1
Millicent, 9 años
Mis padres se han ido y no regresarán jamás, fueron arrollados por un auto y por ello tendré que vivir con la abuela Oona, a quien nunca conocí, aunque sé cómo luce, pero solo por fotografías; sé que tiene el cabello blanco y siempre lo usa recogido, los ojos azul zafiro algo rasgados, tiene el rostro en forma de corazón con labios que siempre están pintados, incluso sé que es alta, pero no lo sé por cuenta propia, y las cosas sobre su personalidad solo las sé por lo que escuché de ella: que es estricta, que es temperamental (lo que eso quiera decir), que no es muy sociable, que no le gustan las conversaciones sin sentido..., pero tampoco puedo saber si todo eso es cierto, solo puedo asumir que lo es porque mi padre lo dijo y él no me mentiría, no le gustaban las mentiras, decía que eran formas perversas de cubrir la verdad. Yo también las aborrezco, probablemente porque él lo hacía. Mi amiga Vivian decía que parte de las personalidades y de los gustos las personas los aprendían de sus padres, que ella lo oyó decir a su madre, así que tal vez eso lo aprendí de mi padre; en cambio, de mi madre aprendí que a veces es bueno decir no cuando algo no nos complace o de algún modo no estamos de acuerdo con ello; me lo decía constantemente, que es bueno para la salud mental y la dignidad de las personas; no sé si es así, pero ya lo tengo incorporado en mí, porque le he dicho no a Georgie Stephens cuando me pidió que mintiera por ella, y a Brandon Trenton cuando quiso copiarme la tarea de Biología. No sé qué aprenderé de la abuela Oona, y temo que no sea algo bueno.
—Pero, Ama, ¿por qué debo irme a vivir con ella? Si dices que mis padres me dejaron mucho dinero, puedo quedarme contigo aquí y tú lo administrarás, puesto que yo no puedo hacerlo —le dije de forma suplicante, mientras ella preparaba mi valija.
—Eso no es posible, mi pequeña Millie, tus padres pusieron a tu abuela en el testamento para que ella se ocupara de tu tutela si algo les ocurría, y lamento que ese sea el caso, pequeña, de verdad lo siento mucho. Sabes cuánto quería a tus padres y sé cuánto los querías tú, y créeme que sé cuánto los extrañarás —repuso mientras me acariciaba la cabeza.
—¿Tú sigues extrañando a los tuyos? —le pregunté por sus padres muertos.
—Como siempre te lo digo: cada día de mi vida.
—¿Entonces yo los extrañaré por siempre, tal como ahora? —inquirí, porque sentía que los echaba tanto de menos que el corazón se me iba a romper y no sabía si sería capaz de soportar ese dolor durante toda mi vida.
—Bueno, los extrañarás de manera diferente, no tal como ahora, sino con menos dolor, y te prometo que su ausencia será más tolerable con el tiempo —me aseguró.
—¿Por qué tuvieron que irse ellos de todos los padres del mundo? —le pregunté. Yo estaba tirada en la cama y, desde allí, Ama se veía más gorda que de frente y más narigona también.
—Bueno, mi pequeña Millie, como te dije antes, no son los únicos padres que tuvieron que marcharse —me recordó y quise preguntarle que por qué yo, que era hija única, que no tenía hermanos y ahora me había quedado completamente sola.
—Pero ¿por qué papá quiere que me vaya a vivir con esa mujer que él dijo que era horrible como Cruela de Vil? —inquirí y, a pesar de que estaba recostada de costado, pude ver el rostro ofuscado de Ama desde ahí.
—Millicent Fairchild, esa no es forma de hablar de la gente, en especial de alguien mayor que tú y que es tu abuela —me espetó.
—Pero es lo que papá dijo, ¿por qué él tiene permitido llamarla así y yo no? —le pregunté.
—Porque tu padre era su hijo y había diferencias entre ellos, aunque eso no justifica que llamara de ese modo a su propia madre —repuso de forma rotunda.
—Bueno, como sea, pero ¿por qué debo ir a vivir con ella? —insistí.
—Porque tu padre no tenía más familia que esa, le gustase o no, y tu madre no tenía familia en absoluto ¿o acaso lo olvidaste? —yo negué con la cabeza.
—Pero ella no me querrá —le dije; mi padre nos lo había dicho a mi madre y a mí, que ella no quería tener nada que ver con él y su nueva familia.
—Que nunca te haya conocido no significa que no te quiera, al igual que a tu padre, era su hijo y lo quería, es solo que tuvieron un altercado y por eso estaban distanciados, y tú eres su única nieta, si no entendí mal, por lo que no hay forma de que no te quiera. Será estricta y tal vez hasta un poco desdeñosa, pero eres su sangre y a ella le importa mucho la sangre, aunque no quiera admitirlo —respondió Ama.
