El largo olvido

Marcia Cotlan

Fragmento

el_largo_olvido-3

La llegada

En marzo de 1990 se trasladaron a vivir al piso de enfrente los Loyola y su hijo Asdrúbal, que muchísimo después se convertiría en mi marido. Yo tenía nueve años. Las obras nos habían tenido en vilo varios meses. Obreros entrando y saliendo sin cesar, dejando su reguero blanquecino de cal en el pasillo y el montacargas, aquellos golpes que indicaban que algunos tabiques del inmueble iban a desaparecer en favor de espacios más amplios, tal y como entonces comenzaba a ponerse de moda (ya sabes a lo que me refiero: esa fiebre por emular los apartamentos neoyorkinos que salían en las películas y en las series de televisión; se puso de moda la palabra loft y todo el mundo derribaba los tabiques de su casa para que las líneas de las estancias fueran más diáfanas y el espacio fluyera. Son palabras textuales de muchos de los amigos de mis padres que, por aquella época, comenzaban a remodelar sus viviendas). Fuimos testigos de cómo entraban los mármoles de la mejor calidad, las griferías más modernas y los muebles más caros. Incluso un arpa antigua que nadie tocaba pero que los Loyola habían comprado en una subasta de muebles en París, como después nos contó Asdrúbal. Nuestro edificio era antiguo, de los años veinte. La fachada había sido remodelada y el portal también, cuidando con esmero los detalles, pues se reemplazaron los espejos por otros de la misma época y un ebanista se encargó de dejar la puerta del montacargas, la del portal y la de cada vivienda como si fuesen nuevas, pero sin serlo, pues ahí radicaba la gracia: en mantener aquella joya de los años veinte sin modernizarla, con todo el sabor de la época en la que había sido construida. Creo que era el único edificio de la ciudad que conservaba la portería como a principios del siglo XX y que tenía dos escaleras: la principal y la de servicio, que conducía a las cocinas. Cada cual había remodelado el interior de su casa a su manera, desde el minimalismo de los Ortega Méndez, que vivían en el quinto, hasta nosotros, que mantuvimos ese aire casi decimonónico de maderas oscuras, cortinones, tresillos de terciopelo y altísimas estanterías llenas de libros. Los Loyola (conocí su casa cuatro meses después de que se hubieran trasladado) habían optado por un estilo Montecarlo, lujo sin estridencias y más brillo del que a mis padres les gustaba. La plata y el cristal que adornaban las estanterías horrorizaba a mi madre, siempre contraria a los adornos que no servían nada más que para eso, para adornar. En nuestra casa había pocos cuadros en las paredes y contadas fotografías sobre las repisas o sobre alguna mesa auxiliar. Creo que a mis padres no les gustaba nada de los Loyola, excepto Asdrúbal, pero él les gustaba tanto que les perdonaban todo lo demás.

Asdrúbal Loyola era un cerebro privilegiado que prendó a mi padre desde el primer instante en que habló con él. No entendía que aquel muchacho que había crecido solo, con la ausencia casi total de sus padres y sin un solo libro en casa, si exceptuamos los que él mismo se había ido comprando, podía tener una cultura tan extensa, unos gustos tan refinados y una inteligencia tan viva. Sus padres solo pensaban en aparentar, gastar dinero y disfrutar. Eran superficiales e irresponsables y no habían dedicado ni un solo minuto a su hijo, que había crecido rodeado de niñeras, cocineras y demás personal de servicio.

Asdrúbal se convirtió en el hijo que mi padre siempre quiso tener. Imagina la alegría que recibió cuando, varios años más tarde, Asdrúbal se convirtió en mi novio y, finalmente, en mi marido. Imagina también lo que le supuso, después, aceptar nuestro divorcio. Tanto se negó a ello, que Asdrúbal siguió visitando la casa y asistiendo a las reuniones y fiestas familiares igual que lo había hecho siempre. Como si aún estuviéramos casados. Yo debía escuchar después la famosa frasecita de «ese hombre es excelente. No hay otro mejor» y la mirada recriminatoria de mi padre. Siempre he sido un saco de decepciones para él, eso acaba una asumiéndolo tarde o temprano y así duele menos. O duele de otra manera.

Por aquella época, en pleno proceso de divorcio, recibí el encargo de traducir Oliver Twist. Siempre me ha gustado Charles Dickens. Encuentro en su melancólica tristeza, en su descripción de los ambientes y los personajes más desfavorecidos y en su crítica social algo que me recuerda a las tardes de los domingos. Lo mismo me ocurre con Charlot. Aquellas tardes de domingo en las que veíamos cine en casa con el viejo proyector de mi madre, antesala de los lunes, y del colegio, y de las actividades extraescolares, eran tristes y melancólicas, invernales, aunque sucedieran en plena primavera. Creo que eso es la infancia, al menos la mía, un largo invierno lleno de películas de Chaplin y de jovenzuelos de novela de Dickens correteando por las calles de Londres. Un largo domingo, malo en sí mismo, pero preludio de un lunes que traerá algo peor.

Es curioso, porque siempre que veo una película de Chaplin recuerdo al niño que fue Asdrúbal, a pesar de que no vivía en las calles de los barrios bajos, ni era huérfano, pero sí sufrió un tipo de abandono muy similar. Sus padres habían sido hippies en su juventud y lograron enriquecerse con un negocio textil en la madurez, de manera que unieron el ansia de libertad al exceso de dinero, y esa mezcla tuvo como resultado que le dieran a su hijo las llaves de casa cuando tenía diez años y le dijeran: «Ya eres mayor». Eso significó para Asdrúbal vivir con gente de servicio que le cubría las necesidades elementales de supervivencia y tener noticias de sus padres a través de postales en las que se veía Gstaad nevado o las playas de Saint–Tropez. También a través de mensajes grabados en el contestador automático en los que siempre se escuchaba de fondo la algarabía de las risas y las charlas animadas por el champán (eso se imaginaba Asdrúbal, según me confesó una vez, que sus padres y los amigos de estos se pasaban el día riendo y bebiendo champán, mientras él permanecía solo en casa leyendo un libro, paseaba por el parque o jugaba al billar en los bares a deshoras). Cuando se trasladaron a vivir a nuestro edificio, encontró a su verdadera familia: nosotros. Por eso el divorcio fue un inferno. Mi madre y mi hermana estaban tan incrédulas ante el fin de mi matrimonio como lo habían estado dos años atrás al saber que éramos pareja. Jamás me atreví a preguntar ―quizás porque intuía que la respuesta iba a resultar humillante y a dolerme demasiado― el porqué de esa estupefacción cuando Asdrúbal y yo comenzamos a salir. Héctor, que considera a mi ex más hermano suyo que a Florencia y a mí, le enfadó de tal manera nuestro divorcio que dejó de hablarme durante varias semanas. Eso que gané, también es cierto. «¿Por qué has tenido que fastidiarla con esto también?», me preguntó, y en esta simple cuestión aglutinó todos los fracasos de mi vida. De nada sirvió decir que la relación se había ido desgastando (si es que alguna vez había tenido un momento álgido, ya ni siquiera lo recordaba) y que fue Asdrúbal y no yo quien decidió ponerle fin.

Mi padre no me dijo nada. Absolutamente nada. Firmé el divorcio un viernes y el sábado, cuando llegué a comer a su casa, como cada fin de semana, me encontré a Asdrúbal sentado a la mesa. Hasta el día de hoy eso no ha cambiado. Compartimos Navidad y Fin de Año, la comida de los sábados y, a veces, también nos encontramo

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos