Cuando amanezca (Secretos y confesiones 2)

Ebony Clark

Fragmento

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Prólogo

Londres, diciembre de 1888

—¿Así es como honras la memoria de Charity?

Seamus apenas despegó los párpados al escuchar la pregunta. Irguió levemente la cabeza para contemplar la imagen borrosa del hombre que acababa de propinarle un ligero puntapié en el costado. Su cuerpo yacía mitad en la cama y mitad en el suelo, y viendo que no tenía intención de cambiar de postura, el recién llegado le tiró del pelo con fuerza para obligarlo a incorporarse.

—Te lo repito, maldito irlandés borracho. ¿Es así como piensas honrar la memoria de tu esposa y tu hijo muertos?

La voz que le interpelaba estaba cargada de rabia y sorpresa. Pero a Seamus no le importó que así fuera. Hacía ya bastante tiempo que había aprendido a sobrevivir siendo objeto de toda clase de prejuicios sobre el modo en que decidía terminar sus días. Administrarse alguna clase de narcótico y beber hasta caer de bruces solía funcionar la mayoría de las veces. Aunque en esa ocasión, y a juzgar por la insistente mirada de su visita, existía una probabilidad muy alta de que necesitara un par de botellas extra.

Gruñó entre dientes, indicando al caballero que no estaba de humor para sermones. Como esperaba, lejos de retirarse y dejarle disfrutar de su miseria en paz, el otro reaccionó con brusquedad, vaciándole el contenido de su botella de whisky en la cara.

Se restregó la cara con expresión de franco aburrimiento, valorando seriamente responder con sus puños a aquella agresión gratuita a su natural estado de abandono.

—Déjame en paz, Durrell —gruñó de nuevo, acostándose boca abajo para ignorar cualquier reproche que pudiera dirigirle.

—Antes prefiero matarte ahora mismo —respondió el otro, descorriendo las cortinas para que la luz del día invadiera por completo aquella habitación en penumbra—. Y aún sigo esperando que respondas a mi pregunta, irlandés. ¿Crees que Charity se sentiría orgullosa de ver en qué te has convertido?

Seamus lanzó una maldición que pareció surgir de lo más profundo de su alma. Con sorprendente agilidad se irguió de un salto y se enfrentó a la inquisidora mirada del que antaño había sido un buen amigo.

—Escucha… Tú… no tienes la menor idea... —le apuntó con su dedo índice tembloroso, apretando el puño contrario como si contuviera a duras penas el deseo de estrellarlo contra la cara del hombre. Finalmente, dejó caer el puño a un lado de su cuerpo y lo miró con rencor—. No sabes… No puedes... hacerte una idea, ¿comprendes? Así que… Si en algo valoras la amistad que un día tuvimos, no vuelvas a pronunciar su nombre, ¿me oyes?

—Sé cómo te sientes, amigo.

Ahora, el tono de Durrell se había suavizado y le ofrecía su propio pañuelo para que secara el alcohol que le empapaba el rostro.

—No, no lo sabes… ¿cómo puedes saberlo? —Sus ojos lanzaban destellos de furia—. Tienes a tu hermosa mujer y a tu preciosa hija… No estoy borracho todas las horas del día, Durrell. Incluso en los antros que frecuenta un miserable como yo, se escuchan historias sobre ti. Sobre tus logros y hazañas y sobre cómo lograste limpiar Londres de algunas alimañas indeseables. Sobre tu matrimonio con esa joven y tu reciente paternidad… Créeme, estoy al tanto. Y juro por Dios que celebro que la vida te sonría, amigo. Eres un buen hombre y mereces ser feliz, sin duda. Pero no vuelvas a decir que sabes cómo me siento… No te lo consentiré. Porque… ¿cómo puede, un hombre que lo tiene todo, saber cómo se siente un hombre que lo ha perdido todo?

El otro pareció dudar un momento, como si buscara las palabras adecuadas para rebatir su argumento.

