Quédate conmigo (En el último rincón del mundo 4)

Sandra Heys

Fragmento

quedate_conmigo-4

Capítulo 1

Era el peor lugar para hacerlo, pero eso no iba a impedir que continuara contemplando el magnífico paisaje.

Los firmes globos gemelos enfundados en esa tela gris eran la tentación personificada. Las piernas que bajaban desde ellos no eran para nada tan largas como a él solían atraerle, pero como Alicia nunca iba a ningún lado sin esos enormes tacos, compensaban mejor que bien aquella mínima deficiencia.

Y cuando la muchacha se puso de pie, Agustín empezó a babear por la estrecha cintura y la suave espalda que acompañaban al mejor trasero de la historia del universo.

El pelo negro bajaba trenzado a lo largo de la columna, y se preguntaba cómo luciría sobre la piel morena desnuda, mientras sus dedos corrían junto a él. O mejor aún, suelto y salvaje, sobre sábanas blancas... mientras sus dedos corrían junto a él.

Una lástima que fuera la cuñada de Cristóbal, el otro socio del bufete de abogados del que era propietario. Eso la convertía en terreno vetado.

Agustín conoció a Alicia unos pocos meses antes, el día que, sin ninguna vergüenza, interrumpió una reunión de directorio de la firma de abogados que Cristóbal intentaba presidir, aunque para efectos prácticos, quien lo hacía era Alfredo, el padre de este, con la ayuda del mismo Agustín, que era el único otro abogado de la firma que estaba al tanto de los problemas personales de Cristóbal.

Fueron apenas unos minutos, pero la explosión que provocó en las vidas de todos los presentes tuvo el poder de una bomba atómica.

Y él no fue la excepción. Alfredo la presentó como «una mujer cuya belleza solo puede ser rivalizada por la de su hermana mayor», y ella agregó que era la inteligente de la familia, con una voz ronca y profunda que lo afectó a un nivel físico como muy pocas mujeres lo consiguieron a lo largo de sus treinta y dos años.

Después de ese día, se cruzaron en muchas ocasiones, en especial en la oficina, ya que ella estaba actualizando las redes y equipos computacionales. También se vieron en algunas reuniones sociales, el matrimonio de Cristóbal y Elizabeth; el cumpleaños de Alfredo, quien parecía tenerle un gran cariño a Alicia; una pequeña fiesta que dieron en la oficina para reinaugurar de manera oficial las modernizadas instalaciones.

Al comienzo, pensó que ella también se sentía atraída por él; le sonreía, le coqueteaba, lo buscaba. Pero después se dio cuenta de que ella simplemente era así: una mujer hermosa, inteligente, alegre, muy consciente de su propia sensualidad, además de un tantito descarada. Y si parecía buscarlo, era, en realidad, porque él no conocía a muchas de las personas invitadas al matrimonio de Cristóbal y Elizabeth, así que ella, como hermana de la novia, se propuso conversar con todos los asistentes que parecían estar solos.

No lo notó ese mismo día, sino que le pareció de lo más natural que se acercara a hablar con él y que después le presentara a su hermano Enrique, con quien ya había tenido tratos telefónicos. Pero cuando hizo lo mismo en la fiesta de cumpleaños de Alfredo, y le presentó a un primo de Cristóbal y vio que hacía lo mismo con otras personas, fue cuando comprendió que solo ejercía de coanfitriona por solicitud del cumpleañero, y que no lo buscaba a él, sino que hacía lo posible para que los invitados se sintieran acogidos.

Claro que se sintió decepcionado, pero inmediatamente se corrigió. Si Alicia no fuera la cuñada de Cristóbal, la invitaría a salir y podrían pasar un buen rato juntos, pero la cuestión es que sí era familia de su socio.

Y no solo eso, sino que Enrique le daba un miedo tremendo, aunque no entendía muy bien por qué. Se veía muy fuerte, pero era más bajo que él. Y Agustín se conservaba en buena forma, había jugado voleibol en el colegio y seguía practicando. También iba al gimnasio tres veces por semana, no era ningún alfeñique, pero el hermano de Alicia tenía una manera de mirarlo que le daba pavor.

O tal vez, solo era él sugestionándose.

Alicia volvió a arrodillarse y se metió debajo de una mesa, por lo que pudo apreciar el magnífico trasero que lo tenía loco. Se quedó con la mirada fija hasta que una desagradable presencia se metió en su campo visual.

Está bien, Marta era una excelente ayudante. Inteligente, vivaz, con iniciativa, y Agustín podía decir que envidiaba a Cristóbal por contar con ella. Pero ¿tenía que maquillarse como si fuera una artista del circo? Y la ropa ¿debía ser tan brillante que dañara los ojos? Lo peor, sin embargo, era meterse donde nadie la llamaba y no quedarse callada nunca, excepto bajo amenaza directa de Cristóbal.

—¿Qué piensas tú que estás haciendo? —preguntó a quemarropa, sin mediar ni un saludo o advertencia.

—Marta, buenas tardes. Con todo respeto, métete en tus propios asuntos.

—Eso hago. Esa niña que tú ves ahí es mi propio asunto.

—Esa mujer que está ahí... porque no es una niña... es adulta y capaz...

—Nadie es capaz por acá, excepto yo. —Y ahí tenía otro enorme defecto que agregarle a la secretaria. Esa increíble pedantería.

—Mira, Marta, yo no soy tu jefe...

—Gracias a Dios, porque no trabajaría con un imbécil como tú ni aunque fueras el último abogado sobre la faz de la Tierra.

—... a mí no me vienes a mandar. Y no soy ningún imbécil.

—¿Ah, no? Imbécil eres, si no sabes a quién pertenece el dulce trasero que miras. —Marta se acercó un par de pasos más, ocultando totalmente el hermoso paisaje.

—Puedo admirar la belleza de un volcán, y no por eso querer irme a vivir ahí.

—El problema es que tú quieres cocinar tu salchicha en ese volcán. —Agustín tuvo que morderse los labios para contener la carcajada, aunque no pudo dejar de asombrarse con el descaro de la mujer—. Y después, si te visto ni me acuerdo. Si quisieras irte a vivir al volcán, sería distinto.

—¿Sabes, Marta? Me perdí. Parece que no estamos teniendo la misma conversación.

—De partida —Marta empujó el dedo índice tantas veces y con tal fuerza contra el pecho masculino, que de seguro dejaría alguna marca. Y definitivamente, lo dejó fuera de su oficina—, no estamos teniendo ninguna conversación, estás siendo advertido.

—¿Advertido de qué? —preguntó, fingiendo no comprender. Pero lo sabía.

—Ella no es para tus juegos. Todos aquí sabemos que para lo único que buscas a una mujer es para pasarlo bien y listo. Y no me vengas con que la tasa de divorcios o algo así. Yo soy casada y sé que es difícil. Supéralo.

—Ah, Marta, querida. ¿Y si ella quisiera jugar? —Una sonrisa deslumbrante bañó sus facciones. Él sabía cómo engatusar a las mujeres.

—Pues no quiere. No me hagas llamar a Antofagasta. Enrique me dejó encargada a Alicia, y una sola palabra mía y ese hombre atraviesa la mitad del país para ponerte en tu lugar. —Su sonrisa no servía con Marta, así que la apagó de inmediato. No fue el susto por la amenaza; no, señor.

—Enrique es un hombre mucho más juicioso que tú.

—Por supuesto. Y mesurado, también. Su tranquilidad solo es superada por esos enormes brazos y esos hombros que son capaces de derribar un muro. Yo lo he visto —concluyó Marta, ominosa.

Agustín no sabía si era verdad o no, per

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