La mujer de mis sueños

Luciana V. Suárez

Fragmento

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Scott

«Emborráchate tanto que no puedas recordarlas al día siguiente». Ese era mi lema y funcionaba, porque me embriagaba, obtenía lo que quería y luego, al día siguiente, no recordaba nada: ni un nombre, una edad, algo que dijeron, ni siquiera sus rostros. Pero no debía sentirme mal por ello, dado que no creía que ellas se acordaran de mí tampoco, ya que si acababan en un bar tan ebrias como una cuba, de seguro, era porque esperaban lo mismo que yo: pasarla bien y olvidarse de todo el asunto después. De todas maneras, tampoco era tan descuidado: me aseguraba de mirarlas bien antes de terminar tendido en una cama junto a ellas, no porque el aspecto físico me interesara y tuviera requerimientos a la hora de acostarme con alguien, sino porque quería cerciorarme de que no fueran a padecer algún tipo de enfermedad que luego representara un problema a la hora del acto sexual. También me aseguraba de ponerme un condón porque, por imprudente que fuera, no me gustaba la idea de que hubiera una parte mía creciendo en el vientre de una muchacha a la que no conocía más allá del plano físico. En fin, esa regla estaba fijada en mi vida desde hacía más de dos años, y allí se quedaría por lo que me quedara de existencia.

Como era sábado por la noche, naturalmente saldría, no porque me entusiasmara precisamente, pero sí porque me agradaba la idea de estar con alguien a quien luego no recordaría en absoluto. Tomé mi abrigo y mi billetera, que la guardé bien en un compartimiento oculto de mi abrigo, pues cabía la posibilidad de que la muchacha con la que me terminara enredando fuera a ser una ladrona y, si bien yo nunca me quedaba a dormir con ninguna de ellas tras el acto sexual (ya que jamás las llevaba a mi departamento), podía ocurrir que una vez cometiera el error de hacerlo de lo ebrio y exhausto que estaba, y esa chica terminara hurgando en mis bolsillos.

Tras tomar las llaves de mi auto, salí de mi casa. Afuera el cielo era una capa azulada con unos ribetes dorados, vestigios del sol de la tarde, y la luna asomaba su rostro lentamente; al parecer su fase era llena —no era de extrañar en días tan gélidos como ese—, y el ambiente ya vaticinaba que sería una noche helada.

Conduje por la avenida principal de Bloomfield, el pueblo en el que residía, hasta que llegué a James&James, el club en donde era habitué, por lo menos los fines de semana. Tras atravesar la puerta doble de la entrada, me desplacé por el pasillo de la planta baja hasta llegar a la barra. Una vez que me senté en el taburete, ordené un gin-tonic, aunque no hizo falta que le dijera al barman lo que quería porque, al ser un cliente leal, él ya lo sabía; comenzaba con un gin-tonic, seguía con un vaso de ron y terminaba con otro de tequila. No obstante, el número de copas variaba, porque no siempre bebía solo; invitaba a una muchacha a unirse a mí y, entonces, cuando ambos estábamos lo suficientemente ebrios, nos largábamos hacia algún lugar en donde tuviéramos privacidad. Estaba seguro de que el barman también conocía esa rutina, pero en mi defensa yo no era el único que hacía eso, sino que más de la mitad de los que iban hacia allí también lo hacía porque, después de todo, para eso era ese antro, así como los sábados por la noche.

Una de las razones de escoger ese club es que era para mayores de veintiuno y, de ese modo, me aseguraba el no tener que cruzarme con ningún alumno de la escuela secundaria en la que enseñaba, porque entonces sí que estaría en un aprieto ya que, los días de semana, aparentaba ser un profesor serio e inteligente y, los sábados por la noche, me convertía en una especie de macho al acecho de lo que tuviera a disposición, y eso no era nada bueno para mi reputación académica. Y luego estaba mi otro empleo, el de escritor de novelas serias de ficción. No es que fuera un autor de superventas; estaba lejos de eso y la verdad era que no me importaba serlo, porque parecía ser que un autor de libros populares era el equivalente a ser una celebridad en el mundo literario, y a mí eso no me gustaba. Sinceramente no me atraía que hubiera periodistas tratando de indagar en tu vida privada en vez de querer saber sobre tu obra, lectores atosigándote a través de redes sociales para saber cosas tuyas, personajes convirtiéndose en una especie de íconos afamados; por lo que estaba feliz con la carrera que me había labrado como escritor, porque tampoco era que mis libros no se vendieran, pero mi público era más bien selecto y, generalmente, abarcaba la franja etaria de entre los treinta y cincuenta años.

