Pa'l mal de amores

Viktoria Yocarri

Fragmento

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Al país que fueres, haz lo que vieres

Ciudad de México, julio 2015

El avión se inclinó de manera pronunciada. María Joaquina enderezó el respaldo de su asiento y miró por la ventanilla. Desde el aire admiró el valle de México y clavó la vista en la lejanía. Por increíble que pareciera, ni siquiera la capa permanente de niebla vomitada por el tráfico urbano podía empequeñecer el centro ceremonial de la gran Tenochtitlán, la capital del imperio mexicano. Aún en ese momento podía recordar las pláticas de su querida maestra Carmelita, de segundo año de primaria, cuando les narraba, cual si fuera un cuento, la odisea de las tribus de Aztlán en su azaroso recorrido en búsqueda del sitio que daría asiento a su pueblo:

Desde un remoto lugar llamado Aztlán, en un sitio conocido como Chicomostoc o lugar de las 7 cuevas, un día un cierto número de hombres y mujeres decidieron separarse del grupo, guiados por su dios de la guerra y con la promesa de que encontrarían un lago con un islote, en el cual habría una roca y sobre la roca un nopal y, sobre el nopal un águila con las alas extendidas y reconociendo al sol...

Mientras la aeronave continuaba hacia el suroeste, en su mente María Joaquina recorrió las escalinatas de acceso a la parte superior del Templo Mayor y dirigió la mirada hacia los adoratorios de Tláloc —dios de la lluvia y la agricultura— y de Huitzilopochtli —dios de la guerra y de la muerte— recreando el mito mexica del rudo juego de pelota —en el que la cancha simbolizaba el cielo nocturno y pugna para mantener el orden cósmico—, ofrenda de sangre para propiciar las lluvias y la fertilidad de la tierra.

Hacia el noreste, el Aeropuerto Internacional Benito Juárez de la Ciudad de México se abría ante la zona conurbana. María Joaquina se preguntó qué pensaría Benito Juárez si volviera ahora. Él había marcado un parteaguas en la historia nacional al ser protagonista de la consolidación de la nación en república. Ni hablar de lo que hacía más de un siglo habían construido en el papel y en la imaginación los constituyentes de Querétaro. Sin duda, consideró, era una de las más grandes ironías de la historia. México aún se sacudía por una serie de escándalos de corrupción y violaciones de derechos humanos. Una situación que ha vivido y ha padecido cualquiera que ha perdido un hijo, visto morir a un padre, sido víctima de una desaparición forzada, sido colega de un periodista asesinado, caminado por las calles de Tampico o Iguala o Apatzingán; cualquiera que ha revisado las cifras sobre homicidios, secuestros, desapariciones o tortura en México. Lo que día a día enfrentan los pobres, los migrantes, los desplazados internos, las mujeres indígenas, las minorías sexuales. Tantos a quienes se los hostiga, se les dispara, se les desaparece, se los silencia para que paren los reclamos de justicia y verdad. Para acallar las voces que México más necesita.

—Señores pasajeros, abrochen sus cinturones. En unos instantes más, aterrizaremos —anunció el piloto.

María Joaquina dejó de lado aquellas reflexiones para regocijarse. Después de dos años de sentirse como un pájaro al otro lado del océano, de haber concluido un posgrado en administración de hoteles en Australia y de obtener un aceptable dominio del inglés, estaba de vuelta en el México de sus amores.

Natal de Oaxaca de Juárez, de un pueblito denominado San Sebastián Abasolo, ubicado a veinte minutos de la capital del estado. Aguerrida y femenina, bullanguera y alegre, cuyo atributo más espléndido eran sus radiantes ojos verdes que brillaban como alimentados por el color de su piel morena y, que según decía su abuela eran iguales a los de su madre. Y, aunque ella la recordaba poco menos, en ocasiones le daba por pensar que seguramente sus padres habrían tenido más hijos además de ella, sobre todo porque su padre esperaba tener un chico. Pero cuando tenía tres años, su madre había caído gravemente enferma y había muerto. María Joaquina Ontiveros amaba sus raíces, su mexicanidad marcada por la historia de la Colonia y el mestizaje, pero más importante, por el legado de las órdenes religiosas y su camino por el Nuevo Mundo. Parecía exagerada esta declaración, pero estaba convencida que de no haber sido por ellos, la vid se hubiese extinto, el chocolate como lo conocía no existiría y los destilados de agave resultarían tan etéreos como oníricos.

Finalmente, el avión tocó tierra. María Joaquina apenas podía esperar a recoger sus maletas. Ansiaba ver la cara de su padre y de su abuela en cuanto llegara. Por desgracia, su peregrinar aún era largo.

Mientras observaba el desfile interminable de maletas girando sobre la banda, recordó la conversación telefónica con su padre:

—Hola, papi —dijo en cuanto descolgó—. Soy yo.

—¡Majo! No te vas a morir pronto; estábamos pensando en ti. —Era la voz cálida de su padre, que salvaba los miles de kilómetros que había entre ellos para sonar en su oído—. Te paso a tu abuela.

—No, espera.

Por mucho que la quisiera, su padre no se sentía cómodo hablando por teléfono. Unos pocos segundos de charla y enseguida quería pasarle el aparato a su abuela, mucho más parlanchina que él.

Como era previsible, su abuela le preguntó cuándo estaría de vuelta.

—Si Dios quiere, llego el miércoles —prometió.

—Bendito sea. Le pediré a la virgencita de Guadalupe que te guarde.

Eso no impidió que mientras colgaba le diera vueltas una idea. En realidad, un par de días antes no supondrían ninguna diferencia. No le costó mucho arreglar sus asuntos en Australia; las cosas que tenía ocupaban dos maletas. Al cabo de dos días compró su boleto de avión. Sus compañeras de alojamiento la miraron un tanto ofendidas a pesar de todo hasta que les dijo que probablemente volvería el año siguiente. Sin embargo, ella sabía que no lo haría. Ya no había ninguna necesidad. Sus aspiraciones estaban puestas en convertirse en una máster mezcalier, a pesar de saber que su futuro estaba comprometido al lado de Fito. Jamás había estado tan segura de algo como lo estaba en ese momento. No entendía cómo su padre y su padrino habían pensado en ese detalle, que sin duda denominaba un reflejo de la voluntad y del querer masculinos. No cultivaba ilusión respecto al matrimonio, a la novia que espera, pero respetaba profundamente la voluntad de su padre. Por lo demás, su reencuentro con Fito sería solo una formalidad más para quienes ya habían comprometido el futuro. No le gustaba mucho pensar en ello, y mucho menos imaginar las consecuencias.

Lo que más deseaba en ese momento era estar junto a su abuela, preparando un mole negro, ese platillo símbolo de festejo, referencia obligada al hablar de México, signo de identidad y riqueza gastronómica. Para María Joaquina, Mamá Vila seguía siendo el centro de su universo. Conocía sus virtudes y defectos y la amaba profundamente. Quizá por eso sus palabras la hicieron sonreír de nuevo mientras recogía sus maletas.

Así, María Joaquina se intrincó por los enormes pasillos de la terminal número uno. Por el camino se encontró con una tienda de vinos y licores y, dando un breve descanso a sus brazos, dejó las maletas en el suelo, al fin que había tiempo de sobra; raro era el vuelo que no sufría demora.

No fue la tienda en sí lo que llamó

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