—Amigo… —Lo miró directamente a los ojos, buscando en el fondo de los del irlandés al hombre que había conocido y respetado—. Tienes razón. No puedo saberlo. Pero sé una cosa. Han pasado casi tres años y tu espiral de destrucción parece no conocer límites. Sé que si sigues por este camino, todo aquello en lo que creíste y por lo que un día luchaste se desvanecerá. Y sé que Charity no habría deseado jamás un final así para ti. Por el amor que un día le juraste y por honrar su memoria, debes poner fin a esto.

Seamus apretó los labios y miró por la ventana. En un arranque de furia, lanzó la botella vacía, estrellándola contra la pared.

—No estoy seguro de que haya algo en mí que aún merezca salvarse, Morgan. He estado muerto mucho tiempo… Y no es una forma de hablar, créeme. He conocido el maldito Infierno, y lo que sea que ha vuelto de allí… te juro que no es el hombre que conociste. —Sus ojos azules se oscurecían de un modo salvaje.

Morgan midió sus palabras antes de insistir.

—Seamus… Necesito tu ayuda. —Se lo dijo sin más preámbulos, pues intuía que no habría otro modo de convencerlo más que reclamando la deuda que aquel irlandés cabezota aún tenía con él.

—No me necesitas, te lo aseguro. —Rio el otro con amargura—. Cualquier virtud que creas encontrar en mí no es más que un puro espejismo. Te engañas a ti mismo si piensas que alguien como yo puede aportar algo bueno a tu propia existencia. Abandona este intento inútil por resucitar a un muerto, amigo. No soy tu hombre.

—Deja de repetir la misma cantinela. He dicho que necesito tu ayuda —repitió Morgan con tono autoritario—. Y por Dios que vas a ayudarme, aunque tenga que sacarte a rastras de este cuchitril infecto.

—Adiós, amigo. Buena suerte con lo que sea que te traes entre manos… —Seamus se disponía a vestirse. Quería largarse de allí antes de que la mirada llena de reproche de su amigo lograse convencerlo de lo contrario.

Morgan se interpuso en su camino. Le arrebató los pantalones y se los lanzó a la cara.

—Te lo repito, Seamus. Vas a ayudarme. Me lo debes —añadió, a sabiendas de que su amigo no se negaría a pagar aquella deuda.

Seamus apretó los labios.

—¿Pretendes que te corresponda porque una vez salvaste mi vida? ¿Ahora que mi vida no vale un maldito penique? —inquirió con rabia—. Debiste reclamar el pago cuando aún tenía en cierta consideración mi honor, Morgan.

—¿Acaso ya no tienes honor? Recuerdo muy bien lo que dijiste entonces. Dijiste que si te necesitaba, no importaba cuándo ni para qué menesteres, podría contar contigo. Dijiste, «un irlandés siempre paga sus deudas»… Eso dijiste, Seamus —le recordó, impasible—. Así que es exactamente lo que pretendo. Reclamo el pago. Te quiero en mi despacho, aseado y sobrio, mañana a las nueve en punto.

—Estás soñando si crees que acudiré a la cita, Durrell —replicó Seamus con voz ronca—. Mañana estaré igual de borracho que hoy. Con suerte, puede que muerto. No cuentes con verme.

—Cuento con ello, Seamus. Cuando volvamos a vernos te informaré de todo, y con la cabeza despejada, podremos discutir con calma los detalles de mi oferta.

—¿Oferta? —Rio el otro con desdén—. No se trata de una oferta, Morgan. Es una imposición en toda regla.

—Llámalo como quieras, pero sé puntual mañana.

Morgan Durrell no se quedó para escuchar la retahíla de juramentos y maldiciones que le dirigía su viejo amigo. Pero los hubo, y muchos. Seamus se despachó a gusto a costa de aquel tirano que pretendía erigirse en su redentor. Lo hizo con la ayuda de una última botella de brandy que ocultaba bajo la cama. Después de todo, pensó mientras la vaciaba, Durrell tenía razón. Se pondría nuevamente a su servicio, y cuando dieran por finalizada la misión que le encomendase, Durrell y todas sus buenas intenciones podían irse al Diablo.

