¿Quién necesita un ángel?

Maya Moon

Fragmento

quien_necesita_un_angel-1

Ángel

«Un hombre joven, de menos de cuarenta, alto, muy atractivo, moreno y de ojos azules. ¡Hay que joderse, ni que fuera a tirármelo!», se dijo el hombre a sí mismo observando atentamente a su alrededor. Su compañero, que estaba sentado en el asiento del copiloto, lazó una sonrisa irónica antes de decir:

—Tengo la foto. Tú aparca. Encontrarlo es cosa mía.

El que conducía detuvo el Audi negro junto a la acera en cuanto tuvo oportunidad.

—Aquí no, canta demasiado. Gira a la derecha y para allí —dijo señalando una zona detrás de una pequeña plaza llena de árboles y arbustos.

El otro volvió a arrancar el motor y obedeció.

—¿Para qué crees que querrá el jefe a este tipo?

—Ni lo sé ni mi importa. ¡Joder! ¡Para de una vez que tenemos que recoger a alguien vivo y no un cadáver!

Los dos se echaron a reír a carcajadas. El que conducía, de repente, cambió el gesto por completo y empezó a señalar con el dedo:

—¡Es ese, es ese, mira la foto! ¿Es ese, verdad?

Su compañero se cercioró de que el otro tenía razón a través de la foto que le habían proporcionado. La comparó con el tipo que salía en ese mismo momento de la cafetería de enfrente. Simplemente se bajó del coche a toda prisa y se colocó a una distancia prudente del joven a quien había identificado como su objetivo.

El joven caminaba tranquilamente por la acera. Vestía un pantalón vaquero negro y una camisa granate. Llevaba puestas sus inseparables gafas de sol, pero su aspecto era inconfundible. Parecía sacado de un catálogo de moda.

—¡Hijo de puta! —pensó el hombre que lo estaba siguiendo—. Se ha puesto hasta gafas de sol.

La única información que tenía aparte de la foto era que saldría de aquella cafetería sobre las once de la mañana y caminaría exactamente en la dirección que en ese mismo momento estaba recorriendo. Nada más. Y una orden: no asustarlo, o de lo contrario no volverían a verlo. Su tarea era simplemente «convencerlo» por las buenas de que los acompañara a ver a su jefe.

El joven seguía caminando con paso firme, con las manos en los bolsillos, hasta que se detuvo en el semáforo junto otro montón de gente, esperando a que cambiase a verde. El que lo estaba siguiendo se detuvo a su lado y emitió un profundo suspiro:

—No es una mañana muy buena para pasear, ¿no cree?

Él lo miró un instante levantando la ceja izquierda por encima de las gafas de sol y no contestó. El semáforo seguía rojo.

—El señor Salgado quiere hablar con usted. Me ha pedido que lo acompañe hasta su casa.

Mencionar al señor Salgado en esta ciudad es solamente comparable con la época en que el señor del castillo era dueño de todo lo que lo rodeaba, tierras, animales y personas. Solo había una cosa que podía hacer, y era seguirle la corriente.

—¿Y qué puede querer el señor Salgado de mí? —preguntó empezando a ponerse nervioso hasta el punto de que le era casi imposible disimularlo.

—Solo hay una forma de saberlo, ¿no le parece?

El semáforo cambió a verde justo cuando el hombre le indicó al joven que lo siguiera en dirección contraria y él obedeció. Caminaron uno junto al otro tranquilamente sin dirigirse la palabra hasta que llegaron donde estaba el coche negro, y el hombre le abrió la puerta de atrás para que subiera. El joven miró a su alrededor antes de subir y finalmente se sentó detrás y se dispuso a ponerse el cinturón. Sabía que estaba en franca desventaja: eran dos contra uno. Sabía también que si no hubiera subido por su cuenta al coche, ellos habrían encontrado la forma de subirlo a la fuerza. Se quedó junto a la ventanilla derecha y por un instante se le ocurrió que, en ese mismo momento, absolutamente nadie sabía dónde se encontraba, lo cual aumentó su ansiedad. Si quería que todo fuese bien, lo mejor que podía hacer era acudir a hablar con el señor Salgado y averiguar qué quería de él. Negarse no era una opción compatible con seguir con vida, de eso sí que estaba seguro.

El coche abandonó el centro de la ciudad primero y luego fue dejando atrás los suburbios hasta que se adentró en una pequeña carretera rodeada de árboles. A estas alturas él ya sabía perfectamente a dónde se dirigían, a la mansión de Salvador Salgado, en la parte alta de aquella carretera que estaban subiendo: una gigantesca propiedad aislada del exterior y custodiada por decenas de hombre armados. En cuanto divisó el pinar que rodeaba la construcción, supo que por fin estaba llegando a su destino, lo cual no logró tranquilizarlo.

La enorme verja de la entrada se abrió permitiéndoles acceder a la hacienda y cerrándose lentamente tras ellos. Dos hombres armados y uniformados permanecían uno a cada lado de la verja, totalmente inmóviles. El conductor detuvo el vehículo finalmente en un pequeño parking habilitado para los empleados y abrió la puerta para dejar salir a su pasajero. El otro se apoyó en la puerta del conductor y encendió un cigarro a sabiendas de que su trabajo no se reanudaría hasta que tuviera que llevar a su invitado de vuelta a casa, vivo o muerto, eso aún estaba por ver y tampoco era asunto suyo.

Por su parte, el joven se dejaba guiar hasta la entrada de la enorme mansión del hombre que requería su presencia. Abrió la puerta principal una mujer de aspecto asiático y los condujo hasta un despacho, muy cerca de la entrada donde en un sillón detrás de una enorme mesa de roble, un hombre de algo más de sesenta años según sus cálculos, todavía con buen aspecto, sonreía mientras daba un sorbo a su taza de café.

—¡Ooooh, qué agradable sorpresa! Celebro que haya decidido reunirse conmigo —dijo el hombre en tono cortés pero informal al mismo tiempo, tratando de ser amable.

El joven, con aspecto desconfiado, lo miraba entre dudoso y asombrado y se le pasó por la cabeza que este hombre era un farsante estupendo. ¿Decidir? Él no había decidido nada. Nadie se niega a reunirse con el jefe de casi todas las mafias de la ciudad; eso lo sabía cualquiera. En cuanto escuchó quién reclamaba su presencia, supo a ciencia cierta que negarse no era una opción.

—¡Pero qué maleducado soy! Tome asiento, por favor —invitó—. ¿Le apetece tomar algo, un whisky, un café?

El joven, sentándose justo donde su interlocutor le había señalado, negó con la cabeza.

Carraspeó un instante para aclararse la garganta antes de preguntar:

—Me gustaría saber qué quiere de mí, ya que aún estoy vivo para preguntarlo.

Salvador Salgado soltó una carcajada antes de contestar. Le gustaba este hombre. No es que dudara de su amiga Marga, que se lo había recomendado encarecidamente, pero ahí, teniéndolo delante, se daba cuenta de que destilaba algo especial. Era más joven de lo que esperaba y no daba el perfil de matón.

—Por supuesto —dijo mirando al hombre que lo había traído haciéndole un leve gesto con la barbilla que lo invitaba a abandonar el despacho—. Estimado señor González, ¿o prefiere que lo llame por su nombre, Ángel?

El joven se encogió de hombros. Su menor problema en ese momento era cómo quería que lo llamaran; de eso estaba seguro.

—Bueno, yo prefiero Ángel; es un nombre precioso, si me permite decírselo. Usted y yo tenemos una amiga comú

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos