Pa'l mal de amores

Viktoria Yocarri

Fragmento

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Al país que fueres, haz lo que vieres

Ciudad de México, julio 2015

El avión se inclinó de manera pronunciada. María Joaquina enderezó el respaldo de su asiento y miró por la ventanilla. Desde el aire admiró el valle de México y clavó la vista en la lejanía. Por increíble que pareciera, ni siquiera la capa permanente de niebla vomitada por el tráfico urbano podía empequeñecer el centro ceremonial de la gran Tenochtitlán, la capital del imperio mexicano. Aún en ese momento podía recordar las pláticas de su querida maestra Carmelita, de segundo año de primaria, cuando les narraba, cual si fuera un cuento, la odisea de las tribus de Aztlán en su azaroso recorrido en búsqueda del sitio que daría asiento a su pueblo:

Desde un remoto lugar llamado Aztlán, en un sitio conocido como Chicomostoc o lugar de las 7 cuevas, un día un cierto número de hombres y mujeres decidieron separarse del grupo, guiados por su dios de la guerra y con la promesa de que encontrarían un lago con un islote, en el cual habría una roca y sobre la roca un nopal y, sobre el nopal un águila con las alas extendidas y reconociendo al sol...

Mientras la aeronave continuaba hacia el suroeste, en su mente María Joaquina recorrió las escalinatas de acceso a la parte superior del Templo Mayor y dirigió la mirada hacia los adoratorios de Tláloc —dios de la lluvia y la agricultura— y de Huitzilopochtli —dios de la guerra y de la muerte— recreando el mito mexica del rudo juego de pelota —en el que la cancha simbolizaba el cielo nocturno y pugna para mantener el orden cósmico—, ofrenda de sangre para propiciar las lluvias y la fertilidad de la tierra.

Hacia el noreste, el Aeropuerto Internacional Benito Juárez de la Ciudad de México se abría ante la zona conurbana. María Joaquina se preguntó qué pensaría Benito Juárez si volviera ahora. Él había marcado un parteaguas en la historia nacional al ser protagonista de la consolidación de la nación en república. Ni hablar de lo que hacía más de un siglo habían construido en el papel y en la imaginación los constituyentes de Querétaro. Sin duda, consideró, era una de las más grandes ironías de la historia. México aún se sacudía por una serie de escándalos de corrupción y violaciones de derechos humanos. Una situación que ha vivido y ha padecido cualquiera que ha perdido un hijo, visto morir a un padre, sido víctima de una desaparición forzada, sido colega de un periodista asesinado, caminado por las calles de Tampico o Iguala o Apatzingán; cualquiera que ha revisado las cifras sobre homicidios, secuestros, desapariciones o tortura en México. Lo que día a día enfrentan los pobres, los migrantes, los desplazados internos, las mujeres indígenas, las minorías sexuales. Tantos a quienes se los hostiga, se les dispara, se les desaparece, se los silencia para que paren los reclamos de justicia y verdad. Para acallar las voces que México más necesita.

—Señores pasajeros, abrochen sus cinturones. En unos instantes más, aterrizaremos —anunció el piloto.

María Joaquina dejó de lado aquellas reflexiones para regocijarse. Después de dos años de sentirse como un pájaro al otro lado del océano, de haber concluido un posgrado en administración de hoteles en Australia y de obtener un aceptable dominio del inglés, estaba de vuelta en el México de sus amores.

Natal de Oaxaca de Juárez, de un pueblito denominado San Sebastián Abasolo, ubicado a veinte minutos de la capital del estado. Aguerrida y femenina, bullanguera y alegre, cuyo atributo más espléndido eran sus radiantes ojos verdes que brillaban como alimentados por el color de su piel morena y, que según decía su abuela eran iguales a los de su madre. Y, aunque ella la recordaba poco menos, en ocasiones le daba por pensar que seguramente sus padres habrían tenido más hijos además de ella, sobre todo porque su padre esperaba tener un chico. Pero cuando tenía tres años, su madre había caído gravemente enferma y había muerto. María Joaquina Ontiveros amaba sus raíces, su mexicanidad marcada por la historia de la Colonia y el mestizaje, pero más importante, por el legado de las órdenes religiosas y su camino por el Nuevo Mundo. Parecía exagerada esta declaración, pero estaba convencida que de no haber sido por ellos, la vid se hubiese extinto, el chocolate como lo conocía no existiría y los destilados de agave resultarían tan etéreos como oníricos.

Finalmente, el avión tocó tierra. María Joaquina apenas podía esperar a recoger sus maletas. Ansiaba ver la cara de su padre y de su abuela en cuanto llegara. Por desgracia, su peregrinar aún era largo.

Mientras observaba el desfile interminable de maletas girando sobre la banda, recordó la conversación telefónica con su padre:

—Hola, papi —dijo en cuanto descolgó—. Soy yo.

—¡Majo! No te vas a morir pronto; estábamos pensando en ti. —Era la voz cálida de su padre, que salvaba los miles de kilómetros que había entre ellos para sonar en su oído—. Te paso a tu abuela.

—No, espera.

Por mucho que la quisiera, su padre no se sentía cómodo hablando por teléfono. Unos pocos segundos de charla y enseguida quería pasarle el aparato a su abuela, mucho más parlanchina que él.

Como era previsible, su abuela le preguntó cuándo estaría de vuelta.

—Si Dios quiere, llego el miércoles —prometió.

—Bendito sea. Le pediré a la virgencita de Guadalupe que te guarde.

Eso no impidió que mientras colgaba le diera vueltas una idea. En realidad, un par de días antes no supondrían ninguna diferencia. No le costó mucho arreglar sus asuntos en Australia; las cosas que tenía ocupaban dos maletas. Al cabo de dos días compró su boleto de avión. Sus compañeras de alojamiento la miraron un tanto ofendidas a pesar de todo hasta que les dijo que probablemente volvería el año siguiente. Sin embargo, ella sabía que no lo haría. Ya no había ninguna necesidad. Sus aspiraciones estaban puestas en convertirse en una máster mezcalier, a pesar de saber que su futuro estaba comprometido al lado de Fito. Jamás había estado tan segura de algo como lo estaba en ese momento. No entendía cómo su padre y su padrino habían pensado en ese detalle, que sin duda denominaba un reflejo de la voluntad y del querer masculinos. No cultivaba ilusión respecto al matrimonio, a la novia que espera, pero respetaba profundamente la voluntad de su padre. Por lo demás, su reencuentro con Fito sería solo una formalidad más para quienes ya habían comprometido el futuro. No le gustaba mucho pensar en ello, y mucho menos imaginar las consecuencias.

Lo que más deseaba en ese momento era estar junto a su abuela, preparando un mole negro, ese platillo símbolo de festejo, referencia obligada al hablar de México, signo de identidad y riqueza gastronómica. Para María Joaquina, Mamá Vila seguía siendo el centro de su universo. Conocía sus virtudes y defectos y la amaba profundamente. Quizá por eso sus palabras la hicieron sonreír de nuevo mientras recogía sus maletas.

Así, María Joaquina se intrincó por los enormes pasillos de la terminal número uno. Por el camino se encontró con una tienda de vinos y licores y, dando un breve descanso a sus brazos, dejó las maletas en el suelo, al fin que había tiempo de sobra; raro era el vuelo que no sufría demora.

No fue la tienda en sí lo que llamó su atención, sino la botella de mezcal 100 % artesanal, ensamble espadín que vio por el rabillo del ojo. «Igualito al de mi pueblo —pensó—. ¡A huevo!», exclamó para sí, evocando la frescura herbácea y el ligero aroma a cacao, contagiándose de la magia de la bebida espirituosa. Pero al mismo tiempo podía oír a su abuela reprendiéndola si la hubiera sorprendido expresándose de esa forma: «Ese lenguaje no es de una señorita decente».