—Pero, Ama, ¿por qué debo mudarme hacia Greenview? ¿Por qué no puede venir ella a vivir aquí? ¿Qué ocurrirá con esta casa?
Ama exhaló un suspiro, como lo hacía cuando estaba cansada de explicar algo.
—Tú te irás a vivir en Greenview porque ella no vendrá para aquí; por lo que he oído esa mujer pertenece a esa residencia como si la hubieran parido allí; casi nunca sale de ahí, y esta casa quedará para ti si es que no la vendes; pero es tu abuela quien decidirá qué hacer con ella.
—Pero, entonces, ¿qué harás tú? ¿Adónde irás? —le pregunté, porque hasta ese momento no había pensado en ello.
—Por mí no tienes que preocuparte. La familia Patterson necesita una asistenta, así que ya me contrataron, claro que no será lo mismo, porque ya no te volveré a ver —me dijo y yo me senté de golpe.
—¿No volveremos a vernos nunca más? —inquirí y, entonces, una sensación similar a la que sentí cuando me anunciaron que mis padres habían tenido un accidente y no volverían conmigo comenzaba a embargarme.
—Bueno, no nunca más, me refería a que ya no nos veremos diariamente —me aclaró, pero eso significaba que viviríamos en estados diferentes. De acuerdo a ella, Connecticut no quedaba lejos de Nueva York, pero no nos veríamos cada día, como lo había dicho ella. Las lágrimas brotaron de mis ojos y me bajé de la cama para agarrar a Ama de la cintura, me aferré a ella fuertemente, mientras las lágrimas caían cada vez más rápido por mis mejillas.
—No quiero irme, Ama, no quiero dejar de verte —le dije sollozando.
—Yo tampoco quiero irme, mi pequeña Millie, pero piensa que nos volveremos a ver, también nos escribiremos a menudo y nos llamaremos —me prometió mientras me acariciaba el cabello.
—¿Y yo podré visitarte?
—Claro que sí —me aseguró mientras me secaba las lágrimas con sus dedos—, y de todas maneras, como te dije respecto a tus padres, el hecho de que no puedas verlos no significa que no te quieran o que no estén contigo de algún modo.
—Porque me quieren y yo los quiero una parte de ellos siempre estará conmigo —repuse, tal como ella me lo había dicho la noche anterior. Ella asintió sonriendo y después me dio un beso en la frente.
—¿Crees que en la casa de la abuela Oona pueda tener perros? —le pregunté. En casa no los teníamos, debido a que mamá les tenía terror porque cuando era niña uno la había mordido.
—Pues... no puedo saberlo, pero podrías convencerla de ello una vez que lleves tiempo viviendo allí.
—¿Y debo irme ahora? —inquirí después—. No me he despedido ni de Vivian ni de Georgie.
—Pero si las viste anoche —me recordó.
—Sí, pero creí que las vería de nuevo hoy.
—Pues no lo sé, pequeña Millie, el chófer de tu abuela vendrá enseguida a recogerte —dijo mirando su reloj.
—¿Y qué más llevaré aparte de las maletas? —le pregunté viendo que eran pequeñas; allí no cabían todas mis cosas, apenas entraba mi ropa.
—Pues puse tus juguetes en cuatro cajas que ya están junto a la entrada.
El timbre sonó y Ama fue a atender, sabía que era probable que fuera el chófer de mi abuela, pero eso significaba que debía marcharme y despedirme de mi dormitorio, y no quería irme, quería esconderme en el baúl de mis juguetes para poder quedarme a vivir ahí por siempre.
—Pequeña Millie, es hora de irse —anunció Ama, y entonces rompí a llorar. Ama me rodeó con sus brazos y así, aferrada a su cintura, me acompañó hasta la puerta, en donde un hombre alto y flaco, con una barba blanca, que parecía un lacayo, me estaba esperando. Tenía puesto un uniforme negro con una gorra al tono y, en cuanto me vio, me brindó una sonrisa.
—Aquí está, ella es la pequeña Millicent Fairchild —le informó Ama. El hombre extendió su mano hacia mí y me dijo:
—Es un placer conocerte, Millicent. Yo soy Virgil.
—Hola, Virgil —lo saludé estrechando su mano.
—Tiende a decir más palabras que esas, pero entenderá que toda la situación la tiene mal —le explicó Ama y él asintió.
—Lo comprendo perfectamente —respondió Virgil, después tomó mis dos maletas y las subió al auto. Ama y yo estábamos en los escalones de entrada a la casa y ella se volvió a mí para despedirse.
—Escúchame bien, Millie —me dijo mientras me tomaba de los hombros con la mirada fija en mí—: serás una niña buena, obediente y fuerte, solo llorarás por las noches, tras decir tus bendiciones y enviarles saludos a tus padres al cielo, después serás la Millie alegre que siempre fuiste. Tratarás de llevarte lo mejor posible con tu abuela Oona, la obedecerás, no le llevarás la contraria. También procurarás comer muchas verduras y proteínas, como siempre lo haces, y cuando vayas a tu nueva escuela harás nuevas amistades, pero no te olvidarás de nadie a quien conociste aquí, ¿entendiste? —asentí y después la abracé.
