Alguien como tú

Ana F. Malory

Fragmento

alguien_como_tu-1

Capítulo 1

Agosto de 1886, Helena, Montana

Cansado, y con un incipiente dolor de cabeza que le taladraba las sienes, Rayen apoyó los codos sobre la mesa y se frotó los párpados con las yemas de los dedos. Las horas que llevaba encerrado entre aquellas cuatro paredes comenzaban a pasarle factura, y su cuerpo reclamaba un descanso que no pensaba concederle. Prefería continuar y acabar cuanto antes.

Echó hacia atrás el mechón de pelo que le caía sobre la frente y repasó las anotaciones que iba dejando al lado de cada nombre: demasiado mayor, demasiado severo, carece de experiencia, le sobra arrogancia… Ni un solo apunte positivo. ¿De verdad era tan complicado encontrar a la persona adecuada?

Resopló exasperado, y por enésima vez se preguntó cómo demonios había conseguido René endilgarle aquella tarea. Tendría que haber sido él —René— el que estuviera allí sentado revisando credenciales y entrevistando a los candidatos; para algo era el alcalde. Pero de poco servía lamentarse. Había accedido a hacerle el favor y cumpliría con el encargo.

—El siguiente —alzó la voz para hacerse oír al otro lado de la puerta.

—Mi turno —musitó Evelyn, parándose ante el panel de madera.

Con una mano —la que tenía libre— se acomodó el sombrerito negro que coronaba su cabeza, tiró del bajo de la entallada chaquetilla de color verde oscuro, alisó la parte delantera de la falda e inspiró con fuerza para darse ánimos. Que el resto de aspirantes hubieran abandonado el lugar visiblemente decepcionados, cuando no molestos, no significaba que ella fuera a correr la misma suerte, se alentó. A sus veintiséis años contaba con experiencia suficiente, buenas referencias y, sobre todo, deseaba aquel puesto más que cualquier otra cosa en la vida. Era la oportunidad que tanto tiempo había estado esperando y no podía desaprovecharla. Allí dentro, tras aquella puerta, se encontraba la llave hacia su futuro.

—¡Siguiente!

El áspero rugido la hizo dar un respingo que provocó alguna que otra risita a sus espaldas. No se molestó en mirar. Alzó la barbilla, abrió la puerta y, con cierto temblor en las piernas, entró.

Sentado tras una tosca mesa, con la vista puesta en los papeles que había sobre ella, se encontraba el hombre que podía hacer realidad sus sueños o echarlos por tierra.

Se detuvo en mitad de la estancia y, en silencio, aguardó a que este se dignara a alzar la cabeza para recibirla.

«¿A qué tanta prisa si ahora me ignora por completo?», se preguntó molesta por la falta de modales del individuo.

—Buenos días —saludó, decidida a captar su atención.

—Buenos días —masculló sin despegar los ojos de los documentos.

Incrédula, enarcó una ceja y, sin dejarse intimidar por lo grosero de su comportamiento, avanzó resuelta hacia el improvisado escritorio.

«Al menos tiene una voz agradable», pensó Rayen al recordar el tono chillón de una de las anteriores candidatas. El repentino estruendo que se produjo delante de él interrumpió sus pensamientos y le obligó a levantar la mirada. Por la forma en que la mujer se apresuraba a colocar la silla en su lugar, supo que había tropezado con ella.

—Mi nombre es Evelyn Grey y estas son mis referencias —se presentó y, solemne, dejó sus papeles sobre la deslustrada superficie de madera como si no acabara de llevarse por delante el asiento.

Rayen la observó de arriba abajo con detenimiento.

De entrada, y a pesar de lo torcido que llevaba el sombrero que cubría —solo en parte— su cabello rubio peinado con sobriedad, su aspecto resultaba aceptable. Las gafas redondas que se apoyaban sobre una nariz más bien pequeña, eran lo único que destacaba en un rostro que nada tenía de especial. Vestida con discreta elegancia, y su edad parecía adecuada. En conjunto ofrecía la imagen de lo que era: una maestra.

Animado por la apariencia de la mujer, bajó los ojos hacia su historial de trabajo. Rezó para que también fuera conveniente y así poner fin a la búsqueda, a su confinamiento en la diminuta sala y a su estancia en la ciudad. Quería regresar cuanto antes al rancho.

—Siéntese —ordenó adusto, concentrado en el texto.

El polisón, en absoluto excesivo, la obligó a colocarse en el borde de la silla —la misma con la que había chocado al entrar—, con la espalda recta. Entrelazó las manos sobre el regazo y observó a la persona sentada del otro lado de la mesa.

El pelo, castaño y salpicado de mechones más claros, le caía con gracia sobre la frente otorgándole un aire de muchacho travieso que no concordaba con su seca actitud y mucho menos con su edad; sin duda, hacía tiempo que dejara de ser un mozalbete. Poseía una nariz recta y unos labios con una forma muy masculina que no logró imaginar curvados en una sonrisa. «Y tiene unos increíbles ojos azules», recordó al tiempo que apartaba la mirada del atractivo aunque mal encarado rostro. No deseaba que la sorprendiera observándolo, porque entonces, además de nerviosa, también se sentiría abochornada. Bajó la vista hacia los dedos que no había logrado mantener unidos y que se dedicaban a tamborilear sobre sus muslos.

—¿Por qué le interesa el puesto?

La pregunta, inesperada y formulada con brusquedad, volvió a sobresaltarla y la hizo dar un pequeño bote sobre la silla. Detalle que Rayen prefirió pasar por alto.

—Como habrá comprobado —comenzó, con los hombros erguidos y el tono firme como si nada hubiera pasado, porque si de algo estaba segura, era de su valía como docente—, tengo experiencia más que suficiente para aspirar a él. Pero también habrá notado que mis anteriores empleos siempre han sido temporales —continuó, sosteniéndole la mirada con determinación—. Quiero estabilidad.

A Rayen le gustó su franqueza. Un nuevo punto a su favor.

—¿Por qué se dedica a la enseñanza, señorita Grey? —Esperanzado, prosiguió con el interrogatorio.

—Considero que el conocimiento y la cultura son indispensables. Inculcar a los más jóvenes educación y valores, los convertirá en hombres y mujeres de provecho. Además, me encantan los niños.

De nuevo, su respuesta satisfizo las expectativas de McGhee. Su historial era excelente; los informes sobre su trabajo, inmejorables, y su apariencia, lo bastante corriente como para que los críos no huyeran despavoridos al verla.

«¡Por fin!», festejó para sus adentros. Había encontrado a la persona ideal para el puesto.

—¿Cuánto tardaría en organizar su partida hacia Great Falls? —espetó sin rodeos.

—¿De cuánto tiempo dispondría? —inquirió a su vez, resuelta.

—Lo que resta del día.

—Más que suficiente —contestó sin perder un ápice de aplomo. «Siempre y cuando no surja algún percance», pensó recelosa, cuidándose, eso sí, de no exteriorizar sus temores.

A Rayen le agradó su determinación.

—El puesto es suyo, señorita Grey —anunció impasible—. Será la nueva maestra de Great Falls. La recogeré mañana a primera hora.

La noticia, aunque dada en tono desabrido, liberó a Evelyn de la tensión que hasta ese instante atenazara todas y cada una de las fibras de su cuerpo, y una amplia sonrisa, de pura felicidad, afloró en sus labios.

En esta

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