Dos horas después de toda suerte de retrasos debido a la saturación del aeropuerto, anunciaron el vuelo a Oaxaca. Entre la ansiedad, los inconvenientes, las molestias y el cambio de horario, María Joaquina se sintió presa del cansancio y apenas la aeronave se encontró surcando los cielos se quedó dormida, soñando con campos de agave y el olor a tierra mojada.

Al cabo, el piloto anunció que el Aeropuerto Internacional Xoxocotlán estaba a la vista. María Joaquina abrió los ojos y, aún recostada en el asiento, miró por la ventanilla. En aquellos momentos comenzaba a aparecer la línea de la sierra por debajo del cielo azul. Aquello parecía no tener fin: pesadas pendientes a través de las cordilleras descoloridas por las sequías y heladas.

Mientras la aeronave descendía, parecía como si estuviera entrando en otro mundo diferente. El marrón pálido de la hierba de las cumbres dio paso a las construcciones coloniales de la ciudad. Estaba realizando maniobras de acercamiento.

El Aeropuerto Internacional de Oaxaca también funciona como base de la Fuerza Área Mexicana. María Joaquina tenía conocimiento de que existía un proyecto integral de remodelación para la terminal, por eso tan luego recuperó sus maletas se puso a investigar sus nuevos dominios, aunque seguramente en aquel momento no lo consideraba aún sus dominios, sino simplemente otra parada más de un viaje al parecer interminable.

Era lo que estaba haciendo cuando tropezó con una figura masculina.

—Lo siento —dijo.

Al verlo pensó que podía ser francés, con sus cabellos casi negros y su aspecto agradable, pero no había confusión posible en su acento. Era como un saxofón Ferrari. Tenía una hermosa sonoridad. Era impresionantemente guapo, y, oh, esos ojos. La atrapaban. Parecía aventajarla en algunos años, su sonrisa era cordial y sin intención de flirtear, así que se la devolvió sin reservas.

—La culpa fue mía. No miraba por dónde iba.

—Permíteme ayudarte.

Su ofrecimiento era muy tentador, pero su padre le había enseñado desde muy niña que no era buena idea aceptar nada de desconocidos, por amables que parecieran. Así que respondió:

—No, no hace falta. Muchas gracias.

Él no insistió. En lugar de ello, se dirigió a la salida y abordó un taxi. Ella en cambio, abordó un colectivo con dirección a la terminal de autobuses.

Así las cosas, treinta minutos después de las cinco de la tarde, con el ánimo encabritado por el folklore del mexicano, María Joaquina se montó en el autobús con rumbo a San Sebastián.

—¡Tortas! ¡Cacahuates! ¡Chicles! —gritaba un vendedor en el pasillo al mismo tiempo que los pasajeros abordaban. Para colmo de males se sentó junto a ella una mujer a la que le costaba mover su gelatinoso y voluminoso cuerpo. La situación fue a peor cuando abrió su bolsa del mercado y sacó una torta de longaniza, impregnando el ambiente con el penetrante olor del embutido de cerdo. Naturalmente a María Joaquina se le tupió el entendimiento, pero quién presto se determina, dúrale el arrepentir.

El de las tortas se bajó y casi enseguida el autobús se puso en marcha. Sin embargo, ni tan siquiera habían avanzado un kilómetro cuando se detuvo y subió otro vendedor.

—Buenas tardes, señores pasajeros. Les venimos ofreciendo la uña de gato. Sí, escucharon bien. La uña de gato pa’la gastritis, pa’l hígado, el riñón y toda clase de mal. Cincuenta pesitos le cuesta, cincuenta pesitos.

María Joaquina observó, anonadada, como los frasquitos con la mentada uña de gato iban y los cincuenta pesos venían. Al final, el hombre pareció satisfecho con su venta y se bajó en la siguiente esquina. Pero ahí no paró la cosa: María Joaquina contó un total de cinco paradas intermitentes para subir más pasaje. Naturalmente, el autobús iba a reventar; había gente parada en los pasillos. A ese paso no llegaría nunca, pensó. Pero qué podía hacer.

