Besos a una mentirosa (Besos y más besos 2)

Francine J.C.

Fragmento

besos_a_una_mentirosa-2

Capítulo 1

Dejo la mirada perdida en el horizonte, donde la línea del Mediterráneo y el cielo se juntan. Esto es lo único que voy a echar de menos de este lugar: el mar. Todo lo demás me importa un comino. Dicen que esta ciudad es preciosa con todos sus monumentos romanos, museos, sus playas y su fantástico clima. Pues a mí me aburre. Estoy cansada de ella, de su gente y, sobre todo, de mi familia. Se me queda pequeña. Necesito perderme entre mareas de personas desconocidas, donde sus caras me resulten irreconocibles. Que todo a mi alrededor sea nuevo y desaparecer por avenidas interminables.

Y en casa... ya no aguanto el acoso al que me someten mis padres. No me dejan hacer nada, ¡todo les parece mal! Siempre me dicen lo que tengo que hacer, con quién les gustaría que me relacionara, qué debo ponerme... Tengo veintiséis años y, si fuera por ellos, aún me peinarían con coletas y vestirían de color rosa. No respetan mi opinión y echan por tierra cualquier proyecto que quiero emprender. No puedo más. Si quiero vivir mi propia vida, debo marcharme y crear una nueva yo. Vamos, que me he escapado sin que se enteren.

Esta misma mañana ni siquiera sabía que tomaría una decisión tan drástica. Me levanté como cada día sin ningún objetivo y, cuando me quise dar cuenta, estaba paseando sin rumbo por la ciudad. No aguanto las peroratas de mi madre y mi abuela nada más levantarme, cualquier sitio es mejor que quedarme en casa escuchándolas. No prestaba atención a nada hasta que oí a unas chicas reír al salir de un salón de estética. Llevaban el pelo de colores: una azul y la otra rosa. Se las veía tan felices que envidié su alegría. Pensé en lo mucho que me gustaría poder sentirme como ellas, aunque solo sea un poco. Y sí, tuve la estupenda idea de entrar para teñirme. No soy tan atrevida como para ponerme todo el cabello de un tono tan llamativo, pero un mechón... Pedí que me colorearan una pequeña porción de pelo de detrás de mi oreja. Sé que no parece gran cosa, sin embargo, para mí fue como tomar la decisión de raparme la cabeza al cero. Me hizo sentir eufórica. Hasta que llegué a casa, claro. Intenté ocultarlo, pero fue imposible que no vieran el rosa brillante que destacaba de entre mi oscura melena castaña. Mi madre se puso histérica, tratándome de loca y descabellada. Justo en ese momento tomé la decisión de irme.

Como cada viernes, mi madre se iría al salón de belleza y mi padre la recogería después para irse juntos al bingo con los amigos. No volverían muy tarde, pero tendría el tiempo suficiente para hacer mis maletas y huir sin levantar sospechas.

Y aquí estoy yo en el andén de la estación, con dos maletas, una mochila, dos bolsos y solo dos manos, esperando al tren con rumbo a Madrid.

Cuando me quiero dar cuenta, ya estoy acomodada en mi asiento y con los nervios apoderándose de mi estómago. Esto va en serio, en pocas horas estaré en la capital de España empezando una nueva vida.

Con la excitación del momento, el teléfono ha empezado a sonar y me ha sobresaltado tanto que he soltado un pequeño grito y me he puesto en pie, ante las miradas de asombro de los demás pasajeros.

—Perdón —me disculpo con las personas que me observan extrañadas—. El móvil me ha asustado. —La gente empieza a negar con la cabeza para luego ignorarme—. ¡Laura! ¿Vas a poder venir a recogerme? —contesto la llamada.

—Sí, Gina, allí estaré —responde con voz cansina, aunque termina soltando una risilla.

—No sabes cuánto agradezco tu ayuda. No seré una carga para ti, lo prometo.

—Tranquila, lo sé. —La oigo resoplar—. ¿Estás segura de que quieres hacer esto?