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Capítulo 1

—No salen las cuentas, mi querida amiga. Ojalá trajera mejores noticias. Pero, lamentablemente, ese gusano despreciable de mi hijastro apenas me dejó unas libras para subsistir durante la vejez.

Isabel presionó con suavidad los dedos de lady Wilbourgh.

—¿Tan grave es? —preguntó, consternada por la expresión sombría de la buena mujer.

—Peor, querida. Ese asno casi vació nuestra cuenta antes de partir a París y eludir sus responsabilidades por sus viles fechorías. Aún he tenido que negociar algunos pagarés con el banco por las deudas de juego que dejó en Londres. —Sus ojos brillaron un instante con profunda rabia—. Conservo la esperanza de que el buen Dios lo llame pronto a rendir culpas y reciba su justo merecido. Y deseo que arda en el Infierno por sus muchos pecados.

—Descuide, lady Wilbourgh. Confío plenamente en una justicia ajena a los hombres que, tarde o temprano, coloca a cada uno en su sitio.

—Eso espero, hija. Pero por desgracia, eso no resolverá nuestros problemas.

Isabel encogió los hombros, restando importancia al asunto.

—No se aflija, de veras. Podremos superar cualquier contratiempo con voluntad y constancia.

—Y con diez mil libras con las que no contamos, no lo olvide. Sospecho que su padre no va a proporcionarnos semejante cantidad.

—Ni me atrevo a proponérselo siquiera. Desde que Hermione ingresó en Broadmoor parece sumido en el más absoluto ostracismo. Si antes se mostraba huraño y distante conmigo, ahora se diría que soy del todo invisible para él. Es como si hubiera olvidado que tiene otra hija. Es cierto que jamás fue cariñoso y ni una sola vez se interesó por mis inquietudes. Pero desde lo de Hermione… Se pasa horas encerrado en su despacho, y cuando por fin sale, ordena que preparen su carruaje y desaparece durante días, a veces durante semanas.

—Es terrible, querida. Por Dios que nunca conocí a un hombre que mostrase tan poco sus emociones.

—Lo sé. En ocasiones, pienso que me detesta por no estar en el lugar de Hermione. Creo que habría preferido cien veces que fuera yo quien ardiera en aquel fuego y languideciera muerta en vida en ese horrible sanatorio. Y puede que, después de todo, habría sido lo mejor. No puedo dejar de pensar en Hermione. No dejo de preguntarme si podría haber hecho algo para evitar que se convirtiera en alguien tan retorcido, para evitar...

—No piense más en ello —atajó la mujer—. No debe torturarse más. Usted no es responsable de los actos de su hermana. Ella y solo ella provocó su triste final.

—No lo sé… Tal vez no supe verlo a tiempo. Todas las veces que Hermione me ofendía o me hería con sus actos me decía a mí misma que eran simples travesuras y que su corazón no me deseaba en el fondo ningún mal. Confiaba en que, con el tiempo, su carácter implacable y belicoso se tornaría noble y vendría a mí como la hermana que siempre deseé que fuera. Pero en el camino, parece que el Diablo acechaba en cada rincón y, finalmente, se apoderó de su alma de un modo que jamás imaginé.

—El Diablo es el maestro de los disfraces, querida. Esa lección no debemos olvidarla jamás.

Isabel reprimió un estremecimiento. Bien sabía que las palabras de lady Wilbourgh eran ciertas. Los acontecimientos del pasado la habían hecho comprender la fragilidad del alma y lo fácil que era retorcerla y emponzoñarla hasta que no quedara rastro alguno de bondad. Sin embargo, en el fondo de su corazón mantenía aún la esperanza de que el ser malvado que habitaba en Hermione la liberase algún día y permitiera que ambas hermanas se reconciliasen.

—¿Y qué hay de la señora Durrell? Estoy segura de que aceptaría encantada participar en nuestra empresa —sugirió lady Wilbourgh.