Terminé de beber el gin-tonic y ordené una copa de ron cuando una muchacha se sentó a mi lado. La miré detenidamente. Su cabello era negro y largo y su piel, muy pálida y contrastaba con su pelo; sus ojos eran azul zafiro y tenía un pirsin en la nariz; llevaba puesto un vestido negro con medias rayadas, como las franjas de una cebra. Parecía ser delgada y estar en buena forma; tal vez, en esos momentos, aquello importaba, pero para mañana no lo haría en absoluto.

—¿Me permites invitarte una copa? —le pregunté, y así inicié el repertorio que me abriría las puertas para llevar a cabo mi cometido. Ella me miró y sonrió de forma animada.

—Desde luego —repuso.

Ordené una botella de ron al barman, que se la sirvió de inmediato.

—¿Vienes seguido para aquí? —inquirí porque, dos semanas atrás, me había topado con una muchacha con la que ya había estado y no la recordaba, y eso parecía haberla ofendido. Y teniendo en cuenta que la población de Bloomfield no llegaba a los veinte mil habitantes y que la franja etaria de entre los veinte y treinta (que era la edad que tenían las chicas con las que usualmente me acostaba) era reducida, era probable que aquello fuera a sucederme más de una vez. Aquel pueblo no era Nueva York, en donde las posibilidades de encontrarte con alguien con quien tuviste un revolcón eran más bien remotas.

—No, es la primera vez. Es que soy de Windsor —dijo en referencia al pueblo contiguo.

—¿Y qué te trae por aquí?

Hubiera preferido no haberle hecho todas aquellas preguntas, que formaban parte de las normas del comportamiento a la hora de conocer a alguien, pero tampoco podría haberle dicho que fuéramos directamente a la parte sexual, porque sabía que no todas querían eso de entrada.

—Digamos que decidí cambiar de aire. Trabajo durante la semana y, los fines de semana, salgo a un club o voy a una fiesta, pero me da la sensación de que últimamente veo los mismos rostros.

—Lo entiendo —repuse, porque yo también veía a la misma gente allí, estuviera en ese lugar o me fuera a otro.

—¿Qué hay de ti? ¿Eres de por aquí? —me preguntó.

—Sí, aunque... —Iba a contarle que en realidad no era originario de ese pueblo, sino de uno de Nueva York, y que me había mudado hacía dos años atrás. Pero no tenía sentido porque todo eso formaba parte de mi vida privada, y nunca les revelaba aspectos íntimos a esas muchachas—. Bueno, sí.

—Disculpa que no me haya presentado antes. Soy Shauna —me dijo.

—Scott —repuse a regañadientes.

La conversación siguió su curso, con copas de alcohol de por medio. Rogué que se emborrachara rápido para que nos largáramos de ahí lo más pronto posible.

Casi una hora después, se la veía bastante entonada, dado que se reía a carcajadas y comenzaba a tocarme la mano y la pierna.

—Oye... este lugar está muy concurrido y ruidoso —le dije ya que, en tanto la planta inferior era para beber algo, la superior era una especie de discoteca, por lo que sonaba una música estridente en todo el ambiente—. ¿No quieres que nos vayamos a un sitio más íntimo?

—Estoy de acuerdo con ello —replicó con una sonrisa algo burlona.

Como no iba a llevarla a mi departamento, puesto que era mi templo privado, fuimos a un motel que había a dos cuadras de allí, como casi siempre lo hacía. Tras pagar en recepción, subimos a la habitación en cuestión; era un cuchitril, pero se notaba que estaba bien mantenido. De todas maneras, lo único que me importaba era que la cama estuviera en condiciones, porque solo a eso le sacaría provecho; lo demás no me interesaba en absoluto.

Comenzamos a desvestirnos de forma apresurada, como si tuviéramos urgencia por hacerlo. Una vez que estuvimos completamente desnudos, extraje un condón de mi bolsillo y, tras ponérmelo..., ¡acción!

Cuando terminamos, ella pareció que iba a quedarse dormida acurrucada en mi pecho, por lo que me hice a un lado. Lo que faltaba nomás, que quisiera que termináramos abrazados.

Me levanté, me vestí rápidamente, y salí rajando de allí con la agilidad de una rata que se desplaza por las tablas de un subsuelo.

Al llegar a mi casa, me desvestí y, tras ponerme el pijama, me acosté. Afuera estaba helando, por lo que era un placer arrebujarse bajo las mantas durante el invierno. Proferí un bostezo y cerré los ojos hasta quedarme dormido.

