Prólogo
Londres. Navidad de 1769
Ni una sola luz iluminaba la fachada de la casa.
Robert Marston gruñó de nuevo cuando Barlow volvió a insistir en entrar con él al interior del edificio. Aquella era la última entrega que tenía que hacer. Llevaba los papeles escondidos en el doble forro de su casaca, y a pesar de su importancia, no le interesaban mucho en ese momento.
Su único pensamiento se dirigía hacia Helena. La honorable Helena Winslow trabajaba para el Ministerio y actuaba como enlace con los espías ingleses instalados en Francia. Era su amante, pero esperaba que ese mismo día aceptara convertirse en su esposa. Por eso, la insistencia de Barlow en acompañarlo suponía algo más que una molestia.
—De verdad que no es necesario que entres conmigo —le aseguró una vez más.
—Esto no me gusta, Marston —replicó en lo que a él le sonó como una mala imitación de David Langdon, su mejor amigo. Tendría que haber sido él quien lo acompañase en esa sencilla misión, pero tenía unos asuntos pendientes y le había resultado imposible—. Si nos están esperando, ¿por qué no hay luces encendidas?
Lo cierto era que él también se había preguntado lo mismo. Helena solía dejar encendidas algunas velas. La luz ambarina se derramaba desde el interior por las ventanas de la fachada, que, en esta ocasión, permanecía a oscuras.
Robert se dirigió a la puerta y abrió con la llave que ella le había facilitado. Por lo general, no había criados los días que él la visitaba. Entraron en el oscuro vestíbulo y se detuvieron un momento para acostumbrar sus ojos a la oscuridad. Después de un momento, pudo ver la rendija de luz tenue que se filtraba por debajo de la puerta que daba acceso a la sala de visitas. Encaminó sus pasos hacia allí mientras se preguntaba cómo demonios iba a librarse de Barlow. El joven tenía el ceño fruncido y una actitud nerviosa que empezaba a molestarle.
—Tal vez sería mejor que esperases aquí —le dijo. Si Helena vestía solo un negligé, como era su costumbre cuando lo recibía, no quería que su acompañante la viese. La honorable señorita Winslow era una mujer hermosa y dotada de muchos encantos que Robert quería solo para sí. Metió la mano en el bolsillo y palpó el anillo que había comprado para pedirle matrimonio.
Sonrió confiado. Estaba seguro de que ella no lo rechazaría.
—Prefiero entrar contigo —repuso su compañero con gesto hosco—. Esto sigue sin gustarme.
Robert apretó los dientes disgustado. David había tenido razón cuando le había dicho que Barlow era un pardillo, y su actitud recelosa lo demostraba.
—Como quieras.
Estaba seguro de que Helena los había escuchado hablar, así que confiaba en que se hubiese percatado de que, en esta ocasión, no venía solo. Abrió la puerta y entraron en la sala. La calidez de la estancia los envolvió enseguida y Robert se estremeció por el contraste con el frío que reinaba en el exterior. El fuego ardía alegre en el hogar, iluminando la sombría habitación.
Helena vestía un elegante traje de terciopelo de color burdeos. Se hallaba de espaldas, frente a un pequeño secreter en el que sabía guardaba algunas bebidas. Supuso que estaría sirviendo unas copas. Se preguntó si, en realidad, no se había dado cuenta de que no se hallaba solo.
—Buenas noches, señorita Winslow. —El trato formal debería ser suficiente para que ella captase el problema, pero, por si acaso, añadió—: El señor Barlow ha decidido acompañarnos esta noche.
—Lo sé —contestó ella, aunque sin volverse todavía, mientras seguía manipulando lo que fuese que tenía entre manos—. Y es una pena.
Su cuerpo se tensó cuando Helena se giró, sosteniendo en cada mano una pistola. Escuchó el jadeo de su compañero, pero no lo miró. Toda su atención se centraba en la mujer que había sido su amante durante los últimos meses.
—Helena...
Ella le sonrió, pero esta vez su sonrisa tenía algo diferente, un matiz burlón que lo sorprendió.