Sus reclamos se apagaron en cuanto el vehículo corrió por la carretera y miró por la ventanilla el esplendor del paisaje.

Ciertamente la confluencia de la Sierra Madre del Sur hace del estado de Oaxaca un terreno boscoso de pinos y ocotes por doquier. En algunos lugares de la carretera era una alfombra de hojas, y bajo los árboles los conos daban un color negruzco a la tierra. Curva tras curva, la mole de la montaña iba extendiéndose como una fotografía aérea. Después de un rato dejaron atrás la llanura. La carretera desapareció completamente para convertirse en un camino revestido y de pronto irrumpieron en un valle cubierto de pintorescas casitas pintadas de blanco con techos de teja. A la lejanía, junto al río y rodeada por campos de agave, María Joaquina divisó la finca los Framboyanes.

—¡Bajan! —gritó, incapaz de contener su excitación al ver que el autobús se acercaba al paradero.

El sol ya había desaparecido, pero el cielo todavía estaba iluminado por franjas rojas y doradas sobre la colina. María Joaquina no sabía exactamente qué esperaba ver cuando bajó. Una especie de epifanía supuso; algo así como el despertar de todos sus recuerdos en ese momento que se hallaba en el lugar que había nacido y crecido. Cambió de mano el peso de sus maletas y echó un vistazo a su alrededor, examinando San Sebastián Abasolo desde todos los ángulos.

Llamado así en honor al santo muerto en Roma en el año 288 d.C., y Abasolo en memoria del héroe de la Independencia José Mariano Abasolo. Ubicado en el valle de Oaxaca, entre el Nudo Mixteco, la Sierra Juárez y la Sierra Madre del Sur, San Sebastián parecía un pequeño oasis entre los cerros que lo circundaban. De hecho, era un sitio muy bonito, con unas casitas blancas apiñadas en forma de caja alrededor de la iglesia como si se tratase de unos pollitos bajo el ala de una gallina. Con un clima predominantemente templado con lluvias en verano y habitado principalmente por su población agricultora indígena, los callejones se mantenían salpicados de una flagrante capa de cagada de caballo y perro y, metidas entre las pintorescas construcciones todavía se encontraban las construcciones de carácter más tosco que los habitantes utilizaban para guardar cerdos y gallinas.

María Joaquina veía la cúpula de la iglesia del santo patrón San Sebastián Mártir. El árbol de sabino ubicado a espaldas de esta parecía infinitesimalmente pequeño, al igual que la finca los Framboyanes, al pie del gran cerro Danni Yeri, como un montículo en la punta de la nariz de un rinoceronte.

A la luz cada vez más suave de la tarde se dio cuenta de que las calles estaban vacías. Al parecer, la totalidad de la población se encontraba o bien fuera en los campos o en el interior de sus casas. La cabeza le daba vueltas de excitación y su corazón latía violentamente mientras se dirigía con paso reposado al negocio de su padre. Sin lugar a duda, María Joaquina Ontiveros se encontraba perdida y a la vez extrañamente encontrada, con solo el viento soplando y los gritos de las aves.

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Grande o chica, rica o pobre, casa mía

Don Nicolás Ontiveros estaba de espaldas a la barra, sacudiendo las botellas de los anaqueles con espejos cuando María Joaquina irrumpió en el Jolgorio, la cantina del pueblo —el centro de reunión para disolver entre copas prejuicios, dudas o diferencias; escala obligada para «agarrar valor» para declarársele al objeto de deseo o, en caso contrario, terminar con esa relación tormentosa que roba todo aliento y todo sueño—. Amueblada con mesitas y sillas de madera oscura, suelos de barro y las singulares puertas de vaivén de la entrada.

—¿Papi? —gritó por encima de la música.

Evidentemente, no la esperaba porque se volvió con un sobresalto.