—Te extrañaré mucho, Ama —expresé, oliendo su perfume a menta y vainilla que tanto me gustaba.
—Yo también, mi pequeña Millie —repuso ella y me dio un beso en la frente.
Cuando me subí a la parte trasera del auto, me quedé mirando a mi casa y a Ama, que se había quedado parada en la acera; le dije adiós con la mano hasta que el auto emprendió la marcha. Ama empezó a alejarse cada vez más hasta hacerse chiquita y desaparecer. Comencé a llorar en silencio para que Virgil no se percatara de ello, pero, al parecer, se dio cuenta de todos modos, porque me tendió un pañuelo, que lo tomé y me sequé las lágrimas.
—Sé que parece difícil despegarse de los que uno quiere, pero en Greenview está esperándote tu abuela Oona, que está ansiosa por conocerte —me dijo.
—¿Lo está? —le pregunté sorprendida.
—Desde luego. Ya ha preparado tu dormitorio con colores rosados, que es tu preferido.
—El rosado no es mi color preferido, es el azul —le corregí.
—Oh, bueno, supongo que pensó que porque eres mujer te gustaría el rosa, pero tampoco puedes odiarlo, ¿verdad? —musitó y yo negué con la cabeza, porque sabía que él me estaba mirando por el espejo retrovisor—. Bueno, también te compró muchas cosas y ya le ha dado indicaciones a Davina, la cocinera, de que te prepare tu comida preferida.
—¿Cuál es? —le pregunté para ver si sabía o, si al igual que mi color preferido, solo habría tratado de adivinar.
—Linguinis con albóndigas marinados con salsa de tomate —dijo—. ¿Acertó?
—Sí —repuse.
—Pues me alegra saberlo.
—¿La abuela Oona con quién vive? —interrogué.
—Sola, aunque desde luego que yo vivo en la casa, y Davina, la cocinera, y Mercedes y Dorrie, dos mujeres que limpian, pero no tiene familia, como sabrás —me contó.
—¿Y qué hace durante el día?
—Bueno, muchas cosas: lee, inspecciona que todo el personal doméstico haga su trabajo, escribe para el periódico local, toca el piano, a veces recibe visitas de sus amigas para tomar el té, otras sale para acudir a eventos de beneficencia en los que está involucrada.
—¿Tiene perros? —le pregunté.
—Dos, una maltés llamada Penelope, y un cocker spaniel llamado Buttercup.
—¿Buttercup? ¿Como en La princesa prometida?, qué nombre gracioso —dije, aunque no me reí.
—Sí, también lo creo —repuso él.
—¿Y en dónde vive tu familia, Virgil? —indagué.
—No tengo. Solo tengo parientes distantes, como primos segundos y terceros, pero no hermanos o padres, tampoco esposa porque no me he casado.
—¿Por qué no? ¿Eres gay y te da miedo salir del clóset?
—Ja, no, nada de eso, pero no lo sé, supongo que no encontré a nadie adecuado para mí —me respondió—. No sé si entiendes.
—Sí, mi madre siempre decía que papá era el adecuado para ella —respondí—; no, espera, en realidad, decía que él era el indicado, no el adecuado.
—Oh, bueno, es lo mismo.
—¿Lo es? —inquirí.
—Bueno, no, no realmente. Yo solo dije «adecuada» porque ni siquiera encontré a una «indicada».
—¿Y cuál es la diferencia? —le pregunté.
—Bueno, creo que la palabra adecuada refiere a alguien apropiado, con quien puedes compartir tu vida basada en cosas externas de esa persona, o cosas que te parecen convenientes, algo así como buscar a una esposa que también trabaje y sea buena cocinera y a la vez maternal porque, de ese modo, sabes que será una buena pareja y madre. Pero la palabra indicada, en cuanto a una persona, alude a que no te importen nada de esas cosas, solo que te baste que exista para que sea tu compañera, algo así como un alma gemela, no sé si escuchaste esa palabra —asentí—; bueno, ese término hace referencia a que hay una persona parecida a ti, en lo interior, muy en lo profundo, ya sabes, y que conectan bien porque hay un entendimiento superior entre ambos.
—¿Y el alma gemela de la abuela Oona era el abuelo? —interrogué.
—Supongo, porque era su marido, pero ya sabes que murió mucho antes de que tú nacieras —repuso y yo asentí. Papá me había contado que el abuelo era mucho más bueno y tolerante que la abuela, que solían jugar al golf y cabalgar juntos, pero luego, cuando papá tenía quince, el abuelo tuvo un ataque al corazón que lo mató.