—Por descontado, sí. Celestia y Morgan pusieron a mi disposición cinco mil libras en el mismo instante en que les puse al corriente de nuestras intenciones. Sin embargo, no puedo aceptar sin más tal cantidad. Sería una inversión a fondo perdido y solo resolvería una parte del problema. Y, además, me sentiría doblemente egoísta por la pequeña Josephine. Celestia es la persona más caritativa que he conocido, pero desde que nació mi ahijada, esa bribona le ocupa la mayor parte del tiempo, por lo que no podríamos esperar más que una colaboración económica. Y esas cinco mil libras saldrían directamente del fondo de ahorros para el futuro de Josephine —dijo todo lo anterior sin rencor y con una expresión absoluta de adoración hacia la pequeña.

—El señor Durrell siempre me pareció un caballero generoso y honesto —observó lady Wilbourgh.

—Lo es. Se mostró especialmente sensible a nuestra empresa, sobre todo después de que sus investigaciones en la calle Cleveland pusieran de relieve las podridas entrañas de esta ciudad.

—No tan de relieve, querida. Mucho me temo que las vilezas que el buen inspector sacó a la luz no eran más que la punta del iceberg. En el fondo, me alegra que el señor Durrell aceptara finalmente su nuevo cargo. Estoy segura de que la visión de tanta maldad podría llegar a retorcer hasta las mejores intenciones.

—Es cierto. Celestia me comentaba que encontraba a Morgan especialmente atractivo con ese mechón plateado nuevo en su cabello. Pero, en el fondo, sabe muy bien que el noble corazón de su esposo se vio profundamente tocado con ese asunto de Cleveland.

—Y por cierto, señorita Tisdale, ¿qué sabemos del nuevo inspector, ese misterioso caballero que ha relevado en el cargo al señor Durrell?

Isabel encogió los hombros.

—Poco en realidad. Parece que son viejos amigos y que cuenta con la total confianza de Morgan.

—¿Le conoce personalmente? —quiso saber lady Wilbourgh.

—Aún no. Pero tendré oportunidad de hacerlo esta noche. Celestia ha insistido en que les acompañe durante la cena —anunció con expresión de fastidio.

—Querida mía… Percibo un enorme descontento. Parece que la invitación no fuera de su agrado. Sin embargo, una joven de su edad debería mostrarse entusiasmada ante la perspectiva de relacionarse con amigos y pasar una agradable velada.

—Sé que sonará fatal y que me considerará una desagradecida por ello, señora. Pero las veladas en sociedad nunca despertaron el menor interés en mí. Y, últimamente, ardo aún menos en deseos de participar en alguna, ni siquiera en las que organiza mi mejor amiga con el propósito de animarme —confesó con total honestidad.

—Es cierto, suena fatal —convino lady Wilbourgh, añadiendo con determinación—: Pero irá a esa velada y tendrá la oportunidad de visitar a su ahijada. Los Durrell han sido muy buenos con usted, no puede ofenderles faltando a su amable invitación.

Isabel suspiró largamente.

—Supongo que tiene razón.

—La tengo, querida. Soy más vieja y más sabia. Y presiento que, aunque su obstinación no le permite ahora ver más allá de las sombras que se ciernen sobre usted, su buen corazón la guiará por la senda adecuada. —La mujer presionó su mano con ternura.

—De acuerdo, confiemos en mi destino entonces. Debo irme si quiero llegar a tiempo para la cena —asintió Isabel, tomando un último sorbo de té. Anudó el lazo de su bonete bajo la barbilla y se colocó los guantes de color azul oscuro a juego con su vestido.

***

Seamus recorrió con la mirada a los comensales que se sentaban a ambos lados de la mesa. Morgan parecía hipnotizado con la conversación que mantenía con su esposa, Celestia. Pese a que llevaban ya algún tiempo casados y tenían una hija en común, la expresión de la pareja no denotaba en absoluto aburrimiento. Resultaba evidente que el suyo había sido un matrimonio por amor y este se derramaba a raudales en cada palabra que se dirigían y en cada roce de sus manos sobre el blanco mantel de hilo.

