Un amor perfecto (En el último rincón del mundo 1)

Sandra Heys

Fragmento

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Capítulo uno

La mujer perfecta había llegado. No que pensara que ella era la «mujer perfecta» para él, no. Ya no pensaba en esas cosas, por muy bella y deseable que la hallara.

Simple y llanamente era perfecta.

Siempre la veía con esos trajes que parecían hechos a medida. Y si algún par de zapatos era de cuero italiano trabajado a mano, era el que ella llevaba. Su pelo rubio también era perfecto; parecía recién salida de la peluquería. Y no podía hacerle ningún reproche al maquillaje. Ocultaba las mínimas imperfecciones de la blanca piel, si es que las había, y destacaba los bellos y delicados rasgos. Los ojos verdes eran luminosos, y sus suaves y rosados labios, muy apetitosos. Era bastante alta, quizás le llegara hasta los hombros. Y delgada, pero curvilínea. Él estaba acostumbrado a mujeres pequeñas y menudas. Era lo normal entre las gimnastas.

Como de costumbre, la acompañaba la mujer pequeña y un poco mayor, que llevaba todo tipo de aparatos de última generación, tablet, Smartphone, y quien sabe qué más que él no alcanzaba a distinguir por la distancia.

Por la manera en que la mujer mayor miraba a la mujer perfecta, y por el lenguaje corporal, daba la impresión de ser su secretaria.

Cada vez que venían, se sentaban en el mismo lugar. La mujer perfecta miraba en torno a ella y le dictaba algo a la otra mujer. Apenas terminaba la competencia, ambas se ponían de pie y se iban. En ese momento se les unían dos hombres vestidos de traje. Uno con el pelo entrecano, y el otro con toda la apariencia de practicar lucha grecorromana o algo así. Ambos se quedaba a varios metros de las mujeres, para luego escoltarlas.

Cualquier otra mujer habría estado sudada y con el traje arrugado, pero no la mujer perfecta. Ella parecía fresca como una lechuga. Como recién salida de la ducha, con el traje planchado a la perfección.

Pero en ese momento había algo distinto. Después de que el resto de la concurrencia comenzara a retirarse, ella se puso de pie, bajó hasta la pista y caminó acercándosele.

Él siguió guardando los implementos y ordenando las colchonetas hasta que escuchó el leve taconeo detenerse a escasos pasos.

—¿Matías del Río? —Y eso confirmaba su teoría: la mujer era perfecta, hasta su voz lo era. Suave, sensual, ligeramente ronca, muy articulada—. Mi nombre es Emilia Larraín Mackenna. —Le tendió la mano.

—Un gusto —dijo Matías, tomando la mano de piel cálida y tersa.

—Lo mismo digo —respondió Emilia después de soltarse—. No sé si usted sabe quién soy.

—Lo siento, señorita, pero la verdad es que no.

—Lo suponía. Como le decía, mi nombre es Mackenna. Mi familia es la que controla el grupo Mackenna —explicó Emilia.

—Es decir que usted es la dueña de la mitad de Chile. —Matías siguió enrollando una cinta mientras consideraba si sería apropiado hacer una reverencia. La mujer prácticamente era de la realeza. Si aún existiera en el país.

—Solo el treinta y cinco por ciento —aclaró ella—. Yo soy la heredera del cincuenta y un por ciento del grupo, por lo tanto, soy la dueña de algo menos que la quinta parte del país.

—Suerte la suya; yo con suerte soy el dueño de la quinta parte de este gimnasio —replicó Matías, sardónico.

—Según mis fuentes, solo la décima parte le pertenece. —Al parecer, Emilia no se dio por enterada de la actitud del hombre, ya que siguió hablando de la misma manera, como si estuviera dando instrucciones a un empleado cualquiera—. El resto es del banco que le concedió un crédito con esta propiedad como garantía.

—Dígame que puedo hacer por usted, señorita. —Matías estaba comenzando a hartarse de la mujer. Quería terminar de ordenar e irse a casa. Estaba muy cansado y aún faltaban todas las labores hogareñas y conseguir que su hija hiciera las tareas para la escuela. «Tuve una competencia anoche» no era considerada excusa suficiente.

—Tengo una proposición que hacerle. —La mujer miró de reojo y vio que un reducido grupo de hombres se acercaba a ellos, caminando lento, fingiendo que miraban alrededor, pero cualquiera podría asegurar que no les interesaba nada de lo que veían—. No es mi afán restregarle en la cara lo mal que le ha ido en el último tiempo pero, según mis fuentes, tiene varias cuotas atrasadas con el banco, además de problemas para pagar las cuentas de los gastos básicos y nadie puede negar que este local necesita muchas reparaciones y que todos los implementos son viejos y urge renovarlos.

—Me gustaría… —comenzó a decir Matías, pero la mujer levantó la mano.

—Me consta que el banco tiene planes para este terreno, en cuanto pueda ejecutar la hipoteca, lo que será luego, si no consigue ponerse al día.

—Señorita…

—Lo que es aún más importante —Emilia siguió, sin dejarse interrumpir—, según mis fuentes, todo lo que tiene lo invierte en la preparación de su hija, que podría llegar a ser la primera mujer chilena que se cuelgue una medalla olímpica en gimnasia. Y lo único que la separa del podio son varios ceros, precedidos de un número aún indeterminado.

—Me encantaría conocer esas fuentes a que usted se refiere —intervino él veloz, para evitar que lo hicieran callar por tercera vez—. Quizás podrían darme los números de la Lotería del domingo, así solucionaría todos mis problemas.

—¿Confirma, entonces, todo lo que le he dicho? —preguntó la mujer.

—Mi situación económica es, en efecto, la que usted dice —contestó Matías—, y mi hija es una gran gimnasta; que pueda o no llegar a ser medallista olímpica, eso solo lo dirá el tiempo.

—Pero no le vendría nada mal tener el respaldo de una de las fortunas más grandes del país —aseveró Emilia, mientras miraba otra vez a los hombres que se acercaban.

—Por cierto que no, pero no entiendo por qué o cómo podría conseguir dicho apoyo. —Miró sobre su hombro y vio por primera vez al grupo que se le acercaba. No los conocía a todos, pero reconocía al agente del banco donde le habían prestado dinero. Un hombre importante para él, pero se veía insignificante junto a los otros.

—Muy fácil —concluyó Emilia, con un tono más duro que el anterior—. Yo se lo daré. Pagaré todas sus deudas, reformaré el gimnasio, compraré todos los implementos nuevos y de última generación. Lo más importante, financiaré la contratación de un equipo médico y técnico para su hija. Usted es un buen padre y un buen entrenador: eso es evidente. Pero ella ya llegó al nivel máximo que usted le puede dar.

—¿Y por qué haría usted algo así? —preguntó Matías, frunciendo el ceño—. ¿Qué quiere recibir a cambio? ¿Qué tendríamos que hacer nosotros para recibir dicha ayuda?

—Casarse conmigo.

—¡¿Qué?! —gritó Matías, sin dar crédito a lo que escuchaba—. ¿Está usted loca?

—No estoy loca ni nada que se le parezca —afirmó la mujer, con una sonrisa curiosa—. Es muy sencillo. Usted necesita dinero y yo lo tengo. Yo necesito un marido y usted es soltero.

—P-pero… no entiendo, ¿por qué yo?

—Me imagino que tendrá un espejo en alguna parte, ¿no? —Emilia lo miró de pies a cabeza—. Una sugerencia: úselo. Es usted un hombre muy atractivo; está en inmejor

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