—¿Y nunca ha vuelto a tener novio?
—No, verás, tu abuela es algo anticuada en algunas cosas, como en el hecho de que no miraría a otro hombre que no sea tu abuelo porque sentiría que estaría traicionando su memoria.
—¿Y con quién celebra las Navidades? —pregunté.
—Bueno, con el personal porque solo Davina, la cocinera, tiene familia, aunque en Rhode Island, así que solo pasamos nosotros —dijo.
Miré a través de la ventanilla y noté que ya no había edificios a la vista, solo un paisaje verde rodeado de árboles, eso significaba que ya habíamos salido de Rochester, mi casa había quedado atrás, lejos de mí.
El viaje hasta Greenview duró una hora; era un pueblecito pequeño pero bonito, tenía calles adoquinadas y parques. Pensé que la casa de la abuela Oona sería una de esas que estaban alineadas una al lado de la otra, tal como en mi vecindario de Rochester, pero Virgil siguió conduciendo hasta salir del pueblo, se dirigió por una carretera que zigzagueaba hasta que una casa enorme comenzó a hacerse visible. Cuando estuvimos cerca me di cuenta de que era una mansión.
—¿Esa es la casa de la abuela Oona? —le pregunté a Virgil.
—Y la que será tu casa de ahora en más —me dijo.
Me quedé embobada con el aspecto que tenía: estaba pintada en color marfil, rodeada por una enredadera en la parte frontal y arriba había una torre.
—¿En dónde están las demás casas? —indagué.
—No hay más casas por aquí, es la única por esta zona —contestó.
—¿La abuela es millonaria? —inquirí, pues mi padre así me lo había dado a entender, pero no con esas palabras en concreto.
—Algo así —me respondió Virgil.
Un portón alto rodeaba la residencia, Virgil oprimió un botón y, luego de que se abriera, el auto entró.
—Bueno, Millie, es hora de conocer tu nueva casa —me dijo Virgil y yo me quedé mirando absorta al enorme edificio.
Virgil bajó mis maletas y yo tuve que descender del auto. Caminé con él hasta la entrada, en donde abrió la puerta. Adentro todo era muy lustroso; los muebles parecían costosos y sofisticados, había muchos cuadros pintados de la abuela Oona, en uno estaba con un hombre que debía de ser mi abuelo, y dos muchachos aparecían con ellos; uno era mi padre, aunque más joven, y su hermano, el que había muerto al caerse de un caballo cuando tenía quince años.
Una mujer que vestía un delantal se acercó a nosotros.
—¿Esta es la joven Millicent? —le preguntó a Virgil.
—Ella misma —le respondió él.
—Yo soy Mercedes —se presentó, extendiendo su mano hacia mí—. Bienvenida a la casa.
—Hola, Mercedes —le dije. Tenía el cabello recogido y el rostro como el de una india.
—La señora está esperándola en el salón borgoña —le informó a Virgil, y me pregunté por qué se llamaba salón borgoña, sabía que el borgoña era un color, pero ignoraba si ese salón era de ese tono.
—Llévala tú. Yo debo ir a bajar las demás cosas, y después de que la dejes allí sube estas dos valijas a su dormitorio —le indicó Virgil.
—De acuerdo. Vamos, Millie —me ella.
Virgil me dio una palmadita en la cabeza antes de marcharse, y yo seguí a Mercedes por un pasillo con piso brillante, todo en esa casa parecía ser resplandeciente, no debía de haber ni una basurilla oculta en algún rincón.
Cuando llegamos a un salón con un ventanal amplio, Mercedes me hizo entrar.
—Aquí está su nieta, señora Oona —le comunicó a la mujer que estaba sentada en el sofá color claro; era igual a como la imaginaba, en el físico, desde luego. Tenía puesto un vestido negro ceñido al cuerpo y sus manos estaban posadas en su regazo. Me miró bien y después me dijo:
—Es un placer conocerte, Millicent.
—El placer es mío, abuela Oona —repuse, recordando que Ama me había dicho que debía ser respetuosa con ella.
—Mercedes, tráenos el té —le ordenó y esta asintió—. Siéntate, Millicent.
Yo me senté en el sofá, enfrente de ella y me quedé mirándola; mi padre se parecía a ella en la nariz y la boca, pero los ojos marrones y el cabello eran como los de su padre.
—Lamento mucho la muerte de tus padres —expresó—. Quise ir al funeral, pero fue todo tan rápido.
—Ama dijo que era mejor hacer todo deprisa —le conté.
—¿Quién es Ama? ¿Una vecina? —me preguntó.
—No, Ama trabajaba para mis padres; cocinaba, limpiaba y se encargaba de hacer otras cosas de la casa, como Mercedes —respondí.
—Oh —dijo parpadeando—, no sabía que tus padres tenían empleados.
—Solo era Ama, y era amiga nuestra también —comenté y ella asintió.