—¿Majo? —dijo con el corazón acelerado. Era un hombre de mediana estatura, barba crecida y una calva, que daba a su cabeza el aspecto reluciente de una avellana. De trato amable y pocas palabras, don Nicolás se había ganado un hueco en la comunidad como intermediario entre los agricultores y el gobierno. Era un trabajo duro, pero viéndolo allanar tratos con el campesino más tosco o discutir derechos de agua con el burócrata más obstinado, nadie habría podido dudar de que era el hombre más indicado para ello. Naturalmente, su única debilidad era María Joaquina. «¿Ay, sí, no? ¡Muy chucho! ¡Pero esa chiquilla te hace como quiere!», le había dicho su madre en más de una ocasión.

—Canija, chamaca —replicó abrazándola.

María Joaquina fue a decir algo, pero sus palabras se apagaron al captar el retazo de una canción que llegaba hasta ellos por la sinfonola.

Estoy en el rincón de una cantina, oyendo la canción que yo pedí; me están sirviendo ‘orita mi tequila, ya va mi pensamiento rumbo a ti...

—¿Mal de amores? —bromeó, aunque no pudo evitar fijarse que sus rasgos parecían más graves de lo normal, como si en cada arruga hubiera escondida una preocupación u otra.

—¡Qué cosas se te ocurren, m’ija!

En ese momento entró corriendo Nacho, que la conocía de toda la vida. En realidad, toda la gente en San Sebastián se conocía.

—¡Híjole, ya ‘stá aquí!

—¡Nacho! —exclamó Majo en tono efusivo.

—No, pos si te ves rechula.

—Yo también te extrañé, Nacho.

—¿’tons, qué? ¿Nos echamos un mezcalito?

María Joaquina se sonrió. Aunque Nacho tenía un acento cantadito y hablaba muy rápido, la verdad no le costaba captar el sentido general de lo que quería darle a entender. Tal como ella misma lo decía, Oaxaca, tierra milenaria y de agaves, presumía con orgullo la tradición de elaborar el mejor mezcal. Y, sobre todo, estaba clarísimo que estaba loca de impaciencia por entonarse, acompañada de su gente.

—¡Cómo se te ocurre hombre! —se apresuró a reprenderlo don Nicolás—. María Joaquina...

—¡Claro! —interrumpió ella—. Pero antes me gustaría saludar a mi abuela.

—No, pos eso sí.

La casa de los Ontiveros estaba situada al norte, enclavada en una joya y rodeada de abundante vegetación. Siguiendo los contornos de la propiedad y a manera de delimitarla, la acequia —un antiguo sistema de canales de riego, conocido por los mexicas como apantle—, conducía el agua de la lluvia y del deshielo desde los altos picos de la montaña hasta el valle, formando una cinta de follaje de color verde brillante.

El principio de este sistema de riego es muy sencillo: la lluvia y la nieve que caen en la inmensa área de captación de las montañas se va filtrando y creando enormes acuíferos o yacimientos de aguas subterráneas, desde los que va saliendo lentamente a lo largo del año hasta verter en los ríos y fuentes de las zonas más bajas de las laderas. Al correr por el canal, el agua se va filtrando por la tierra y las grietas, lo que riega así las plantas silvestres y los árboles que crecen en las orillas. Las raíces de estas plantas forman unas marañas que sujetan los bordes de los canales y evitan que estos se desmoronen.

Había literalmente un buen número de kilómetros de acequias en San Sebastián, y pasear por los senderos que discurrían a lo largo de sus orillas, flanqueados de hierbas y una rica variedad de flores silvestres, era una experiencia maravillosa que de trecho en trecho ofrecía además unas vistas impresionantes del circo de campos de cultivo.

En realidad, docenas de pequeños campesinos dependían de las acequias. Un sistema social organizado para garantizar el suministro equitativo. Don Nicolás era quien presidía el proceso democrático de resolver las disputas con la autoridad hidráulica. Nacho, en compañía de otros más, era el acequiero responsable de que el agua fluyera sin problemas, vigilando las fugas y los puntos críticos.

