La caja de palisandro

Ana E. Guevara

Fragmento

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Capítulo 1

Esta historia bien podría ser una historia de amor, pero no como esas novelas románticas que devoraba en el sofá de su casa con una manta de cuadros sobre los pies. Una historia ambientada en el Londres victoriano donde un importante noble se enamoraba de una plebeya de mente despierta y lengua ágil. No, esta historia no se va a parecer en nada a esas novelas. No hay Londres victoriano, ni lord; por no haber, no hay ni una plebeya salida de Whitechapel, solo una chica normal.

Apretó el paso, sus pisadas resonaban en los adoquines aún mojados por la reciente lluvia. Se levantó un poco el cuello del abrigo y notó cómo dos inmensos goterones resbalaron por sus mejillas, pero no era la lluvia, eran lágrimas cargadas con toda la tristeza del mundo. Un mundo que ahora era más oscuro y solitario que unas horas antes. El abrigo corto apenas alejaba el frío que hacía en la calle desierta y se dio cuenta de que el frío, en verdad, estaba dentro de ella.

Llegó a casa y, tras unos minutos parada en el pasillo sin saber muy bien qué hacer, tomó una decisión: contaría su historia. Una licenciada en Hispánicas no debería tener demasiados problemas para juntar unas cuantas letras y dar forma a sus emociones. Cientos de ideas habían nacido dentro de su cabeza con el paso de los años, pero nunca les había dado forma, nunca se había atrevido a que fueran algo más que una mera ensoñación. El miedo al fracaso era más fuerte que ella y nunca reunió suficiente coraje como para plasmarlas en un papel y compartirlas con alguien más. Pero esta historia bien merecía dejar sus miedos escondidos en el fondo de un armario y dar ese paso que no se había atrevido a hacer nunca.

Si esto fuera una novela romántica, sacaría de su caja su vieja Underwood, herencia de algún familiar conocedor de sus inclinaciones literarias, y el golpeteo de las teclas la acompañaría durante el arduo trabajo de recordar los momentos más felices de su vida. Pero como ya hemos dicho, esta historia está lejos de ser una novela romántica al uso y tuvo que conformarse con un paquete de folios. Nuevo, eso sí. La historia de Álex se merecía estrenar un paquete solo para la ocasión. También cogió una pluma de su colección de estilográficas. Eran objetos que desde niña siempre la habían fascinado y dentro de una vida casi monacal eran prácticamente el único lujo que se había permitido. Cogió su favorita, una Sheaffer Triumph que encontró en el Rastro en una caja destartalada entre un montón de objetos de escritorio. Pagó una cantidad mínima por ella porque el dueño no sabía lo que tenía entre las manos y a ella le costó que no se le notara el entusiasmo por el precio reducido que estaba a punto de pagar. Tardó varios días en limpiarla y conseguir que la tinta fluyera, pero una vez que lo consiguió sintió una alegría inconmensurable. Estos pequeños éxitos eran los que daban sentido a una vida por lo general solitaria y gris.

Puso un cartucho en el depósito y enroscó suavemente la pluma. Dio un largo suspiro y, entonces, comenzó a escribir.

Anodina. Ni alta ni baja, ni gorda ni flaca. Con una cara bonita, pero sin ser dueña de una belleza espectacular. Mi hermano, que además de ser el espabilado de la familia es un poco cabroncete, decía que me podía dedicar a robar bancos ya que si había testigos no serían capaces de hacer un retrato robot, tal era la vulgaridad de mis rasgos. Me licencié en Filología Hispánica por la Universidad Complutense cuatro años antes de que comience esta historia. Elegí esa carrera porque adoro leer, desde bien pequeña era mi pasión y pensé, ilusa de mí, que cuando una persona era apasionada de algo sería fácil encontrar a alguien que lo contratara para desempeñar su vocación. Eso seguramente sería válido antes de la crisis de 2008, pero desde que ese monstruo implacable que se llama recesión entró en las vidas de los españoles las cosas habían cambiado bastante.

Por más que busqué y busqué no encontré nada de lo mío, y lo que había era con un contrato de semiesclavitud por un salario que no daba ni para pagar un estudio a cincuenta kilómetros de la capital. Por eso dejé de lado mis sueños de dedicarme a la docencia, o a la literatura, o a lo que fuera que hubiera soñado con dedicarme, pues saqué mi lado práctico y le di más importancia a poner un plato caliente en la mesa cada día. Así es como llegué a trabajar al Leroy Merlin[1] de un centro comercial en las afueras de Madrid, y así, por extraño que parezca, es como comienza esta historia.

Estaba colocando, con la precisión de un relojero suizo, una pila de botes de pintura el día que Álex entró por la puerta grande. Y no es una metáfora ni una figura literaria, es que literalmente entró por la puerta grande de la tienda, la que se abre sola cuando te acercas lo suficiente. Si esto fuera una novela romántica seguramente él hubiera ido despistado pensando en su día de trabajo o en lo solo que se sentía y hubiera tropezado sin querer con la pila de cubos que yo acababa de montar. Tras el estropicio inicial me ayudaría a recogerlos, nuestros dedos se tocarían en un momento dado cuando los dos fuéramos a recuperar el mismo bote y un relámpago nos abrasaría la columna vertebral.

¿Os he dicho ya que esta no es una novela romántica? Pues no lo es, y nada de eso sucedió. Él cogió un bote de pintura verde pistacho, me miró durante lo que dura el aleteo de un colibrí y se fue a pagar a la caja más cercana dejando tras de sí una sonrisa enigmática y unos ojos gatunos. Durante una fracción de segundo fantaseé con la idea de que ese apuesto desconocido se hubiera quedado tan prendado de mi belleza que me esperaría a la salida del trabajo para hacerse el encontradizo. Pero cuando acabó mi turno y cerramos la tienda no había nadie aguantando una columna con el hombro solo con el propósito de saber algo más sobre mi persona. Lo que sí había era un rayón en la puerta trasera de mi coche demostrando que un día anodino puede rápidamente convertirse en algo mucho peor.

Le di una vuelta al coche en una rápida inspección buscando más desperfectos y me sorprendió encontrar un papel en el parabrisas. Era un ticket de compra de Carrefour en el que alguien había garabateado con prisas una disculpa por el golpe y un número de teléfono para que lo llamara y rellenáramos el parte amistoso.

Soy desconfiada por naturaleza. La novela romántica me apasiona, pero también leo cualquier otro tipo de literatura, y habían pasado suficientes thrillers y novelas policiacas por mis manos como para saber que detrás de ese número de teléfono podría encontrarse un estafador, un violador o un asesino en serie. Arrugué el papel y antes de tirarlo a la papelera más cercana, que una es desconfiada pero también se preocupa por el medio ambiente, me lo guardé en el bolso en un gesto casi automático. Algo que no solo era extraño en mi forma de actuar, sino que rozaba lo inaudito.

Puse el coche en marcha y sonaba Sabina, su voz rasgada y ronca me había acompañado desde que tenía uso de razón. Sus canciones eran más que simples melodías, eran mensajes. Eso no lo sabía en aquella época, lo sé ahora, por eso cuando sonó Mentiras piadosas no le di mayor importancia.

Cuando le dije que la pasión,

por definición no puede durar.

¿Cómo iba yo a saber

que el

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