—Entonces debe ser que a tu padre no le iba mal como profesor de arte.
—Mamá también trabajaba, era artista y tenía un empleo en una galería —le conté y ella asintió.
—Bueno, me agrada saber que después de todo les iba bien —musitó mientras se acomodaba sus anillos, tenía muchos y todos eran dorados con piedras brillantes. Mi madre solo tenía uno pequeño que apenas brillaba, pero ella lo adoraba, porque era la sortija que papá le había dado cuando le había pedido que se casara con él—. No sé si tu padre te habrá hablado de mí alguna vez.
—Solo un poco.
—De seguro te dijo cosas malas —no le respondí nada, porque eso sería mentirle—, me las merezco.
Mercedes entró con una bandeja con rueditas que tenía dos tazas y muchas cosas dulces encima; se me hizo agua la boca, pues no había comido desde el almuerzo. Me sirvió una taza de té y una masa glaseada que era deliciosa.
—Una vez que termines de tomar el té, Mercedes te mostrará tu nuevo dormitorio —me informó la abuela—. Como es verano, todavía no irás a la escuela, pero ¿qué te parece tomar clases de piano, danzas o equitación? Lo que tú quieras.
—En Rochester solía tomar clases de danza porque, de acuerdo a mi madre, me ayudaba a mantener el cuerpo en movimiento y a no ser una sedentaria —ella sonrió.
—Bueno, tu madre tenía razón en ello —me dijo—. ¿Entonces quieres ir a danzas? —asentí—. ¿Y qué te parece tomar clases de piano y equitación? Tu padre las tomó desde niño.
—Pero no le gustaba tocar el piano, en realidad, ningún instrumento —respondí y ella asintió.
—Sí, así es, a tu padre le iba más pintar cuadros y esculpir obras de arte.
—Pero me gustaría aprender a andar a caballo.
—Muy bien, entonces el lunes comenzarás; hay varios caballos en el establo, por lo que puede venir un profesor a enseñarte —propuso y yo asentí—. Y en agosto empezarás la escuela. Puedes ir a la del pueblo o a una católica para niñas que queda a media hora, no es residencial, así que regresarás cada día para aquí.
—Quiero ir a esa —le dije, porque prefería ir a una en donde todas fueran niñas.
—Bien.
Una vez que terminé de beber el té, Mercedes me llevó a conocer mi nuevo dormitorio. Tuvimos que subir unas escaleras anchas, de las que solo había visto en las películas; arriba había dos pasillos largos con muchas puertas, Mercedes me hizo entrar en uno de la izquierda.
—¿Te gusta? —me preguntó y yo asentí. Era por lo menos tres veces más grande que el que tenía en Rochester; todo era rosado con diseños de mariposas y flores, la cama era extragrande y tenía un dosel arriba (sabía que se llamaba así porque lo había leído en un libro), había muchos osos y muñecas y la ventana tenía un alféizar.
—Es bonito —comenté, aunque no quería que fuera mi nuevo dormitorio y extrañara el mío de mi casa.
—Ya acomodé tu ropa en el clóset, y tus juguetes están guardados en el baúl. Si quieres puedes quedarte un momento aquí, en un rato se servirá la cena —me dijo y se marchó.
Me acerqué a la ventana y me senté en el alféizar, desde ahí se veía el patio trasero y muchas hectáreas de bosque más allá, muchos árboles y flores, y lo que parecía ser un jardín. Todo se veía inmenso allí. Desde la ventana de mi casa de Rochester solo se veía el patio trasero, que era muy pequeño.
Cuando bajé a cenar, me senté solo con la abuela Oona a una mesa larga, en un comedor con paredes de color salmón y muebles de madera fina.
—¿En dónde cenan Virgil y Mercedes y las otras dos empleadas? —le pregunté.
—En la cocina —me respondió.
—Creí que comían contigo —repuse y se quedó mirándome como lo hacía Ama cuando yo decía algo indebido.
—Son el personal doméstico —declaró con un tono de voz firme.
—Pero Virgil me dijo que en Navidad comen contigo.
—Oh, bueno, las fiestas son excepciones, porque de lo contrario debería comer sola.
—¿Y no cenas sola cada noche aquí? —indagué.
—Y también tomo el desayuno y el almuerzo sola —respondió.
—¿Y no te aburres?
—Estoy acostumbrada.
—En mi casa solíamos comer los cuatro juntos —le conté.
—¿Quieres decir que esa empleada llamada Ama también comía con ustedes? —inquirió y yo asentí.
—Sí, los cuatro.
—Entonces, supongo que extrañarás a esa Ama —dijo.
—Sí. Ama es mi amiga —le respondí.
—Bueno, aquí podrás forjar amistad con Mercedes, Dorrie, Davina y Virgil —sugirió—, son todos buenos, y supongo que divertidos.