—Hubiera preferido que no fuese así, pero en este trabajo siempre hay daños colaterales.
Robert se sorprendió cuando la sorda detonación reverberó en el estrecho espacio y el olor a pólvora llenó el aire. Vio a Barlow caer. Su rostro, una máscara mezcla de sorpresa y horror. Actuó por un instinto agudizado por la experiencia acumulada de los años. De pronto, se encontró encañonando con su propia arma a la mujer que amaba y con la que había decidido casarse.
Hubiese debido decirle que soltase la pistola, pero no fueron esas las palabras que surgieron de su boca.
—¿Por qué, Helena?
Se maldijo a sí mismo por el dolor que traslucía su pregunta. Vio cómo ella se encogía de hombros con delicadeza; un gesto que siempre le había resultado seductor, pero que, en ese momento, hizo que un nudo se apretara en su estómago.
—Los franceses pagan mejor, querido —repuso con fría indiferencia. Robert se preguntó si en verdad había llegado a conocerla en algún momento—. La información que me has entregado y los papeles que llevas encima me proporcionarán un buen dinero con el que mi amante y yo podremos darnos un frívolo capricho. —Vio el gesto en el rostro del hombre y esbozó una sonrisa burlona—. ¿Pensaste acaso que eras el único para mí? No te lo tomes a mal, Robert, eres un gran amante, pero los ingleses sois tan... fríos y estirados.
Aquellas palabras lo golpearon con dureza. Habían vivido encuentros apasionados entre aquellas paredes, llenos de ternura y de amor. ¿Cómo podía decir que era frío? Su cuerpo tembló. Le dolían los músculos por la tensión que soportaba y sentía que algo se había quebrado en su corazón, pero se obligó a mantener la serenidad.
—¿Qué vas a hacer ahora?
—Matarte, querido, por supuesto —comentó con naturalidad—. Sin embargo, me gustaría que me entregases antes los últimos papeles que llevas encima. No me agradaría que resultasen dañados cuando te atraviese el corazón.
Robert apretó la mandíbula con fuerza mientras trataba de contener la furia interior que lo azotaba. Ella lo había engañado, lo había usado y ahora pretendía deshacerse de él.
—Puede que te mate yo primero.
La carcajada cristalina que brotó de la garganta femenina le provocó un estremecimiento. ¿Cuántas veces se había reído ella así cuando hacían el amor? No, se recordó a sí mismo. Aquello no había sido amor, solo una hábil manipulación, y él, como si fuera un novato, había caído en las redes de la seducción y había hecho que un hombre muriera.
—Robert, querido, siento decírtelo, pero tú no me dispararías —replicó. El convencimiento con el que pronunció las palabras le provocó un escalofrío.
—No estés tan segura —declaró con frialdad.
—Oh, pero lo estoy. —Tiró de los cordones que sujetaban el corpiño de su vestido y sus pechos blancos y cremosos emergieron—. Aquí tienes, querido, dispárame. —La mano de Robert tembló ligeramente y un sudor frío cubrió su frente. Se maldijo a sí mismo cuando clavó los ojos en la mirada azul de Helena. A pesar del brillo burlón que danzaba en ellos, supo que tenía razón—. Basta ya de cháchara. Acabemos con esto.
Le sorprendió la rapidez con la que todo sucedió. Escuchó la detonación y notó el impacto de la bala en su cuerpo, que lo arrojó contra el suelo. El golpe lo dejó sin respiración por unos momentos y sintió que una fría negrura lo envolvía.
¿De verdad su vida iba a acabar así?
El pulsante dolor en el pecho lo hizo volver en sí. Su amante se había acomodado en el sillón y lo estudiaba con desapasionada curiosidad.
—He... lena.
Ella se agachó a su lado, indiferente a la palidez de su rostro y al dolor que crispaba su boca, y comenzó a palpar su cuerpo en busca de los papeles del Gobierno. Robert la aferró por la muñeca, con tanta fuerza, que ella soltó un jadeo sorprendido, aunque logró desprenderse de su agarre.
