La casa del sol y la luna (Bilogía El mal de la guerra 2)

Agatha Allen

Fragmento

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Capítulo 1

Después de Navidades, el abate Servatos y el caballero Mau de Riera y del Tesor emprendieron viaje hacia el norte, uno para dirigirse a la abadía de Moridor, unida a Narbona, y el otro para trasladarse al vizcondado de Rasés, que quedaba cerca de allí, para recibir órdenes del barón de Turbit. Lo cierto es que el abate y el caballero se habían hecho tan amigos a lo largo del tiempo que eran como uña y carne. De hecho, el barón de Turbit no estaba casi nunca en sus dominios; viajaba por el sur, a lo largo de las tierras del rey Jaime —que entonces estaba madurando la posibilidad de conquistar Valencia— y perseguía tenazmente a los «buenos hombres» fugitivos del Languedoc. Para ser nombrado abate de Moridor, mosén Servatos se había tenido que hacer monje, y lo había hecho con la despreocupación y ligereza que le caracterizaban y respondiendo al principio que regía su vida, que era sacar provecho de todo sin reparar en la bondad o maldad de los medios que usaba para conseguir sus propósitos. Había logrado mantener su categoría de canónigo y hacerla compatible con su nuevo cargo, y para hacerlo se había declarado enemigo acérrimo de los «cristianos» albigenses y por el contrario se había hecho amigo del arzobispo de Narbona, que le favorecía otorgándole prebendas, de modo que cuando una iglesia quedaba vacante se abstenía de nombrar titular para que el abate Servatos pudiera aprovecharse, y hacía caso omiso del hecho de que rehusara vestir el hábito blanco y negro, de su convivencia habitual con mujeres de vida disipada, de las prácticas de usura a las que se libraba para aumentar su patrimonio y de todos los abusos que el abate compartía con su amigo Mau de Riera y del Tesor.

—Me han dicho que Ada ha dado a luz una niña que se llama Griselda.

—Eso ya no me interesa.

Aquel año de 1232 el día de Navidad caía en domingo, y en consecuencia San Esteban, el día 26, en lunes. En el hostal de la calle Ancha no había aún muchos huéspedes, ni tampoco se encargaban muchas comidas por Navidades, siendo unas fiestas muy hogareñas, de modo que María, la madre de Marc Rosas, había organizado un festín con toda la familia, servido en el que llamaban «comedor largo» donde había una mesa capaz para unos veinte comensales. El hecho de reunirse la familia en el hostal resultaba extraordinario, porque normalmente todos comían con prisas cuando y como podían, mientras servían a los huéspedes, entre plato y plato, o bien al final, cuando muchos ya se habían marchado y no quedaba gran cosa que repartir, de modo que a menudo tenían que hacer una tortilla de cebolla o improvisar alguna otra cosa fácil de preparar. Aquel día María hirvió garbanzos y arroz con carne de pollo y filete de ternera, y lo hizo en abundancia, de modo que sobró para la noche y también para llevar a los vecinos más pobres, como Porotos Pean —que era el ayudante de la beguina Rosell— o a los propios leprosos del hospital de San Lázaro, o a Guida —la madre de Blanca, la prima que había aparecido muerta y con los ojos vaciados—, o a la propia Amelia, la madre de Oliva, la muchacha que también había sido asesinada y le habían arrancado los ojos, o a Angeló, la madre de Bartolo Viola, el Péscalo, que había embarcado hacia Egipto y nunca había vuelto. A media tarde, Marc Rosas y Ada fueron a dar una vuelta por la ciudad y ella se sentía muy lenta y cachazuda.

—Es culpa de los garbanzos —dijo.

—El embarazo está muy adelantado; quizá no tendríamos que salir a caminar.

—Al contrario, dicen que caminar es muy bueno.

Aquella noche Ada se levantó unas cuantas veces tratando de ir de vientre.