—No he estado más segura de algo en toda mi vida —le garantizo. Me aterra la idea de que ahora cambie de opinión y me vea sola al llegar—. Mientras no encuentre trabajo, no tendrás que preocuparte de la casa; yo limpiaré, sacaré la basura, cocinaré...

—¡Ah, no! Eso sí que no. No quiero morir envenenada, guapa. —Suelta una carcajada—. Una mano con la casa no me vendrá mal, pero no pienso comer nada de lo que tú cocines. Ya lo hice una vez y no pienso repetir la experiencia. Aún me duele la tripa solo con acordarme.

—Eres una exagerada —le reprocho, aunque también me río entre dientes al recordar la indigestión que le provoqué. De pronto se me corta la risa al pensar en la opción de que ahora ella pueda tener pareja. —Laura, ¿tienes novio?

—¿Y me lo preguntas así, a bocajarro? —Se carcajea—. No, Gina. Estoy más sola que la una.

—¡Bien! Cuánto me alegro.

—Pero bueno... —se queja mi amiga.

—No te lo tomes a mal, es solo que me alegra el saber que no te voy a cortar el rollo con ningún tío.

—Pues no tienes por qué preocuparte. Desde que lo dejé con Marcos, no he vuelto salir con ningún chico. Y tú ¿qué me cuentas? ¿Dejas a algún pobre hombre lloriqueando por las esquinas?

—Nada serio. Ya sabes que voy de flor en flor, probando, pero sin quedarme con nadie.

—Ya entiendo... ¡Lo que quieres decir es que no hay Dios quien te aguante! —. Ríe con ganas.

—Básicamente, sí. —Me uno a sus risas—. Mira, te voy a tener que dejar. El tren va a empezar a pasar por túneles y se va a cortar la comunicación. Cuando falte poco para llegar, te vuelvo a llamar.

—Está bien, Gina. Nos vemos luego.

—Lo estoy deseando. ¡Hasta pronto!

Antes de meter el teléfono en el bolsillo, conecto los auriculares y pongo un poco de música para que me ayude a entretenerme y no acordarme de lo que estoy haciendo. Sé que parece ridículo que una chica de mi edad tenga miedo de irse de casa, pero es que no he tenido opción. Mis padres se han dedicado a programarme la vida desde que se enteraron de que había consumido un poco de cannabis. ¡La que montaron! Tenía diecisiete años, estaba en una fiesta con unas amigas del instituto, cuando a alguien se le ocurrió la genial idea de pasarme un porro. Di tres caladas seguidas, porque Adri, el malote y guapo de la pandilla, me estaba mirando y quise aparentar que tenía mucha experiencia en el tema. Lo que pasó después apenas lo recuerdo. Me contaron que me puse a reír como una loca y a beberme hasta el agua de los floreros. Tuvieron que avisar a mis padres para que vinieran a recogerme. Cuando llegaron tenía la cabeza metida en el váter y lloraba amargamente, vete tú a saber por qué. Pasé la noche en urgencias. Después de este suceso comenzó mi infierno. Empezaron las prohibiciones, los interrogatorios, la hora de llegada restringida y, lo peor de todo, los médicos. Me obligaban a ir al psicólogo dos veces en semana y me analizaban la orina cada quince días. Pasé de ser una excelente estudiante a abandonarlo todo. Ya no me importaba nada. Lo que sí consiguieron es que me volviera dependiente de ellos, porque ni terminaba los estudios ni trabajaba. Empecé infinidad de cursos y no aprobé ninguno. En la vida laboral, más de lo mismo. La mayoría de las entrevistas no las superaba debido a mi escasísimo currículum. Solo he trabajado como azafata en algunos eventos; no tenía más que sonreír y aguantar todo el día de pie sobre unos zapatos de tacón. Aunque ya hace muchos meses que no han vuelto a llamarme. Así que aquí estoy yo, rompiendo con todo y buscado una alternativa a mi ineficaz existencia. Puede que de un modo un poco cobard

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