—Si no hubieses sido tan honorable y tan leal, Robert —le dijo, acomodándose de nuevo en el sillón cuando tuvo los papeles en su poder—, podría haberte tentado para que te unieras a mí. Con tu inteligencia y la mía podríamos haber realizado grandes empresas.
Robert se dio cuenta de que lo lamentaba de verdad. Entonces comprendió que todo el juego de seducción que ella había empleado con él había ido dirigido a conseguir su colaboración. Pero había fallado, y él dio gracias por no haberse convertido en un Judas para su país.
—¿Nunca... me amaste?
Aunque lo formuló como una pregunta, en su interior sabía que era una afirmación. Y este conocimiento le dolía más que el hecho de que ella desease verlo muerto, porque él le había confiado su amor sin reservas.
—El amor, querido, es una quimera digna de un tonto romántico como tú —le espetó con cinismo—. ¿Acaso el amor te da de comer?, ¿puede comprarte joyas y lujos? No, Robert, nunca te amé, soy demasiado práctica para eso. Además, descubrí hace mucho tiempo que carezco de corazón.
—¿Cómo pudiste...?
Helena esbozó una sonrisa sensual y, a su pesar, Robert sintió el tirón del deseo en su cuerpo. Sintió asco de sí mismo.
—¿Acostarme contigo, chéri? No niego que disfruté de tus encantos, al principio.
—Eres una...
Le sobrevino un repentino acceso de tos, y el dolor del pecho se tornó tan insoportable que pensó que perdería el conocimiento. Apretó los dientes y se esforzó por mantenerse lúcido. La vista se le nubló, pero alcanzó a ver cómo ella limpiaba la recámara del arma para volver a cargarla.
—He... lena.
—Lo siento, querido, no dispongo de más tiempo para charlar contigo, he de tomar un barco para Calais —le dijo. Se inclinó de nuevo hacia él y lo besó en los labios. Robert se odió a sí mismo por estremecerse ante aquel gesto hipócrita, y habría deseado tener la fuerza suficiente para apretar aquel elegante cuello femenino hasta que dejase de respirar, pero sentía que la vida se le escapaba del cuerpo—. Es una lástima tener que dispararle a alguien tan hermoso como tú. Posees el rostro de un ángel, ¿lo sabías? Siempre te tuve un poco de envidia por ello. En fin, nunca me ha gustado alargar las despedidas. Au revoir, mon cher.
A través de la neblina que cubría sus ojos, vio el cañón de la pistola, incandescente por el reflejo del fuego de la chimenea. Dejó que sus párpados se cerrasen mientras se evadía del dolor a un lugar de su mente cargado de recuerdos de sus seres queridos. Vio el rostro de su madre sonriéndole amorosamente, sintió la mano cálida del duque en su hombro mientras le decía que estaba orgulloso de él; oyó las risas felices producidas por los juegos infantiles con sus hermanos. Le causó un profundo dolor saber que ya no formaría parte de ellos, no al menos en este mundo.
Escuchó la detonación como un eco lejano, pero no sintió el dolor del impacto. Pensó que, quizás, ya había muerto antes de que ella volviese a disparar.
—No te puedes morir, ¿me oyes? —El obsceno juramento que acompañó a estas palabras, y la fuerza con la que sacudieron su cuerpo, le hicieron gruñir de dolor—. Maldita sea, Robert, abre los ojos de una vez.
—¿Da... vid?
—Sí, y acabo de salvarte tu patético trasero. —El alivio tiñó su voz—. Así que haz el favor de colaborar un poco, ¿quieres?
—Hele...na.
—Está muerta. —La voz de su amigo temblaba de rabia mientras le retiraba el pañuelo del cuello y apretaba con este sobre la herida. Robert rechinó los dientes—. Alégrate. Si sientes el dolor es que todavía estás vivo —le aseguró con un gruñido—. Y quiero que sigas así mientras aviso al cochero para que traiga un médico. ¿De acuerdo?
Lo intentó. Intentó mantenerse consciente a la espera de que David regresara, pero, finalmente, acabó sucumbiendo a la oscuridad. En medio de la negrura, un único pensamiento martilleó su mente: no volvería a caer en las redes de ninguna mujer.
