Prometo no enamorarme

Mile Bluett

Fragmento

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Capítulo 1

Noviembre 2015, y embarazada

«¿Qué es la amistad? ¿Quiénes son aquellas personas que sufren o ríen a la par de la otra? ¿Qué alma entrega un pedazo a otra gemela que encuentra en el camino de la vida? ¿Qué es pedir un hombro para llorar una pena? ¿Qué es brindar el propio para sujetar al que ya no puede sostenerse?», escribió Marcela.

Estaba pasando por la crisis número dos de su vida, la segunda desilusión amorosa de la que no podía reponerse. El susodicho —un hombre tan irresistible, al que había sucumbido con una mirada— era el dueño de todos los insultos que se escapaban de sus labios, pero tan encantador y sensual que, aún odiándolo, seguía haciéndole tiritar el alma de deseo, de perdición, de añoranza por cada uno de los momentos vividos, llenos de pasión torrencial, que la habían dejado sedienta y suplicando por más. Un amor que no podía entender, uno que la había arrasado por completo. No podía ser que no tuviera suerte a la hora de enamorarse, ni que todos los gilipollas se cruzaran en su camino. Decidió tomar el toro por los cuernos. Por primera vez en su vida, se había propuesto ser sincera consigo misma, convencida de que el problema era su nula capacidad para elegir un novio decente.

«Mi interior se divide en dos: mi alma, que es etérea, y mi mente, que es demasiado terrenal. Esta debería imponérsele a aquella y tomar las riendas de mi personalidad, pero el alma es más astuta y, al aliarse a mi materia orgánica, que es demasiado apasionada, la mente —tan sensata y seria— sale perdiendo. Lo anterior ha ocasionado un verdadero caos dentro de mí. Alma, mente y cuerpo fusionan mi humanidad, una que ahora mismo es un desastre. Desde el exterior, las personas perciben en mí lo que se vislumbra a través de mis actos, pero mi espacio interno es un cofre con una sola llave: la mía. Siempre se me ha dado bien enterrar secretos y analizar problemas. Lo que no está ocurriendo en estos momentos. ¡Maldición, estoy perdida! ¡Este hombre me ha hecho confundir el cielo con el infierno; ya no sé ni lo que escribo!», continuó anotando.

Marcela levantó el bolígrafo del cuaderno para pensar qué más escribir pero, víctima de la tensión —que la dominaba siempre que tenía cita médica—, arrancó la hoja, la estrujó y la desechó en un cesto para papeles. Continuó esperando su turno para ver a la ginecobstetra. De golpe irrumpió en el salón una chica de su facultad. Marcela trepidó y, ante la vergüenza de ser descubierta, se cubrió el rostro con el cuaderno, fingió que leía y se colocó las gafas de sol. «¡Maldición!», repitió para sus adentros. La recién llegada, en cuanto la vio, le preguntó:

—¿La doctora Guzmán consulta aquí?

—Sí —le respondió Marcela con la cabeza enterrada en su libreta.

Eso no evitó que reparara en la otra chica. Era linda, pero triste, demasiado. Notó que se veía abatida, sin rumbo; movía las manos con nerviosismo y se asomaban, de vez en cuando, a sus ojos lagrimillas que secaba de inmediato. Marcela apenas si la había visto algunas veces.

—¿Eres de Derecho, Universidad de La Habana? —le preguntó la joven a Marcela.

—Sí —le respondió avergonzada por el intento fallido de ocultar su identidad.

—Yo igual. Soy de segundo año. Amanda. —Se presentó.

—Marcela. —Le extendió la mano. «¿Qué más da?», pensó—. Soy de quinto.

—¿Tú también estás embarazada? —dijo Amanda, quien reflejaba en su rostro la inocencia propia de la juventud.

La interrogación, lanzada como una recta a un receptor, logró abatir a Marcela, a quien no le quedó más remedio que contestar que sí, nuevamente, mientras se quitaba las gafas. «¡Qué desastre! ¡Lo que me faltaba! ¡Que se entere toda la facultad de que seré madre soltera!», se reveló Marcela, a sí misma, despotricando para sus adentros.

Marcela no pudo evitar darse cuenta de que Amanda ni siquiera intentaba ocultar el sufrimiento que la hundía. Lloraba con una sombra desgarradora en la mirada y, en ocasiones, con incongruencia, le sonreía a la otra en señal de falsa resignación; hasta que Amanda por fin soltó lo que le quemaba por dentro.

—Esto no es fácil de asumir. A mi edad, menos. Dieciocho años. Ni sé qué hacer con mi vida. ¿Cómo voy a cuidar a un bebé? Desde el día que me lo confirmaron, solo sé llorar.

Marcela se sentía una arpía por intentar ocultarse de la chica cuando, al parecer, su situación era más desesperada. Un poco de empatía no le vendría mal. Iba a despegar los labios para confortarla cuando una asistente llamó al próximo paciente.

—Marcela Vega, puede pasar —dijo la mujer mientras abría la puerta.

Sin saber qué decir por la premura, le ofreció a la joven que pasara primero, compadecida por el estado en que se encontraba. Amanda se negó a aceptar la cortesía con estas palabras:

—No te preocupes. Es solo un poco de miedo; ya pasará.

Marcela se introdujo en el consultorio sin dejar de sentirse consternada por la chica que dejaba atrás. Al terminar de atenderse con la doctora, salió con una frase de consuelo armada, pero se encontró con el salón desierto.

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Capítulo 2

Noviembre 2015, y embarazada aún

«Estaba en medio de las investigaciones de mi trabajo de curso de cuarto año de la carrera cuando apareció en mi vida con su ladina sonrisa», escribía Marcela en su libreta de notas. «¡Maldito!», pensó, y no pudo evitar sonreír al recordar las palabras lindas que, en el pasado, el padre de su futuro hijo le susurraba al oído. «Mejor dejo de hacer estas tonterías», pensó, y así lo hizo. Arrancó la hoja, la estrujó entre sus dedos y la lanzó directo al basurero. Fue inevitable que el claxon de un auto, que se escuchaba no lejos de allí, la transportara en el tiempo y le hiciera recordar cómo había llegado su criatura a su vientre.

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Capítulo 3

Febrero 2015, y Marcela ni siquiera tenía novio

Calle Carlos III, 6 de febrero y con veinte años. En ese entonces, ni siquiera deseaba tener una relación; pensaba que los príncipes azules no existían, que los hombres eran unos desgraciados que enamoraban a las chicas para luego dejarlas babeando por ellos. Mientras, su amiga Paula intentaba atrapar un auto que les diera un aventón para llegar a la Biblioteca Nacional. No transcurrieron muchos minutos cuando la luz roja del semáforo detuvo a un reluciente Jeep Willy de 1950, de color rojo. Tenía acentos cromados, capota negra y diversas adecuaciones que daban a entender que el dueño era fanático de los autos clásicos. Paula se quedó boquiabierta al contemplar al su

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