Un candado en el corazón (Nunca es tarde para el amor 1)

Mar P. Zabala

Fragmento

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Capítulo 1

Laura no estaba segura de llevar toda la ropa que iba a necesitar para su escapada de cuatro días a Madrid. De pie, con los brazos en jarras delante de la maleta abierta, repasaba lo que la tarde antes había guardado en ella ayudada por su amiga Sonia. Había puesto encima de la cama todo lo que consideraba imprescindible, sin lo cual no podría vivir esas minivacaciones, y su amiga lo había reducido a las dos terceras partes, haciéndole ver que, en realidad, no necesitaría dos camisones, ni tres chaquetas, ni cuatro bolsos y, mucho menos, cuatro pares de sandalias.

—Con unas cómodas para el día y unas más arregladas para la noche te basta y sobra. Las chanclas para la piscina del hotel te harán las veces de zapatillas.

—Pero…

—¡Qué no! El bolsito verde y granate te va con los dos vestidos que te pondrás para las cenas.

—Ya, pero este bolsito beige es tan mono —se quejó Laura acariciando el coqueto clutch que su amiga había retirado de la cama para colocarlo en el montón de ropa que no hacía falta que llevara.

—Lo sé, pero es rígido y abulta mucho. En su lugar te cabe algo de lencería fina. Por lo que estoy viendo, solo llevas la aburrida y sin gracia.

—La que tú llamas aburrida es la perfecta para poder llevar puesta la ropa de verano que desees sin que se marque ni se note. Es cómoda, se lava bien y es funcional.

Sonia arrugó la nariz al oír la palabra funcional. Solo a su amiga se le ocurriría definir la ropa interior como funcional. Sin responderle a Laura, fue hacia el cajón donde sabía que guardaba los sujetadores con encaje que a su amiga le sentaban fenomenal. No tenía mucho pecho, pero con los aros y el relleno adecuado, hacían que su figura luciera en su justa proporción, resaltando las curvas que interesaba destacar y ocultando las que no.

—Este. También es beige para que no digas.

El sujetador que había elegido era un bonito conjunto de raso y encaje que Laura había comprado en un momento de locura en una tienda cara perteneciente a una franquicia de ropa interior. Aunque había sido en rebajas, la cifra del conjunto cuadriplicaba a la de su lencería habitual.

—Sonia, no voy a necesitar algo así.

—Eso no lo sabes. Puede que conozcas a alguien en esos cuatro días al que desees enseñar tu sujetador más coqueto, y seguro que no es ninguno de los que llevas en la maleta, por cómodos y prácticos que sean.

—Son pocos días; es imposible conocer a alguien en ese poco tiempo.

—Chica, no estoy hablando de encontrar al hombre de tu vida, con el que darme sobrinos postizos. Cuatro días es tiempo suficiente para darle un gusto a tu cuerpo y sacudirte las telarañas. ¿Te habrás depilado? ¿No harás que me avergüence de ser tu amiga?

—¡Serás bruta! Ya has visto los dos bikinis que llevo. No pensarás que me los puedo poner sin antes haberme depilado.

—Cielo —empezó a decir Sonia, lo que hizo que Laura se sentará en el borde de la cama con ella a la vez que le cogía de las manos—, quiero que te relajes y dejes las preocupaciones en Salamanca. Ha sido un año muy duro y difícil. Ella está bien cuidada; si pasa algo, no tienes más que avisarme y yo me encargaré de todo hasta que llegues. Además, está tu padre.

—Lo sé, pero él está mayor también —respondió Laura mordisqueándose nerviosa el labio inferior.

—Por eso tomasteis la decisión que debisteis haber tomado hace meses.

Un año antes, Amparo, la madre de Laura, había empezado a mostrar pequeños despistes que, aunque en un principio lo habían achacado a la edad, pronto tuvieron que afrontar como algo serio. El día que Laura llegó feliz a comer a casa de sus padres como había hecho todos los domingos y su madre le preguntó si su hija no venía, supo que algo iba mal. Solo tenía un hermano, José, que desde hacía cinco años vivía con su pareja, Clara, en Madrid, junto a su hija, María, de cuatro años.

—¿Cómo estarás tú cuando llegues a mi edad?

Solía ser lo que su madre replicaba cuando intentaban hacerle comprender que algo no iba bien en su cerebro y que, tal vez, no fuera una mala idea visitar a un neurólogo. Su padre Raúl le quitaba importancia; tampoco quería ver que la que había sido su compañera de vida, dejaba de ser la que era. Al final, tuvo que ser Laura la que fue a hablar con una geriatra y una psiquiatra que, visitando a su madre en casa como si fueran amigas de ella, llegaron al cruel diagnóstico: demencia.

—¿Alzhéimer? —quiso saber Laura asustada.

—Ese es el apellido. Qué más da —le respondió la geriatra agitando la mano como si careciera de valor un nombre u otro.

Y era cierto. No importaba el apelativo que se le diera, la realidad era que su madre no la reconocía en algunas ocasiones. Tenía enfrentamientos dolorosos con ella cuando intentaba cocinar para una hermana inexistente o por si su hermano venía o si tal o algún primo se presentaba de improviso. Su padre tiraba la comida que su madre sacaba del congelador a la basura antes de que Laura llegara para que no se disgustara y, así, intentar suavizar la tensión que se vivía en el hogar cada mediodía.

Raúl se ocupaba de su madre por la mañana mientras Laura trabajaba dando clases en un colegio privado de la ciudad. Por las tardes, era ella la que lo hacía y así daba un respiro a su padre que, con sus setenta y cinco años, parecía haber envejecido de golpe. Él, que siempre había hecho gala de estar hecho un chaval. La demencia de su madre había consumido sus cuerpos, sus mentes y sus vidas hasta aquel fatídico fin de semana de marzo.

Era un sábado como cualquier otro; habían tenido una comida tranquila. Laura recogía los platos, en tanto su padre daba una cabezadita. Un grito de su madre la alarmó: no podía caminar. Sus piernas no la sostenían de pie. Asustada despertó a su padre y llamaron al 112. Tras ocho largas horas en el hospital, los mandaron a casa con un paracetamol. Su madre fue incapaz de caminar los escasos metros que distaban del ascensor a la puerta de la casa y cayó al suelo. Entre su padre y ella lograron llevarla a su dormitorio. Al despertar por la mañana y ver que la situación era la misma, regresaron al hospital, donde tampoco supieron darles una solución.

Había llegado el momento de tomar una decisión dolorosa: debían buscar una residencia donde su madre pudiera ser atendida las 24 horas del día. Ellos no podían hacerlo solos y tampoco tenían la casa adaptada a las nuevas necesidades de la madre de Laura. Encontraron plaza en una residencia en la misma ciudad, lo que les permitía visitarla a diario. De modo que Laura comía algo ligero al terminar de trabajar en el colegio y pasaba la tarde con su madre jugando a las cartas y haciendo cruzadas, sin pensar en las torres de exámenes que debería corregir al salir de la residencia antes de acostarse.

Pasaron los días, las semanas y los meses, y su castigado cuerpo pedía a gritos un descanso. El único entretenimiento que se permitía Laura era ver series en la televisión, enganchándose a una tras otra. Mientras su madre hacía cruzadas en la cafetería de la residencia, ella se entretenía navegando con su móvil por internet. Era el momento en que se ponía al día con sus contactos en las redes sociales, sobre todo con los amigos que había h

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