La camioneta todoterreno de don Nicolás que conducía María Joaquina se detuvo frente a un edificio de una planta.

—Doña Elvira se pondrá retecontenta —comentó Nacho mientras se acercaban a la puerta.

La respuesta de María Joaquina quedó ahogada por el ladrido de un perro.

—¡Oso! —exclamó cuando el animal, un bastardo de pastor alemán, con las orejas, una hacia arriba y la otra hacia abajo, lo que le daba un aspecto simpático e inofensivo, la olisqueó.

De repente la puerta de entrada se abrió y salió una mujer muy morena y rozagante, ya entrada en carnes, que llevaba el pelo recogido con un moño detrás de la cabeza, era casi todo blanco. Solo le quedaban algunos mechones negros, y prorrumpió en exclamaciones de deleite al ver a su inesperada visitante.

—¡Virgen Santísima! No te esperábamos hasta pasado mañana.

—Mamá Vila —dijo Majo con una radiante sonrisa y corrió a su encuentro.

—Deja que te mire. Ay, qué chula —subrayó apretándole fuertemente la mejilla.

—Eso mesmo dije yo —dijo Nacho con entusiasmo.

—¡Cállese usted, hocicón! —lo reprendió doña Elvira con una severa mueca asomando en su rostro.

—Nomás decía.

Majo sonrió, aparentemente, acostumbrada al carácter tosco de su abuela.

—Debes venir muy cansada y hambrienta, m’ija —dijo tirando de ella hacia adentro.

Nacho dio un hábil puntapié al perro que olfateaba sus pies y cerró la puerta detrás de ellas.

El cuarto de estar era cuadrado y estaba todo blanqueado menos el suelo, que era de barro. Sus únicos muebles eran un sofá de dos plazas y una mesa de centro redonda. A modo de decoración, un cuadro paisajista colgaba de una pared.

Para ser sinceros, elegancia y sofisticación no eran las primeras palabras que venían a la cabeza cuando se intentaba describir la arquitectura de San Sebastián. En realidad, el encanto del estilo radicaba en su simplicidad.

Las paredes eran de adobe —una masa mezclada con paja, moldeada en forma de ladrillo y secada al sol—, blanqueadas con cal por dentro y por fuera para evitar el calor del verano y el frío del invierno. Los techos eran de viga de madera de roble recubiertos de teja.

Mientras avanzaban por el pasillo de la estancia hacia la rústica cocina de leña, una acogedora atmósfera de persistentes olores a tamales de elote envolvió a María Joaquina.

—Huele bien —dijo haciendo una gran inhalación del humo y el olor tan peculiar que percibía de la olla humeante mientras se cocían los tamales.

A decir verdad, doña Elvira tenía fama de ser la mejor cocinera del pueblo. Para ella el gozo del vivir estaba en el comer.

—Ve a dejar tus cosas en lo que terminan de cocerse.

Pero luego debió de pensar otra cosa porque se dirigió a Nacho:

—¿Y tú? Buscando al burro y andando con él.

María Joaquina no pudo evitar sonreírse al intuir el significado general de la frase por la expresión de su mirada.

—Pero... —comenzó a protestar Nacho.

—Cúchala —insistió doña Elvira con un tosco ademán.

—Abuela —pidió Majo—, solo vine a saludarte y a cambiarme.

Frunciendo el ceño, se movió un poco como si necesitara espacio para concentrarse en descifrar algo que le hubieran comunicado en código.

—¿Qué dices niña, de qué hablas?

—Pues... —comenzó a decir lentamente, como si le faltara el valor para descorazonarla—. Me gustaría pasar un rato en el Jolgorio.

Doña Elvira no pareció sorprenderse ni mucho menos enfadarse, pero para mayor contento de su nieta, contestó:

—Me lo supuse.

Efusiva como era, María Joaquina la abrazó y la colmó de besos. No había necesidad de decirle nada a Nacho porque raudo y veloz salió de la casa y se puso en camino. Conociéndolo como lo conocía, María Joaquina estaba segura de que no tardaría en correr la voz, por lo que con rapidez se metió a cambiarse.

