El sueño de Silen

Cristina Rodríguez Trueba

Fragmento

el_sueno_de_silen-1

Capítulo 1

Ella está recogiendo flores, rosas amarillas de evocador aroma, regalo de su abuela y que, gracias a los mimos del jardinero, podrían competir en un concurso de belleza. Seleccionando los tallos con cuidado para no pincharse, las corta con la tijera para dejarlas en una cesta de mimbre que cuelga de su brazo izquierdo. Una sonrisa comienza a iluminar su precioso rostro. Se incorpora, deja la cesta en la hierba, la tijera dentro y se alisa la tela de su abultada falda. Antes de girarse se pellizca las mejillas para darles color. Ella no sabe que es un gesto innecesario.

El sonido de los cascos del caballo que camina sobre la piedra del camino ha anunciado la llegada de su amado esposo, al que no ha visto desde que esa mañana la dejara adormilada en la cama. Recordar los suspiros que su marido le ha arrancado hace apenas tres horas le provoca un delicioso calor en una zona íntima de su cuerpo, que se extiende hasta su rostro, por la vergüenza que siente ante la descarada excitación que se apodera de ella.

Apenas dos meses casados, un sueño hecho realidad. Vivir con el hombre al que ama en esa maravillosa casa la hace inmensamente feliz, tanto que no puede evitar cantar cuando pasea por el jardín. Estamos a finales del mes de junio y todas las plantas están exultantes. La vida es hermosa para... ¿Qué nombre podría tener una hermosa dama que viviese en la majestuosa casona de indianos a finales del siglo XIX? Quizás Isabel, es un nombre de reina.

—¡Jod...!

¡Ya volví a abrir la boca sola y no estoy ni bostezando ni comiendo! La plaza está desierta a estas horas. Por la carretera pasean dos viejecitos a bastantes metros de distancia. Han girado la cabeza y me están mirando. ¡Es imposible que me hayan podido oír! Estoy segura de que entre los dos suman casi los doscientos años de vida. Dicen que la gente del campo está más sana que la que vive siempre en grandes ciudades, pero que estos dos ancianos me hayan podido escuchar me parece increíble, por mucho Sonotone japonés que lleven en el oído.

La piedra donde me he apoyado está mojada. Noto el pantalón vaquero húmedo y mi cazadora es corta. No habrá modo de taparlo. Tantos años viniendo al pueblo de mi madre y todavía no he aprendido que el 1 de noviembre de 2013 es idéntico a todos los 1 de noviembre que he acudido a poner flores frescas en las tumbas de mis abuelos. A las cinco de la tarde el valle entero rezuma humedad, aunque el sol haya querido acompañarnos en el Día de los Difuntos.

Quizá sus rayos me ayuden a secar la ropa antes de que el agua se cuele por dentro de mis braguitas de algodón y me genere una infección de esas que nunca he tenido, pero que intuyo deben ser muy malas por la cara de preocupación que ponía mi madre al nombrarlas. Cuando era pequeña e íbamos a pasar el día a la playa, al salir de bañarme no dejaba que me quedase ni cinco minutos con la ropa mojada. ¿Sería una preocupación excesiva de mi madre, heredada de mi abuela, o me habré librado de tener infección de orina por tener siempre el culote seco? No tengo interés alguno en descubrirlo hoy, así que cruzo la plaza del pueblo para acercarme al sol.

Me alejo de la fuente pesarosa. Es mi lugar favorito para observar, el sitio perfecto para disfrutar de la casona y donde puedo imaginar las historias de las personas que vivieron en ella hace más de cien años. Es el primer recuerdo que tengo de mis vacaciones en el pequeño pueblo cántabro de ganaderos donde nació y creció mi madre.

Nada ha cambiado, nunca lo ha hecho. El muro de piedra es alto, no tanto como me parecía cuando era pequeña, pero ahora que estoy acercándome mantengo mi estimación de tres metros. Yo mido un metro y setenta centímetros, llevo algo de tacón y todavía hay un buen número de piedras irregulares perfectamente encajadas desde mi cabeza hasta donde la hiedra cubre el borde.

El sol apenas tiene fuerza, pero es mejor que la sombra. Me quedo quieta, mirando a través de los barrotes de hierro de la verja, recuperando mi imaginaria escena, que podría haberse desarrollado con los primeros propietarios de la casona como actores principales. Siempre las concibo en el jardín, nunca he visto el interior y lo necesitaría para situar a mi protagonista mientras se peina en su habitación o baja por las escaleras para recibir a sus invitados.

La casona siempre me ha parecido enorme, pero, sin un coche aparcado delante, sin una persona que salga por su puerta y sin nadie que me haya podido decir nunca sus dimensiones exactas, solo puedo hacer un cálculo estimado.

A través de rudimentarios sistemas, como compararla con el autobús de línea al pasar este por delante de la fachada principal, obtuve un resultado de seiscientos metros cuadrados de planta. En Internet existe mucha información sobre las casonas de indianos de Cantabria, algunas están a la venta y ofrecen datos de sus dimensiones. En las fotos todas parecen muy grandes y, sin embargo, es posible encontrar algunas que tienen ochocientos metros cuadrados de superficie total y otras que superan los dos mil metros. Hasta que encuentre un sistema más fiable, la longitud del autobús continuará siendo mi sistema de medición.

Es una estructura cuadrada de tres alturas. Las dos inferiores tienen grandes ventanales, que probablemente comiencen en el suelo de cada estancia y sirvan para salir a los pequeños balcones de la fachada, y la tercera ventana más pequeña. El tejado a dos aguas tiene dos casetones con ventanas en forma de capilla en sus alas Este y Oeste.

El exterior está pintado en un tono que no sabría cómo definir: no es rojo, ni granate, ni naranja, ni rosa. Parece que tuviera un poquito de cada uno de esos colores. Cuando el sol está bajo, a punto de ocultarse detrás de las montañas que protegen el valle, sus rayos que iluminan la fachada principal hacen que el color se convierta en fuego.

El muro de piedra perimetral desaparece frente a la entrada para ser sustituido por un cerramiento metálico. Las verjas de hierro tienen motivos de hojas y pequeñas flores y una terminación en forma de punta de lanza para disuadir a los amigos de lo ajeno. Sobre las dos grandes puertas hay una pieza curva que sostiene una placa con la leyenda: «año 1897».

Un camino de piedra comunica el acceso exterior con la escalinata de granito de la puerta principal de la casona. A ambos lados hay flores, plantas y arbustos perfectamente cuidados. Hay varios árboles: un magnolio majestuoso que ahora no tiene flores, un tilo que está desprendiéndose de sus hojas, cedros, robles y dos enormes palmeras, una a cada lado del camino. Mi conocimiento sobre el crecimiento de los árboles es escaso, pero parecen centenarios, plantados seguramente al mismo tiempo que se construía la casona.

El terreno que rodea a la casa está protegido de las miradas indiscretas por el muro de piedra. Es una finca grande, unos catorce mil metros cuadrados con forma de rectángulo. Los dueños de la casa buscaron, como era la costumbre en esa época, el vial más importante del pueblo para edificar. La fachada principal está orientada al camino, ahora carretera comarcal, que atravesaba la aldea. El terreno no es llano, asciende ligeramente detrás de la casona. La ladera rocosa que limita con el muro posterior está cubierta por un encinar tan tupido que no permite entrar para obtener visión alguna de la finca desde el exterior, aunque esta se e

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos