Después de tantos años (En el último rincón del mundo 2)

Sandra Heys

Fragmento

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Capítulo 1

Faltaban tres días para Navidad y no tenía idea de qué hacer ese día.

En un año normal habría ido a la casa de Emilia, pero ella había viajado con su familia, por lo que estaba descartado. Eso sí que era extraño, pensar en Emilia casada y con una hija. Nunca imaginó que realmente iba a llegar tal día.

A pesar de los intentos desesperados de Emilia, para hacerles creer que era tan déspota y ambiciosa como su abuelo, a él no lo engañaba. Le recordaba a cierto oscuro personaje de una muy famosa historia de un niño mago. Claro que ella no tenía el pelo negro y grasiento, ni tampoco la nariz ganchuda.

«¡Ja!, Cristóbal», se reprendió, «parece que te has juntado mucho con Carolina». Hablando de lo cual, necesitaba revisar por milésima vez los antecedentes de su adopción.

Una media hora después, había hecho los cambios que los documentos requerían, aunque eso aún no solucionaba el gran problema de qué hacer en Navidad.

Con toda seguridad, Sofía y Marcos lo acogerían como siempre en la mansión. El matrimonio había criado a Emilia desde muy niña, después de la trágica muerte de sus padres. Y en muchos sentidos, también lo habían terminado de criar a él, especialmente después del segundo matrimonio de Alfredo, su padre, con una mujer que era todo lo distinta que se puede pensar a su madre.

Cristóbal siempre había buscado refugio en la casa de Emilia. A escondidas del abuelo de ella, claro. Y Sofía y Marcos lo habían tomado bajo su alero, como otro hijo.

Suspiró, recordando con envidia a los hijos del matrimonio. Adolfo y Miguel no tenían idea de lo afortunados que eran. Cristóbal habría dado todos los privilegios económicos con que contaba a cambio de una familia como la de ellos.

Tomó una carpeta y descubrió que era el informe semanal del detective contratado por Emilia para que siguiera cada uno de los pasos de Federico Mackenna, el odioso primo de la mujer.

¡Dios! A veces le parecía que toda su vida giraba en torno a Emilia. Se sentía como la Luna, dando vueltas alrededor de la Tierra.

Más del cincuenta por ciento del trabajo desarrollado por Cristóbal estaba relacionado con el grupo Mackenna, la empresa que Emilia presidía y de la cual sería propietaria en cuanto se oficializara la herencia del viejo Felipe.

También, casi todo tiempo libre del que disponía lo pasaba con la familia de Emilia. Iba a las competencias de Carolina, los sábados en la tarde veía fútbol con Matías, su esposo, y algunos días a la semana almorzaba con Emilia.

Había solo dos cosas que no compartía con ellos. El almuerzo dominical con Alfredo y su madrastra, Patricia, y las ocasionales salidas con mujeres que conocía casi de nada.

Hizo una mueca dirigida a sí mismo al pensar en las mujeres con las que compartía una que otra velada. No estaba diciendo que no le agradara su compañía, por el contrario, pero... En fin, el único criterio para invitarlas era que fueran de clase trabajadora, no niñitas ricas. Y bonitas, por supuesto, eso se daba por descontado. Lo que le importaba, lo único que de verdad le importaba, era que fastidiaran a Patricia.

Bueno, ahí tenía algo que hacer el día de Navidad. Todos los años compartía el desayuno con Alfredo, aunque nada le atraía menos que pasar la mañana en la casa familiar.

Varios casos después, llegó a otro asunto de Emilia. La directora de un asilo de ancianos, que era patrocinado por ella, solicitaba recursos para un viaje a Valparaíso, que se realizaría dentro de un mes. Sacó la chequera que administraba para ella, emitió el documento, lo puso en un sobre con la dirección del asilo y lo dejó en la bandeja de salida de la correspondencia.

¿Y Emilia todavía creía que lo engañaba? Además del hogar, apoyaba económicamente a familias de escasos recursos con hijos de excelentes antecedentes académicos. Y como si eso fuera poco, todos los domingos visitaba a los ancianos internos. Muchas otras obras de caridad se beneficiaban a través de la Fundación Mackenna, pero esto era algo que Emilia hacía en persona.

¡Eso! Podía imitar a su amiga y visitar un hogar u hospital. Un hospital, eso le gustaba. Él entendía lo que significaba pasar una fecha tan especial en un lugar tan triste.

Su querida madre había sido diagnosticada con cáncer de mamas en julio, dos meses antes de que Cristóbal cumpliera quince años, ya quince años atrás.

Y escasos cinco meses después, el día 28 de diciembre, Cristina había fallecido, después de agonizar cinco días.

Cristóbal, Alfredo y su tía Claudia, hermana de Cristina, habían pasado la Navidad junto a la mujer, viéndola sufrir, sufriendo con ella a medida que la vida abandonaba su cuerpo.

Estaba decidido, iría a algún hospital, visitaría el ala de los niños enfermos de cáncer, les llevaría algunos juguetes y dulces, para que disfrutaran del día.

La cuestión era qué hospital visitar. Con suerte conocía una clínica privada. Y eso no le interesaba.

Se giró hacia el computador, abrió un buscador y sacó una lista de los hospitales de Santiago y los correspondientes directores. Necesitaría autorización para entrar al hospital y la única manera de conseguirla sería usando su posición y nombre.

Cuando reconoció el nombre de un director, por ser hermano de un colega, lo llamó. Instantáneamente consiguió la autorización. Y otra idea. También podía visitar a personas adultas que estuvieran con alguna enfermedad terminal, o de gravedad extrema, llevarles revistas, puzzles y acompañar unos momentos a familias que estaban viviendo lo mismo que él había vivido.

Cuando terminó de revisar las carpetas que tenía sobre el escritorio, tomó la billetera y salió de la oficina.

—Voy de compras, Marta —le dijo a su secretaria.

—Bien, Cristóbal, ¿a qué hora vuelves? —preguntó la mujer.

—No sé. —Se detuvo un momento frente al escritorio—. Por cierto, necesito cierta información, tú sabes cuál, todos los años pasamos por lo mismo.

—Hay un disco nuevo. —Marta sonrió irónica.

—¿Tu cantante favorito?

—El mismo —confirmó Marta.

—Dalo por hecho. —Cristóbal volvió a caminar—. Nos vemos a la tarde, o mañana, si no alcanzo a volver.

—Claro, ningún problema. No te olvides del desayuno.

En el ascensor, Cristóbal sonrió. Lo que más le gustaba de Marta, lo que había hecho que decidiera contratarla, era que Patricia la odiaba. Era una excelente secretaria, una buena mujer, trabajadora y fiel. Amante de su esposo y madre devota. Es decir, todo lo que su madrastra no era, representaba justamente lo que Patricia aborrecía.

Además, le encantaba la música tropical y vestirse con colores muy alegres, casi chillones, pero que ella sabía llevar muy bien y que eran totalmente acordes con la manera en que Marta enfrentaba la vida.

Todos los años, Cristóbal le preguntaba qué quería para la Navidad y compraba dos regalos exactamente iguales, uno para Marta y otro para Patricia, que tenía que fingir frente a su padre que le gustaba mucho lo que Cristóbal le daba. Ese era el regalo que se hacía a sí mismo.

En Nochebuena, tal como lo había pensado, Sofía, Marcos y los suyos lo recibieron felices. Cristóbal conoció al nuevo int

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