Seamus se fijó en el anciano de aspecto cansado y un tanto triste que ocupaba el asiento junto a Celestia. El padre parecía sentir adoración por aquella joven y por la nieta que ahora dormía plácidamente en su habitación.

La señora Viola irrumpió de nuevo en el comedor, cargando una bandeja con el aromático asado que había preparado para la ocasión. La llegada de la cena solo distrajo la atención de Seamus un segundo, pues al siguiente ya se centraba en la joven que se sentaba a su lado. Había sido la última en llegar y Seamus tuvo ocasión de reparar en su cojera mientras avanzaba hasta sus anfitriones y el resto de los invitados. Habían sido presentados antes de tomar asiento y ella lo había saludado con una fugaz inclinación de cabeza. La señorita Isabel Tisdale, la mejor amiga de Celestia Durrell y madrina de la pequeña Josephine. En una primera impresión, la señorita Tisdale le pareció un pajarillo frágil a quien la mala fortuna había golpeado rompiendo una de sus alas.

Seamus espió a hurtadillas sus dedos largos, la nívea piel de sus manos que apenas se distinguían de la tela que cubría la mesa. Analizó su espalda erguida y su busto discretamente aprisionado bajo aquel sencillo vestido azul, su perfil de tensas facciones, la delicada línea de la garganta, los labios finos y los ojos color avellana. La joven recogía el cabello rubio y muy lacio en un moño sobre la nuca que permitía contemplar ampliamente su cuello rígido. Todo en ella y en su postura indicaba que no se sentía cómoda en aquella reunión y a Seamus le intrigaban inexplicablemente los motivos.

—Señor Quinn —dijo Celestia, interrumpiendo sus pensamientos—. Mi marido me ha contado que es usted irlandés. ¿De qué parte, exactamente?

—Cork, señora.

—¿Su familia también es de allí?

—Lo eran, en efecto —respondió Seamus escuetamente.

—¿Católico o protestante? —siguió ella con el interrogatorio.

—Celestia, querida, lograrás que Seamus rechace nuestra próxima invitación si continúas acosándolo con tus preguntas —la regañó Morgan con cariño.

—No importa. —Seamus masticó con lentitud su pedazo de carne antes de contestar—.Ninguna de las dos, señora. Me temo que no soy un hombre de convicciones religiosas.

—Entonces, ¿carece usted de fe, señor Quinn?

—¡Celestia! ¿Qué clase de pregunta es esa a alguien a quien acabas de conocer? —Morgan fingió que la curiosidad de su mujer lo escandalizaba.

Pero Seamus lo conocía lo bastante para saber que a su amigo le divertía que su esposa lo pusiera en un aprieto.

—Pero, Morgan, querido. Me interesa mucho ese tema, ya lo sabes —se disculpó ella con naturalidad—. Y también a Isabel, ¿no es cierto?

La aludida se atragantó y tosió ruidosamente al escuchar a su amiga. Seamus se apresuró a rellenar la copa de vino de la joven y ella se lo agradeció con la mirada. Tomó un pequeño sorbo y se limpió las comisuras de los labios con su servilleta.

—¿Es verdad eso, señorita Tisdale? ¿Le inquietan los asuntos relacionados con el alma? —inquirió Seamus, y había en su tono un toque de sarcasmo.

—Solo si se trata de la mía, señor Quinn —respondió ella—. Pero en lo que respecta a la ajena, pienso que cada ser humano es libre de gestionar su salvación o su ruina como mejor le parezca. La religión y sus muchos y variados rituales son a menudo objeto de discusión y, desgraciadamente, la experiencia me ha enseñado que la práctica de la fe no convierte al devoto en mejor persona.

—Vaya, habla como si fuera una experta en la materia —se burló Seamus.

—Y lo es, señor Quinn. —Celestia eludió la mirada furibunda de su amiga—. En los últimos años, Isabel se ha visto obligada a poner a prueba su fe en más ocasiones de las que nadie desearía. De hecho, es un milagro si aún conserva alguna. Pero sigo manteniendo la esperanza de que así sea, señor. Porque es una joven excepcional y me atormenta pensar que los sueños de nuestra niñez de alcanzar la felicidad solo se cumplan en mi caso.