—Ciertamente, los garbanzos te han sentado muy mal.

—Creo que no son los garbanzos.

—¿Qué quieres decir?

—Que ya estoy de parto.

Marc Rosas corrió a buscar al doctor Serapio, que se levantó de mala gana, porque le sucedía muy a menudo que no le dejaban dormir por culpa de un enfermo, y cuando vio a Ada dijo:

—¿Para eso me habéis llamado? ¡Todavía falta mucho! Tiene la matriz del grosor de un dinero de plata.

Ada sentía fuertes dolores y Marc no sabía qué hacer. Honesta había acudido en seguida junto a la hija y la atendía con mucho cariño, pero aparte de consolarla y rezar no podía hacer gran cosa. Así pasaron la noche y el día siguiente; Marc bajó a preparar la comida y luego la cena, y el parto parecía estancado; Ada mordía un pañuelo para no gritar y espantar a los clientes del hostal. El miércoles 28 por la mañana vino el conde Huguet, examinó a la parturienta y no pudo evitar decir:

—Este niño viene de nalgas; no creo que pueda vivir.

Miguel Rosas sudaba como si estuviera ante los fogones una mañana de agosto.

—Voy a buscar el manto de la Virgen —dijo.

Sabía que en agosto de 1218, la Virgen se les había aparecido una noche a Pedro Nolasco, Raimundo de Peñafort y el rey Jaime al mismo tiempo y les había encomendado la fundación de una orden para la redención de los cautivos cristianos que estaban en manos de los musulmanes, la orden de la Merced; entonces ya había en Barcelona advocación a la Virgen de la Merced, y el rector de San Miguel tenía incluso una imagen de la Virgen en la sacristía, con un manto que le había regalado el gremio de curtidores de la ciudad. Naturalmente, el viejo bondadoso que era el rector de San Miguel le prestó de buen grado el manto de la Virgen, y Miguel Rosas cubrió con él a la parturienta, cuyos gritos de dolor eran ya tan lastimeros que habrían podido reblandecer un corazón de piedra.

—La Virgen te protegerá y todo saldrá bien.

Todos rezaron a su alrededor, hasta el conde Huguet, que dijo entre dientes:

—Tal vez sería más conveniente decirle a Florina que le prepare un buen brebaje.

Ya fuera el manto de la Virgen, ya la fe, o las ganas de traer el niño al mundo y salir del mal paso en que se habían encontrado con su esposo, Marc Rosas, o bien la fuerza de voluntad o acaso todo eso junto, el hecho es que por la tarde, tras dos larguísimos días de padecimiento, mi madre dio a luz a Griselda, una niña con los ojos tan negros y avispados que cuando Bernardo Rosas la vio exclamó:

—¡Carajo, menudos ojos!

Ada había sufrido tanto que estaba empapada en sudor, y el manto de la Virgen había quedado tan mojado que antes de que Miguel Rosas pudiera devolverlo, tuvieron que tenderlo en la azotea. Marc Rosas, mi padre, negaba con la cabeza y decía:

—No vamos a tener más hijos.

El conde Huguet lo abrazó y dijo:

—Y que lo digas: ha sido un milagro que esta niña haya venido al mundo a salvo y que la madre haya sobrevivido.

Ada se fue recuperando poco a poco; Honesta pasaba muchas horas a su lado y estaba encantada con la niña, que se aferraba al pecho y parecía muy vivaracha; María le subía todas las tardes una escudilla de caldo de gallina, con un dedo de grasa encima, y aseguraba que era la mejor medicina que podía tomar una parturienta; Marc Rosas iba del trabajo a la cama, para comprobar cómo estaban sus «dos» mujeres, y de la cama al camino Nuevo, donde se encontraba el solar de Santa Catalina, ya limpio, vallado y con los muros de la casa empezados sobre los cimientos. Pansida dirigía los trabajos, Clemente Rosas —el hermano pequeño de Marc— acudía

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