pena. Nunca falla con papá—. Podías habérmelo contado.

—Cariño, te adoro. Eres mi niña. La luz de mis ojos. Pero, si te lo hubiese dicho antes, habrías maquinado estrategias de todo tipo para chafarles los planes.

—Eso no es verdad.

—Sí, lo sabes.

Bueno, vale... Quizá papá me conozca un poquito más de lo que yo pensaba.

—Pero ¿por qué te pones de parte de Cloe y la ayudas?

—Alice, por Dios... —Cuidado. Cuando papá nombra a Dios es que está perdiendo la paciencia a pasos agigantados—. No me pongo de parte de nadie. Y no he ayudado a Cloe, créeme.

—¿Entonces?

—Isabel me llamó.

Acabáramos. La reina Isabel. La que podría haber sido mi suegra si las cosas hubiesen salido como las tenía planificadas hasta el último detalle.

—Y ya está, como Isabel te llama, se para el mundo...

—Cariño, los padres de Caleb son amigos nuestros desde antes que tú nacieras. No podía negarme. —Pone cara de disculpa, pero no me vale—. Tampoco es que haya obrado un milagro, solo les he facilitado un poco las cosas...

—¡¡¿Solo un poco?!! —Mi voz se eleva por el amplio espacio del despacho y juraría que los cristales tiemblan—. ¡Papá! ¡Se van a casar en el sitio donde me quería casar yo! ¡Y gracias a ti!

Intento que no se me salten las lágrimas de la rabia que estoy conteniendo y más cuando veo la expresión de mi padre, que se debate entre la sorpresa y la pena.

—¡Pero, Alice, cariño! Tú puedes casarte en un sitio infinitamente mejor. —Se levanta del sillón presidencial y viene hacia mí, con ese gesto que utiliza desde que era niña y trataba de tranquilizarme tras una pataleta—. Además, que yo sepa...

—¡¿Qué?!

—Pues... —Sé que está midiendo sus palabras y eso es lo que más miedo me da—. Que, a menos que no me hayas contado nada y sea un secreto, no parece que haya un novio a la vista...

Lo que me faltaba. Papá se da cuenta del error casi al momento y su cara se congela con una mueca de espanto. Esta vez sí que has metido bien la pata, papi.

—Hija, perdona, no quería decir eso... —Intenta acariciarme el brazo, pero me separo con brusquedad de él.

—Da igual. Me marcho. Ya he oído suficientes tonterías.

—Alice, cariño...

Giro sobre mis talones y salgo del despacho intentando dar un portazo, sin éxito alguno. Odio esas puertas de última generación que se cierran solas, tan despacio que dan ganas de gritar. No me dejan dar rienda libre al enfado y al dolor que siento ahora mismo. Estoy segura de que mi padre la encargó pensando solo en su hijita.

Papá no sale del despacho corriendo detrás para pedirme una explicación, pero tampoco contaba con ello. Él es más de esperar a que amaine la tormenta. Dentro de una hora exacta llegará a mi casa un gran ramo de las mejores rosas con una nota de disculpa y un regalito extra, seguramente muy caro, dado el calibre de la metedura de pata. Así que, con toda probabilidad, en unos años acabaré como mi madre: con una amplia colección de joyas, zapatos y bolsos, y con un odio infinito al aroma de esas bonitas flores.

Intento respirar hondo en los pocos segundos que estoy en el ascensor. Nunca me habría imaginado que, cuando todo el mundo parece haberse puesto en mi contra, a mi padre solo le entrase la risa. Me ha traicionado de la forma más dolorosa que ha podido, aunque él ni siquiera se haya dado cuenta.

Me pongo las gafas de sol antes de que las puertas se abran y salgo tan digna como he entrado, sin despedirme de nadie. Voy directamente hacia el coche que, como siempre, he aparcado de cualq

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