—Querida, ¿puedes dejar de hablar como si la señorita Tisdale no estuviera presente? —la regañó nuevamente Morgan, esta vez con seriedad.

—Iba a decir lo mismo, Morgan. Te agradezco la consideración. —Isabel miró a Celestia con las mejillas encendidas por el rubor. ¿Qué demonios le pasaba a su amiga aquel día? Se comportaba de un modo tan extraño que no la reconocía.

—En cualquier caso, señorita Tisdale, —Seamus giró el rostro hacia ella para mirarla directamente a los ojos—, estará de acuerdo conmigo en que el concepto de alma es un tanto subjetivo. Porque, supongamos que existe realmente, ¿acaso alguien ha podido verla alguna vez?

—Ahí es donde interviene la fe, señor Quinn —puntualizó ella—. Es decisión de cada uno darle la forma y contenido que mejor convenga a sus inquietudes.

—¿Y en su caso, señorita Tisdale? ¿Cuál es la forma y contenido que otorga a su propia alma?

Ella le devolvió una mirada que expresaba absoluto desconcierto.

—Señor, debe disculpar si mi respuesta le parece grosera o inapropiada. Pero comprenderá que no nos conocemos tanto como para que comparta con usted tal información —replicó con tono hosco.

—Acepto sus disculpas, ya que mi pregunta ha sido también del todo inadecuada. Pero le confieso que ardía en deseos de conocer su opinión.

—Seamus, Celestia… ¿Podemos centrar la conversación en otro asunto menos trascendental como por ejemplo, tal vez… este delicioso asado de Viola? —Morgan asintió cuando Isabel le dirigió una tímida mirada de agradecimiento.

—Estoy de acuerdo —dijo Seamus, rozando accidentalmente los dedos de Isabel sobre el mantel. Ella los apartó de inmediato, no sin que antes el hombre percibiera su temblor. Seamus pinchó el último pedazo de carne de su plato—. El asado está delicioso.

—Y el pudin de manzana lo ha preparado Celestia personalmente. En tu honor, amigo mío. Pero que me aspen si sé por qué mereces tantas atenciones —bromeó Morgan en un vano intento por romper la tensión que se había creado en el ambiente.

—Sin duda, has estado hablando de mí a mis espaldas, Durrell. —Seamus interpretó el silencio de la señora Durrell como la confirmación de sus sospechas—. Debes haberlas puesto al corriente de mi existencia solitaria y vacía, seguro. Has convencido a estas dos hermosas damas para que me agasajen durante la cena y esperas tenerme a tu merced tan pronto haya satisfecho mi apetito.

Miró de soslayo a la señorita Tisdale y ella enseguida captó que no se refería únicamente a su ansia por devorar el postre que anunciaba su anfitrión. Le rehuyó la mirada, con las mejillas arreboladas por su velada insinuación.

—¿Por quién me tomas, amigo? —Morgan sonrió con expresión inocente cuando su esposa le golpeó suavemente, como castigo, el dorso de la mano con los dedos—. Tan solo le he contado a Celestia que salvé tu pellejo irlandés en una ocasión y que ese incidente fue el comienzo de nuestra gran amistad.

—Dirás que fue el comienzo de tu maniobra de extorsión —puntualizó con naturalidad—. Supongo que no has mencionado que he aceptado ese puesto en Scotland Yard después de que me chantajearas vilmente.

—¿Has hecho algo tan horrible, Morgan, querido? —Celestia fingió escandalizarse por la afirmación de su invitado.

—Honestamente, querida, es justo lo que hice —se jactó él, saboreando una porción del pudin que Viola acababa de depositar en la mesa—. Y la razón es que este irlandés cabezota es una de las pocas personas a quien confiaría la seguridad de esta ciudad.

—Me parece entonces muy razonable que mi yerno

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