Me desperté de manera brusca y asustada. Miré el reloj: eran las seis y cuarto, y había dormido solo tres horas. Llevaba tiempo sin despertarme a mitad de la noche, porque usualmente dormía sin interrupción por casi siete horas, y hacía tiempo que no tenía pesadillas, había dejado de tenerlas hacía un año atrás.

Traté de cerrar los ojos y volver a dormir, pero me fue imposible; había quedado inquieto tras haber tenido esa pesadilla, por lo que decidí levantarme a prepararme una taza de leche con miel, ya que eso me ayudaría a conciliar el sueño. Cuando era niño y solía tener pesadillas, mi abuela me preparaba ese brebaje y, después de beberlo, me dormía.

Una vez que la leche estuvo lista, la serví en una taza y regresé a mi dormitorio para beberla en la cama. Traté de recordar de qué iba la pesadilla que había tenido, aunque fuera una mala idea, porque sería una forma de revivirla. Pero, por alguna razón, no lograba recordarla; sin embargo, tenía una leve sospecha sobre qué podía tratarse.

Tras terminar de beber la leche, dejé la taza en la mesa de luz y, ya más calmado, me dispuse a cerrar los ojos. El sueño fue llegando de forma lenta y sigilosa; todos mis músculos comenzaron a relajarse y a amortiguarse de a poco y, justo cuando parecía que me había quedado dormido, volví a abrir los ojos de golpe, dado que de repente había recordado de qué iba el sueño que había tenido. No sé qué fue lo que me sorprendió más, si darme cuenta de que no había sido una pesadilla, como lo había pensado, o las imágenes que aparecían. Había soñado con una muchacha. Podía verla claramente; estaba casi desnuda. Aunque no pudiera divisarla por completo, su rostro parecía sereno y sus ojos destilaban algo parecido a la melancolía, incluso en aquellos momentos en que estábamos teniendo sexo, porque sabía que era una de las chicas con las que me había acostado, pero no lograba recordar quién era. Aunque eso no era una novedad, ya que nunca me acordaba de ninguna de las muchachas con las que me acostaba, pero tampoco soñaba con ellas después.

Me quedé con los ojos abiertos, por un momento, mientras veía de forma clara, en mi mente, el rostro de esa muchacha. Cuando por fin me dormí, volví a soñar con ella.

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Alison

Nunca era la primera opción de nadie, nunca. No lo había sido ni en jardín de infantes ni en la escuela primaria; en la secundaria los muchachos apenas parecían reparar en mí, y los que se fijaban no eran de mi agrado. Y de las pocas relaciones que había tenido nunca fui la primera opción. Yo lo sabía sin que nadie me lo dijera; era la segunda, la tercera —probablemente hasta la cuarta— opción de un muchacho. Nadie me miraba como si fuera un objeto de cristal o una pintura que era digna de admirar; no como Chuck, el novio de mi hermana Skye, la miraba a ella. Nadie reparaba en mí de esa forma. No era la protagonista de una novela romántica, ni siquiera de la mía; siempre era un personaje secundario, un espectador, y apenas formaba parte del trasfondo en la vida de un muchacho, razón por la cual había dejado de creer que un buen día encontraría a alguien para el que fuera la primera opción. Y en su lugar había decidido que era mejor disfrutar de la vida y salir a divertirme con los muchachos en vez de esperar, inútilmente, a que alguno se enamorara de mí.

Cuando llegó el sábado por la noche, no me quedó más remedio que salir. No era que tuviera la obligación de hacerlo, sino más bien sentía la necesidad; odiaba admitirlo, pero era así. De todas maneras, no era algo habitual en mí, solo ocasional; generalmente dependía de mi humor. Esa mañana, tras despertarme, sabía que sería uno de esos días porque necesitaba despejar la cabeza, beber algo de alcohol y olvidarme de mis inquietudes. Me puse un vestido negro, unas medias y unas botas al tono con tacones. Casi parecía como si fuera a asistir a un funeral, así que me enrosqué una chalina dorada en el cuello y, tras maquillarme, salí de casa.

Afuera el aire que me acarició el rostro era gélido y la luz de la luna era intensa, lo que corroboraba lo que el meteorólogo había anunciado: que esa noche su fase sería llena. Ello auguraba que, por la madrugada, la temperatura descendería considerablemente, algo típico del invierno en Connecticut que, como cada año, sería muy crudo.