Capítulo 1
Londres. Marzo de 1772
Tres días. Llevaba tres días de retraso y no había enviado ni una maldita carta ni una simple nota.
Judith, que había permanecido junto a la ventana contemplando el ir y venir de los viandantes por la concurrida calle, reanudó su paseo por la sala. En el interior, solo se escuchó el suspiro quedo de la señora Janet Porter, su dama de compañía, aunque no levantó la mirada del bordado en el que se hallaba concentrada.
—Te digo que algo le ha tenido que suceder —repitió con la voz teñida por la preocupación—. David no es así.
Clavó su mirada de ojos claros sobre la elegante cofia de Janet a la espera de que ella dispersase sus dudas.
—Estoy segura de que algo lo ha entretenido, pero aparecerá pronto —le aseguró con calma—. Él sabe que estás aquí.
Desde que sus padres habían muerto tres años atrás, ella se había quedado al cuidado de la propiedad familiar en Blarney, en el condado de Cork, mientras David se dedicaba a realizar su trabajo en Londres. Según le había contado, era socio en una compañía naviera, por lo que sus visitas a la casa se habían ido espaciando cada vez más.
Judith le había recordado, en más de una ocasión, que seguía siendo un baronet con responsabilidades en Irlanda, y que, aunque ella supervisase la administración de la propiedad, requería su firma en la mayoría de los documentos. Consciente de que su hermana tenía razón, David y ella habían establecido un pacto. Él iría a Blarney dos veces al año, mientras que Judith viajaría a Londres cada tres meses para que él pudiera poner la firma y el sello a los documentos que lo requirieran. Además, había añadido con un gesto pícaro, así Judith podría ir de compras y asistir a alguna de las numerosas representaciones de teatro que ofrecía Londres.
Ella, por supuesto, no estaba interesada en adquirir un nuevo vestuario. «A las ovejas les gusta como visto», le había respondido a su hermano. Pero al final, este la había convencido de aceptar aquel pacto. Sin embargo, durante los casi dos años que llevaba viajando a Londres, nunca David había fallado a su cita en la casita que él había alquilado para ella en el Soho.
Por eso, el hecho de que llevase tres días sin saber de él le había puesto un nudo en el estómago.
—Tal vez... podría ir al puerto —sugirió tentativamente.
La señora Porter alzó de manera brusca la cabeza y le dirigió una mirada horrorizada.
—Por supuesto que no, jovencita. Una dama jamás visita sola un lugar como ese.
—Pues no veo qué tiene de malo. —Se empecinó, frunciendo los labios en un mohín de disgusto—. He visitado el puerto de Cork muchas veces y no me ha pasado nada.
—No puedes comparar nuestra querida Irlanda con este... este... —Hizo un gesto vago con la mano sin saber muy bien cómo concluir la frase—. No, no vas a asomar ni el ruedo de tu vestido por ese lugar —repuso tajante.
Judith la miró pensativa.
—Entonces, si no llevara vestido... —expresó en voz alta.
Lo cual fue un error, porque la penetrante mirada gris de la señora Porter la taladró en ese mismo instante, como si supiera con exactitud lo que estaba pensando. Y probablemente lo sabía. Janet había sido su niñera antes que su dama de compañía, y no podía contar con los dedos de las manos las innumerables ocasiones en que los había pillado, a David y a ella, ataviados con algún disfraz con el que se aprestaban a hacer alguna travesura.
—Ni se te ocurra, Judith —le espetó con sequedad—. Creo que ya eres mayorcita para ese tipo de cosas.
Judith elevó las manos al cielo en un gesto de frustración.
—Pero algo tengo que hacer —señaló, dejando que la impotencia que sentía tiñese su voz.
—Esperar, eso es lo que una dama haría y eso es lo que tú debes hacer también.
«Una dama», refunfuñó para sí. Una dama no cuidaba ovejas, ni hacía quesos, no cultivaba hortalizas ni disparaba mejor que muchos hombres. No, definitivamente, ella no era una dama. Y, por supuesto, no iba a permanecer de brazos cruzados mientras esperaba a ver si su hermano se dignaba aparecer.