—Ama dijo que seguiríamos siendo amigas a pesar de la distancia, que me visitaría cuando pudiera y que yo podría visitarla a ella también y hablar por teléfono.
—Claro que puedes hacerlo —repuso.
—¿Entonces puedo llamarla en esta semana?
—No veo por qué no —respondió.
Cuando terminamos de cenar, nos sirvieron helado de postre y después la abuela Oona me dio las buenas noches.
Mercedes me dejó el pijama en la cama y, tras ponérmelo, me acosté. La abuela Oona me había dicho que podía dejar la luz de la lámpara encendida, por lo que lo hice. Abrí el escalpelo que tenía puesto en el cuello, adentro había una fotografía mía con mis padres. Oh, mis queridos padres, que ya no estaban conmigo. Comencé a llorar de forma desconsolada hasta que empezaron a arderme los ojos, me los sequé, fui hacia el alféizar y me senté a ver el cielo; ahí era en donde estaban mis padres ahora, desde allí debían estar viéndome. Levanté la mano y los saludé, aunque no pudieran devolverme el saludo.
Por la mañana me desperté después de las nueve, el sol se colaba por la ventana y sus rayos se reflejaban en el edredón de la cama. Me quedé mirando la habitación de manera confusa, hasta que recordé que esa era mi nueva recámara, que ya no estaba en mi casa de Rochester. Quise llorar al darme cuenta de ello, pero no lo hice, porque le había prometido a Ama que solo lloraría por las noches, antes de dormirme.
Tras cambiarme de ropa, bajé a desayunar con la abuela Oona, quien ya estaba sentada a la mesa del comedor.
—Buenos días, Millicent, ¿qué tal dormiste? —me preguntó.
—Bien —le dije.
—Tienes los ojos hinchados, ¿acaso estuviste llorando? —asentí, aunque no quería contárselo—. Bueno, ya somos dos.
—¿Tú también lloraste? —inquirí.
—Desde luego, lloro cada noche. —No le creí, porque de acuerdo a mi padre ella era más dura que una roca. Una vez lo escuché decirle a mi madre que la abuela jamás mostraba señal de emoción, que era como si estuviese despojada de ellas. Al parecer, ella se dio cuenta de que no le creía porque añadió—: ¿Qué? ¿Acaso crees que porque soy vieja no puedo llorar?
—Creí que la gente vieja no lloraba —señalé y ella sonrió.
—Todos lloramos, sin importar la edad que tengamos —me dijo—. Pero bueno, cambiando de tema, ¿qué harás hoy?
—No sé —le respondí mientras me encogía de hombros.
—Bueno, puedes recorrer el jardín entero y los prados, bañarte en la piscina y visitar los caballos que hay en el establo.
—¿Cuántos caballos hay? —le pregunté.
—Tres.
—¿Y quién los monta?
—Nadie, solo los hacemos pasear por la zona —repuso.
—¿Y todos esos prados que se ven desde la ventana son tuyos?
—Todas estas tierras, sí —dijo—, así que puedes salir a jugar por ahí, que ahora el tiempo es ameno. Si quieres puedes llevar a Penelope y a Buttercup contigo.
Mercedes me condujo hacia el patio trasero, que se veía más inmenso al estar allí. Comencé a caminar por el césped con Penelope y Buttercup a cuestas hasta llegar al jardín, en donde había esculturas de mujeres danzantes hechas de latón y cerámica, otras de ángeles y ninfas; las conocía por haberlas visto en libros de hadas. Había una fuente de agua con ruiseñores alrededor que largaban agua por la boca, una piscina enorme, como la que tenía Vivian en su casa (aunque probablemente esta fuera más grande), también había muchas flores amarillas, estaban podadas en el suelo, no sabía qué flores eran, pero sí reconocí a las rojas y púrpuras que eran tulipanes. En un extremo había un gazebo y al lado una especie de puerta cerrada con una pequeña abertura en la mitad, como si se pudiera poner algo en ese espacio. Junto al gazebo, del otro lado, había una mecedora larga, por lo que me senté en ella a hamacarme mientras miraba a la casa que, desde ahí, se veía pequeña. Levanté la vista al cielo y me quedé mirándolo, pensando en si mis padres estarían viéndome, alcé la mano y los saludé mientras una lágrima se deslizaba por mi mejilla izquierda.
Me quedé toda la tarde allí, caminando por el jardín y los prados; no fui más allá de ellos, porque eran muy extensos, además de que tenía una linde que me pareció imprudente atravesar.
Esa noche lloré de nuevo hasta dormirme, y al día siguiente volví a caminar por el jardín con Penelope y Buttercup, como al siguiente.
La abuela Oona se esforzaba por hacerme sentir acogida, tanto que comenzaba a pensar que lo que mi padre había dicho de ella era mentira, aun cuando no creía que mi padre me hubiera mentido. Me pregunté por qué se habrían peleado él y la abuela, pero mi madre decía que no había que ser entrometido en cuestiones personales.
