Suculenta venganza (Suculentas pasiones 2)

Mina Vera

Fragmento

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Prólogo

El reloj de pared del gran salón de la solariega casa de los Varela anunció las diez en punto de una fría y despejada mañana de enero. Como en una procesión, en silencio, con paso lento y cauteloso, los padres de Lucía la acompañaron hasta la puerta principal. Berardo la ayudaba con sus maletas, mientras que Candela empujaba el carrito que una vez, hacía ya treinta años, había pertenecido a su hija durante su más tierna infancia.

El taxi que la conduciría desde Mataró hasta Barcelona la esperaba ante el portón que daba paso al jardín delantero, donde uno de los vigilantes del equipo de seguridad aguardaba con la cancela entreabierta.

Hasta allí se dirigió la familia al completo. Cuando se detuvieron para una última despedida, a Candela se le escapó un pequeño sollozo y no pudo evitar abrazar a su hija una última vez. Lucía la recibió con afecto y la dejó desahogarse unos segundos mientras dirigía una significativa mirada a su padre.

—Cuídate mucho, cariño, por favor. Y llámanos —sollozó la mujer.

—Os llamaré a diario —aseguró Lucía. Besó a Candela en la mejilla y después hizo lo mismo con su padre, que mantenía un silencio hermético—. Aunque no vendré en algún tiempo. Es lo mejor.

—Lo sé, hija, lo sé —concedió su madre, con quien Lucía había mantenido interminables conversaciones hasta conseguir hacerle ver las razones de sus actos.

—Gracias de nuevo por hacer esto por mí. Sé que es difícil para vosotros, que os estoy pidiendo demasiado. Pero es vital que todo se haga tal como hemos acordado.

—Así será, te lo aseguro —fueron las únicas palabras de su padre.

—Llamadme ante cualquier contratiempo. Eso no lo dudéis.

—Lo haremos.

Entre el chófer y Berardo acomodaron las maletas en el taxi. Lucía volvió a besar a su madre y, con cierta renuencia, se acercó al carrito, echó un último vistazo y retocó ligeramente la mantita que cubría al pequeñín hasta el cuello, dejando apenas a la vista una redonda carita de grandes ojos cerrados.

Cuando el vehículo emprendió su camino, Lucía no miró atrás. Ese día sería el primero de su nueva vida. Tenía mucho trabajo por delante para conseguir que todos sus planes llegaran a buen puerto. No pensaba dejar que lo que Damien Tocqueville había hecho con ella y de ella volviera a condicionar su destino nunca más. Su captor, su falso marido, ya estaba muerto. Ella misma le había pegado un tiro en el pecho y lo había visto morir sobre un charco de sangre en el suelo del que había creído su hogar. Las pesadillas no habían desaparecido aún, pero él sí. Solo quedaba un cabo suelto para cerrar ese capítulo de su fraudulenta vida creada al lado del ser más vil y despreciable que ella hubiera conocido jamás. Atarlo no sería fácil, además sería muy peligroso tanto para ella como para cualquiera de su entorno. Sin embargo, llevaba casi un año trazando su estrategia. Nada podía fallar. Su propia vida dependía de ello.

***

El guardia de la entrada de la prisión de La Santé de París miró boquiabierto a la mujer que cruzaba las puertas aquella mañana. No era la primera vez que la veía. Desde hacía meses, cada vez que coincidían sus visitas con su turno, tenía el placer de contemplar a semejante belleza. Daba igual que fuera veinte años mayor que él, como rezaba su documento de identidad. Alexia Tocqueville podría pasar de los cincuenta, pero se conservaba hermosa y cautivadora. Y ese día estaba absolutamente deslumbrante.

Había sustituido sus habituales ropas negras de luto por un vestido rojo que resaltaba sus curvas, su larga melena azabache y aquellos ojos verdes que lo atravesaban a uno con la mirada.

—Buenos días —pronunció con sus labios perfilados en carmín—. Vengo a ver a mi marido, André Tocqueville.

«Como si una sola alma en este infierno no supiera quién es usted y quién es él», pensó para sí el funcionario.

Dio aviso de su llegada y la hizo pasar a la sala común de visitas, donde varios hombres recibían también a sus familias en aquel momento.

Alexia tomó asiento y los miró de hito en hito, con un odio tan visceral hacia toda aquella chusma que a punto estuvo de estropearle el buen humor que la acompañaba aquel día.

Su marido no debería estar preso. Aquel lugar era indigno de él. André estaba hecho para grandes cosas y su cautiverio no hacía más que posponer lo inevitable. Pero ella iba a sacarlo de allí. Esa era la parte final de su minucioso y elaborado plan. Para lograrlo, tenía que dar antes muchos y complicados pasos. Nada que ella, su Estrella de la suerte, no pudiera conseguir.

«Puedes lograr todo lo que te propongas, mi Estrella de la suerte. ¿Acaso no me has conseguido a mí?».

Pensar en aquellas palabras que tantas veces le había repetido la sumió en la melancolía. El mismo día que se habían conocido, él la había bautizado con aquel apodo que le erizaba la piel cada vez que lo pronunciaba.

Ella era una cría de dieciséis años que vivía en los suburbios de París, en una casa desvencijada que solo ella se ocupaba de mantener limpia. Su padre, holgazán y borracho, vivía del miserable sueldo que cobraba su madre por jornadas de doce horas en una fábrica textil. Como se lo fundía en alcohol y, aunque su madre se negara a verlo, en prostitutas, ella había tenido que dejar de estudiar y ponerse a trabajar en lo único que encontró.

A través de un anuncio en el periódico donde buscaban a un estudiante como ayudante de reparto, desde los catorce años pasó sus días callejeando por París, sirviendo de recadera de un empresario que tenía negocios de todo tipo, muchos de ellos nada lícitos.

A Alexia le traía sin cuidado lo que contuvieran los sobres y paquetes que transportaba en su mochila escolar mientras siguiera cobrando su paga semanal, de la cual escondía la mitad bajo una baldosa de la cocina, detrás del cubo y la fregona que suponía que su padre jamás tocaría.

Su mundo cambió una calurosa tarde de verano. Al salir de hacer una de sus entregas en un edificio aún en construcción, donde solo tuvo que dejar el envío en un buzón sin tan siquiera hablar con nadie —aunque sabía que la estaban observando en todo momento— decidió tomar un autobús para volver a casa, pues el lugar estaba demasiado lejos y la temperatura era sofocante para ir a pie.

Sola en la parada, se sobresaltó al oír una multitud de sirenas. Se escucharon unos disparos en el interior del edificio y, poco después, varios hombres salieron y se desperdigaron en diferentes direcciones.

Un rezagado salió por una ventana y se acercó a ella cojeando. La miró un par de segundos y, al oír las sirenas demasiado cerca, le hizo un gesto con dos dedos en sus labios para que guardara silencio antes de esconderse entre una pila de escombros de la obra.

Las sirenas llamaron la atención de algunos vecinos de la zona, que se asomaron a las ventanas o se acercaron a curiosear. Un buen número de policías rodeó el edificio, y poco a poco fueron entrando casi todos. De los que se quedaron fuera, uno en concreto miró con sospecha entre los materiales de obra, levantando lonas y apartando palés de madera con un instinto que hizo que el corazón de Alexia se detuviera en su pecho.

Aún con los labios temblorosos por el contact

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