Se quedó en silencio y compuso su mejor gesto de resignación mientras Janet le lanzaba una mirada escrutadora. Lo que vio en su rostro debió de satisfacerla, puesto que asintió con firmeza y volvió a su bordado. Judith tomó el libro que había abandonado sobre una mesilla la tarde anterior y se sentó en el sofá mientras su mente elaboraba y rechazaba planes alternativamente.
Dejó que transcurrieran la mañana y el almuerzo. Sabía que, después de la comida, la señora Porter solía dormir una larga siesta, puesto que la mujer ya era mayor y se cansaba con facilidad. Ese sería el momento adecuado para actuar.
Había reflexionado mucho, y había llegado a la conclusión de que Janet tenía razón en cuanto a la insensatez de acudir al puerto, más que nada porque no sabía cómo se llamaba la compañía naviera de la que era socio su hermano. Sin embargo, conocía la dirección del piso que David tenía alquilado, ya que le enviaba cartas prácticamente cada semana. Decidió que lo mejor sería comenzar por ahí.
Cuando el tranquilo silencio vespertino envolvió la casa, se deslizó con paso sigiloso desde su habitación hacia las escaleras. Se cruzó en el vestíbulo con una de las criadas y le pidió que la acompañase, no sin antes avisar a la cocinera de que si la señora Porter preguntaba por ella le dijese que había salido a hacer un recado y que regresaría pronto.
Agradeció la brisa fresca que acarició su rostro apenas cruzó el umbral de la puerta. No le gustaba permanecer mucho tiempo encerrada en la casa. Echaba de menos Irlanda, pasear por las verdes colinas, escuchar los trinos de los pájaros al atardecer, ver las nubes deslizarse por el cielo azul o las finas gotas de lluvia empapar la tierra sedienta.
Londres no tenía para ella ningún encanto, se dijo mientras recorría sus calles adoquinadas y se cruzaba con gente que caminaba presurosa y sin mirar por dónde iba.
—Daisy, ¿sabes dónde queda Bloomsbury Square? —le preguntó a la criada.
Su hermano tenía alquilada allí una casa, pero, por algún motivo que ella desconocía, David nunca había querido que fuese a verla. Judith había respetado su deseo, aunque la había mordido la curiosidad. Pensó que, quizás, se ubicaba en un barrio sórdido y no quería que ella supiese que vivía en un lugar así.
—Sí, señorita, aunque hay una buena caminata a pie —le explicó—. Quizás sería mejor que pidiésemos un carruaje.
Judith estaba acostumbrada a hacer largos paseos por el campo, así que no le supondría ningún problema. Además, así podría conocer algo más de Londres, ya que cada vez que visitaba la ciudad su estancia duraba apenas un día, algo que David le había reprochado con frecuencia.
—Si a ti no te importa, prefiero caminar —le dijo con una sonrisa.
—Como guste, señorita.
Se entretuvo contemplando las distintas mansiones que se abrían a ambos lados de la calle y disfrutó del verdor y del olor a hierba y a tierra mojada cuando atravesaron la plaza ajardinada del Soho hacia la calle de Tottenham Court. Le llamó la atención la apariencia rural de la zona y las muchas cervecerías y tabernas que salpicaban el lugar. Atravesaron después Bloomsbury Street y dejaron atrás la iglesia de St. George antes de que Judith pudiera divisar Bloomsbury Square.
El paseo había resultado agradable y no les había llevado más de media hora. Rogó en silencio para que también hubiese merecido la pena.
El número 37 se hallaba justo en una de las esquinas de la plaza. La enorme hilera de fachadas adosadas pareció engullirla con la sombra que proyectaba sobre la calle. Detrás de ella, y circundada por una cerca, se hallaba la plaza ajardinada, dividida en cuatro perfectos cuadrados separados por anchos caminos por los que paseaban algunas damas, ricamente ataviadas, junto con sus acompañantes.