El viento entraba rugiendo por la ventana abierta. Era una noche clara con un reluciente segmento de luna que iluminaba el dormitorio momentáneamente a oscuras, pero con un clic en el interruptor de la pared, la bombilla colgada del techo iluminó la sencillez de la habitación, con su cama de madera, el buró y el ropero arrimado a una pared.

María Joaquina se fijó que su abuela lo había limpiado todo. No había ni una mota de polvo y olía a jabón y a abrillantador. Una vez más sintió la agradable sensación de estar en casa. Acto seguido, dejó caer la maleta sobre la cama y se deslizó hacia el ropero para buscar su ropa vaquera.

Al cabo de un rato regresó a la cocina luciendo unos ajustados vaqueros de pitillo, una camisa vaquera anudada y un paliacate estampado enrollado a la cabeza a modo de turbante, cubriendo por completo sus cabellos negros.

—Lista —dijo a su abuela.

Doña Elvira la repasó de arriba abajo y dio un salto de la impresión al ver el piercing de alas de oro que colgaba de su ombligo.

—¡Virgen Santísima que’stás en los cielos! —exclamó persignándose.

—¿Qué ocurre? —le preguntó, alarmada.

—¡Pos qué’a de ser! ¡Bonita fregadera trais a’i!

María Joaquina se arrepintió al instante de habérselo puesto. No contaba con el radar de Mamá Vila.

—No se enoje, mami, es la moda.

—Será el sereno, pero no me gusta.

—Bueno, se viene conmigo ¿o qué?

—Canija chamaca, ‘amonos pues.

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Para todo mal, mezcal; para todo bien, también; y si no hay otro remedio, litro y medio

En la ladera sur, a veinte minutos con paso reposado del centro, se encontraban Los Framboyanes, donde vivía don Cristóbal Márquez, padrino de Majo, y sus hijos, Rodolfo y Catalina. La familia Márquez vivía allí desde los tiempos del abuelo de don Cristóbal.

Los Framboyanes disfrutaban del privilegio de una casa colgada en el extremo del valle con unas vistas espectaculares del río y de las montañas.

Un par de palos endebles extendidos de lado a lado del arroyo Gueloveche conducían al pie de un sendero hasta la finca de don Cristóbal. Era una propiedad de un verde encantador y en apariencia inaccesible, rodeada por campos de agave y bastos pastizales. Medio escondida, la enorme casa, capricho arquitectónico de doña Eloísa —que Dios la tuviera en su santa gloria—. Pasto salpicado de árboles se extendía hasta las sencillas estructuras de madera de los establos y caballerizas.

Nacho atravesó a trompicones el pedregoso sendero que conducía a los establos y al llegar se encontró a Tomás, el capataz de la finca, y a otros tres peones jugando baraja y bebiendo cerveza.

—¡Qu’iobo Nacho! —saludó Tomás sin levantar la vista de su juego.

—¿Que’s del Fito?

—En las caballerizas, ¿por qué o pa’ qué?

Pero Nacho ya no oyó esto último, se había puesto en camino.

—¡Hey, Nacho! —gritó Tomás—. No creo que el patrón quiera verte—. Afirmó con picardía ante las risas procaces de sus compinches.

Nacho o no lo oyó o se hizo de oídos sordos.

Así, entró como una corriente de aire a las caballerizas. Vio a Relámpago, el caballo bayo de Fito, desensillado, pero también oyó ruidos que no precisamente provenían de los animales. Por eso, decidió anunciarse.

—¡Niño Fito! —repitió tres veces antes de que Rodolfo Márquez, el mayor de los hijos de don Cristóbal, saliera del último cobertizo, acomodándose los pantalones y abrochándose la camisa. Era un hombre atractivo, alto, delgado, pero de músculos vigorosos. Tenía unos ojos castaños y escrutadores.

—¿Qué pasa, Nacho?

—¡Qué ya ‘stá aquí! —dijo N

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