—Oye, Millicent, te gusta mucho el jardín y los prados, ¿verdad? —me preguntó la abuela Oona el sábado mientras almorzábamos.
—Sí, es un lugar bonito —le respondí.
—¿Quieres saber algo? En esa puerta sellada que está junto al gazebo hay una abertura.
—Lo sé, la vi el día que lo conocí —respondí.
—Bueno, esa puerta es especial. Allí puedes colocar un papel con tus pensamientos o deseos, porque estas tierras poseen un poder mágico y, de algún modo, lo que pidas puede tornarse realidad.
—¿De verdad? —le pregunté.
—Así es, de hecho, podrías escribirles a tus padres y decirles que los extrañas; estoy segura de que la leerán —me dijo.
—¿Tú crees?
—Oh, sí. Yo lo he hecho un par de veces, con mi marido y con mi hijo Linus, el hermano de tu padre.
—¿Y te respondieron? —inquirí.
—Bueno, en cierta forma —repuso.
Ni bien terminamos de almorzar, corrí hacia mi nuevo dormitorio, tomé un papel y un bolígrafo y comencé a escribir. Mientras escribía, las lágrimas empezaron a derramarse en el papel, por lo que se mojó un poco, pero aun así era legible.
Cuando terminé de escribir, bajé corriendo y fui hacia el jardín a dejar la carta en la abertura de la puerta. Miré al cielo y les hice señas a mis padres de que ahí había algo para ellos, y después me quedé sentada en la mecedora. No sabía cómo la leerían, si su visión era buena desde el cielo, tal vez ahora eran como Dios y lo veían todo desde allí.
Después de un rato miré hacia la puerta, pero la carta seguía ahí, tal vez no tendrían necesidad de abrirla para leerla, quizás ahora podían ver a través de las cosas como si tuvieran visión biónica, o a lo mejor debían esperar a que llegara la noche para recogerla, como si fueran Santa Claus cuando recoge la carta en Navidad, aunque ya sabía que Santa Claus no existía, pero tal vez fuera algo así.
Al día siguiente, tras desayunar, fui corriendo hacia el jardín a ver si ya se habrían llevado la carta, pero mi decepción fue enorme cuando descubrí que seguía allí. La abuela Oona me había mentido, mis padres no podrían leerla, no sabrían que la había escrito tampoco. Tomé la carta para romperla, pero entonces me di cuenta de que el papel era diferente que en el que yo había escrito, porque el mío era blanco con bordes rosados, ya que era de un cuaderno que Ama me había regalado, y este era blanco con rayas azules. Me pareció extraño, pensé que tal vez, de algún modo, el color se había alterado por la noche, como esos pececitos de juguete que cambian de color cuando los sumerges en agua. La abrí para ver si la caligrafía habría sufrido algún cambio y descubrí que no era mi carta, no era la carta que le había escrito a mis padres, y esa ni siquiera era mi caligrafía, era muy diferente a la mía, pero lo extraño era que arriba aparecía mi nombre, por lo que me puse a leer lo que decía.
Querida Millie:
Disculpa si leí tu carta, es que justo andaba por aquí y la encontré y pensé que sería bueno escribirte. Lamento mucho que tus padres hayan muerto. Yo he perdido a mi hermana menor, por lo que sé cómo te sientes. Mi madre dice que los que mueren nos ven desde donde están, aunque no sé si puedan leer, pero de seguro tus padres saben que les escribiste y que los extrañas, y seguramente ellos también te extrañan mucho, tal como mi hermana Melissa Lee me extraña a mí. A veces me tiro en la hierba y miro al cielo, esperando que ella me vea desde ahí, ¿tú haces lo mismo con tus padres? ¿Tienes hermanos? ¿Ellos se sienten igual que tú de triste ahora mismo?
Si los tienes eres dichosa, porque yo solo tenía una hermana y era muy buena, y ahora ya no está. Escríbeme si quieres y deja la carta en el mismo lugar, pero ten en cuenta que yo solo vengo los sábados por aquí a visitar a mi hermana en el cementerio, así que ese día pasaré a recogerla y te dejaré otra en su lugar.
Por cierto, mi nombre es Declan.
2
Declan, 10 años
Mis padres pelearon de nuevo, esta vez fue por el epitafio de Melissa Lee. Mi madre no cree que «Su inocente alma nos fue arrebatada muy pronto» sea correcto, dijo que no sintetizaba lo que Melissa Lee representaba, que la hacía parecer una víctima más que una persona, y mi padre le respondió que eso es precisamente lo que es, una víctima de un horrendo crimen. Mi madre le pegó en el brazo al decir esto y él se calló de repente. Sé que fue por mí, no quieren que yo escuche más cosas sobre eso, pero Greenview es un pueblo pequeño, por lo que sé cómo murió mi hermana, aunque no conozca todos los detalles de su muerte, y no quiero saberlos tampoco, porque son, como mi abuelo decía, «muy escabrosos». Todos comentaban que ningún niño debía morir de la manera en que lo hizo ella, que era inhumana la forma en que ese «individuo» la mató.