Judith se acercó a la puerta e hizo sonar la aldaba. Algunos minutos después, un hombre delgado, de pelo cano y ataviado con un traje negro de paño y corbata blanca, al igual que las medias, les abrió.
—Buenas tardes, quisiera hablar con sir David Langdon —le dijo, esbozando una sonrisa tranquila, a pesar de los nervios que le atenazaban el estómago—. Soy su hermana, la señorita Judith Langdon.
El hombre le dedicó una mirada cargada de incertidumbre, pero debió reconocer en ella los mismos rasgos que tenía David, porque enseguida le franqueó la entrada. Aunque su hermano poseía un hermoso cabello rubio, mientras que el de ella era cobrizo, los ojos de ambos tenían el mismo azul claro, que si bien otorgaban al rostro masculino cierta prestancia, en ella lucían desvaídos.
—Señorita Langdon, pase, por favor —le indicó el sirviente.
El tono de alivio que le pareció percibir en la voz del hombre agudizó el mal presentimiento que llevaba tres días rondándole. Se adentró en el vestíbulo sin reparar en la sobria belleza que la rodeaba.
—¿Se encuentra mi hermano, señor...?
—Denson, señorita Langdon —se presentó el hombre—. Barnaby Denson. Lo cierto es que estoy preocupado por el señor. Desde hace una semana no ha regresado a la casa, pero no me informó de que fuera a ausentarse.
El estómago se le encogió de aprensión y le temblaron las manos. Ella tenía razón. Algo malo le había sucedido a David. Intentó mantener la calma para poder comprender la situación. Como siempre, su práctico carácter tomó el mando.
—Señor Denson, ¿qué le parece si prepara unas tazas de té y nos sentamos para que me cuente todo lo que sabe al respecto? —Esbozó su mejor sonrisa, la que usaba para tranquilizar a su administrador en Blarney y convencerlo de que hiciese lo que ella deseaba. Surtió el mismo efecto en el sirviente. El hombre se enderezó y efectuó una ligera reverencia.
—Por supuesto, señorita. Permítame que la acompañe a la salita.
La dejó en una sala decorada con elegancia masculina y cierta sobriedad. No pudo, sin embargo, recrearse en ello. Su cerebro, como una maquinaria bien engrasada, se movía elucubrando posibilidades e hipótesis. ¿Un accidente? Tal vez había salido a navegar en alguno de los barcos de su flota y este había naufragado. Tendría que revisar la prensa para ver si notificaban algún suceso extraordinario.
La puerta se abrió de nuevo, interrumpiendo sus lúgubres pensamientos, y entró el sirviente con una bandeja de plata en la que traía un exquisito juego de té de porcelana. Permitió al hombre que le sirviera el té y lo invitó a tomar asiento. En su rostro se evidenció la incomodidad que experimentaba ante semejante situación, pero Judith no le dio tiempo a arrepentirse.
—Dice que mi hermano falta desde hace una semana.
—Sí, señorita. Salió temprano hacia su club, como cada mañana —le explicó—, y me comentó que regresaría para la hora del almuerzo. La cocinera le preparó sus platos favoritos, pero no llegó. Pensé que, tal vez, le habría surgido algún imprevisto, y que enviaría una nota. En ocasiones le había sucedido, pero siempre mandaba aviso. El señor es muy considerado con nosotros —apostilló. Parecía orgulloso de trabajar al servicio de David, y Judith le sonrió alentadora—. Sin embargo, no llegó ningún recado, y cuando cayó la noche, el señor no regresó.
—¿Ha tenido noticia de algún naufragio reciente? —Se interesó.
Esperó, con el estómago encogido por la aprensión, una respuesta afirmativa, pero el señor Denson se limitó a mirarla con extrañeza antes de contestar.
—No, señorita. Que yo sepa, las gacetas informativas no han relatado ningún suceso semejante. ¿Por qué lo pregunta?
Judith frunció el ceño, a pesar del alivio que experimentó. Tal vez, simplemente había tenido problemas con las mercancías que transportaban sus barcos y había considerado necesario quedarse en el lugar hasta solucionar el asunto.
—Bueno,