De camino al cementerio, mis padres comenzaron a pelear por las cosas de Melissa Lee. Mi madre le dijo a mi padre que es bueno desprenderse de ellas, que tal vez otra niña puede necesitarlas, pero él replicó que no podían deshacerse de sus cosas así como así, que tal vez yo quiera quedarme con ellas, y mi madre le espetó: «pero si Declan es niño, no jugará con cosas de niñas». Y él le respondió: «no estoy diciendo eso, sino que tal vez quiera guardarlas para sus hijas cuando las tenga». Después se quedaron callados hasta que llegamos al cementerio. Así era siempre, peleaban un rato y después no se dirigían la palabra por un día entero.
Nos bajamos del auto al llegar al cementerio. La tumba de Melissa Lee se encontraba en el extremo más alejado, por lo que tuvimos que caminar por entre medio de las otras tumbas hasta llegar a la de ella. Solo era una lápida que estaba en el suelo, tenía escrito su nombre en ella con el epitafio encima y estaba rodeada de narcisos marchitos. Mi madre los tomó y colocó los que ella había llevado en su lugar, después arrojó los marchitos a la basura. Los tres nos quedamos mirando la lápida: tenía unos diseños de mariposas y osos encima, pero ninguna fotografía de Melissa Lee, aunque en ninguna lápida había fotografías de todos modos, eran todas lisas con inscripciones en ellas.
Miré al cielo, era celeste liso y no había ni una sola nube. El sol nos daba casi directo, por lo que hacía mucho calor. Les dije a mis padres que iría a caminar por el prado que lindaba el cementerio, pero me advirtieron que no me alejara mucho.
Comencé a caminar por la hierba hacia arriba, en esa zona casi no había casas, solo una que se veía al otro lado, pero estaba alejada; siempre que iba al cementerio, cada sábado, la veía desde allí y me preguntaba quiénes vivirían ahí; parecía una casa hermosa, como una mansión. A mi hermana Melissa Lee solían gustarle las casas, siempre las dibujaba y decía que cuando fuera grande tendría una inmensa con un jardín trasero, pero ella nunca será adulta porque murió siendo pequeña.
Mis padres me habían dicho que no me alejara del cementerio, pero seguí caminando hasta llegar a la parte trasera de la casa. Había una pared alta que no permitía el paso, la recorrí y todo eran muros, hasta que descubrí una especie de puerta que tenía una abertura en el medio, tal vez era como en la casa de mi abuelo, que habían derribado una parte de la pared y todavía no la arreglaban. Miré bien y vi que adentro había algo, alargué la mano y lo saqué: era un papel, una carta, escrita por una tal Millie a sus padres que habían muerto. Me senté contra esa puerta y comencé a leerla:
Queridos padres:
No sé si sabrán que me he mudado con la abuela Oona, no es tan mala como tú la describiste, papá; me deja comer todo el helado que quiera y sonríe a menudo. La casa es hermosa y tiene de todo, incluso una piscina y caballos y perros, pero la verdad es que no quiero estar aquí, no quiero vivir aquí, quiero volver a nuestra casa de Rochester con Ama y con ustedes, pero sé que eso es imposible, que no hay manera de que regresen. ¿Ustedes pueden verme desde el cielo? Si es así espero que lean esta carta y que sepan cuanto los quiero y extraño, y si de algún modo pueden responderme pues aún mejor.
Los quiero mucho, papás.
Su querida Millie
Al parecer esa Millie vivía en la casona con su abuela Oona, y sus padres habían muerto, tal como Melissa Lee, por eso les había escrito una carta, para que ellos la leyeran, pero yo sabía que los muertos no podían leer. De acuerdo a mi abuela, podían vernos, aunque no comer, ir al baño o leer, pero me dio pena esa tal Millie, escribiéndole a sus padres y esperando a que le respondieran, así que decidí regresar corriendo adonde estaban mis padres y les pedí un papel y un bolígrafo; mi madre me dijo que estaban en el auto, por lo que fui hacia allí y le escribí una nota que después se la dejé en ese recoveco.
Cuando regresamos a mi casa, me di cuenta de que en mi bolsillo tenía la carta que ella le había escrito a sus padres, me había olvidado de dejársela, por lo que esa noche, al acostarme, me quedé leyéndola. Su caligrafía era bonita, la caligrafía de niñas siempre era bonita. No sabía si me respondería, pero esperaba que así fuera, porque ninguno de mis amigos tenían familiares que se habían muerto, y ella sí.
Como eran vacaciones no había mucho para hacer, an