Tras subirme a mi auto, partí hacia Bright Lights, un bar que transitaba mucho últimamente; es decir, cada vez que salía, lo cual ocurría una vez al mes. Al entrar allí me senté en un taburete y ordené un vodka con durazno, dado que era ideal para comenzar la noche. Lancé una mirada al lugar. Había mucha gente: la mayoría parecía sobrepasar la veintena y muy pocos estaban en pareja. En el caso de los que eran solteros, como yo, debían de haber ido a buscar algún ligue. Nadie salía solo para despejarse un rato; si conocías a alguien, pues mejor. Seguí escudriñando las mesas que se encontraban detrás de mí cuando mis ojos se encontraron con los de un conocido, por lo que desvié la vista a mi copa de inmediato. Lo que odiaba de vivir en aquel pueblo era eso; que, por tener dieciocho mil habitantes, siempre existía la posibilidad de cruzarte con algún conocido por ahí o, en este caso, con alguien con quien me había involucrado hacía un mes atrás y con quien no tenía intenciones de repetir la historia.

Estaba tan absorta en mis pensamientos, mientras bebía mi bebida, que no sentí que alguien se había sentado a mi lado y me estaba hablando.

—¿Disculpa? —le dije.

—Te pregunté si querías que te comprara una bebida porque ya estás acabando la tuya. —Me ofreció y yo asentí.

—Sí, gracias.

El muchacho sonrió de forma animada y le pidió al barman algo más fuerte que eso. Lo miré detenidamente. Su cabello era rubio ceniza; sus ojos, azules, y su piel, tan pálida que parecía traslúcida. Su porte era recto; sus hombros, anchos y, a pesar de que estaba sentado, se notaba que era alto.

—Soy Buster. —Se presentó mientras extendía su mano hacia mí; yo la tomé y le di un suave apretón.

—Es un placer conocerte, Buster. Yo soy Alison.

—¿Eres de aquí? —inquirió.

—Sí, nacida y criada en Bloomfield —le respondí—. ¿Tú de dónde eres?

—De Farmington.

Eso quedaba a dos pueblos de Bloomfield.

—¿Y qué te trae por aquí? —le pregunté.

—Tengo un par de amistades, y se suponía que me encontraría con uno esta noche, pero me dio un plantón, aunque fue por un buen motivo: su suegra sufrió una especie de enfermedad. Así que están en el hospital —me dijo.

—Y tú decidiste quedarte en vez de regresar a Farmington.

—Hummm, sí. Bueno, porque ya había venido de todos modos, por lo que decidí pasar a beber algo antes de regresar —repuso.

—¿Y qué haces en Farmington? Es decir, ¿a qué te dedicas? —indagué.

—Trabajo en una empresa financiera —replicó—. ¿Qué hay de ti?

—Estoy en el sector literario —le respondí, sin entrar en detalles sobre cuál era mi empleo allí.

—¿Aquí en Bloomfield? —me preguntó.

—No, en Nueva York.

—Oh, entonces, ¿debes viajar cada día hacia allá? —inquirió.

—No, solo una vez a la semana; el resto lo hago desde casa —mentí. Solo iba para ahí una vez al mes, pero no quería entrar en detalles sobre ello.

—Bueno, pero, de todas maneras, queda... ¿a cuánto desde aquí? ¿Dos horas?

—Algo así —le dije—. ¿Y eres casado? —le pregunté y cambié de tema. No llevaba sortija en su dedo, pero tal vez la había escondido en su bolsillo.

—No, no, todavía no he pasado por eso —musitó de forma burlona—. ¿Qué hay de ti?

—Tampoco.

—¿Hay alguien en tu vida actualmente? —indagó.

—No, no hay nadie —repuse y él enarcó una ceja de forma interesada.

Seguimos bebiendo mientras hablábamos y nos reíamos. Un rato después, él finalmente lanzó el primer movimiento al poner su mano en mi rodilla, y yo no se la saqué, por lo que lo siguiente que hizo fue acercarse y besarme.

—Oye, sé que esto puede sonar fuera de lugar, y hazme saber si me estoy propasando, pero ¿te gustaría ir a un lugar más íntimo? —inquirió de forma cautelosa. Todavía estaba cerca de mí, por lo que podía aspirar su aroma; olía a algo dulzón intenso que me estaba embriagando más que el alcohol.

—Desde luego —le dije sin dudarlo.

—¿Quieres que vayamos a tu casa, o se te ocurre otro lugar? —preguntó una vez que estuvimos afuera, y podría haberle dicho que fuéramos a mi casa, dado que esa noche estaría sola, pero temí que eso volviera las cosas más íntimas de lo que debían ser, porque de ese modo vería mi espacio personal.

—Hay un sitio a un par de cuadras de aquí —le respondí, por lo que él me siguió con su auto. Cuando llegamos allí, solicitamos una habitación. Tuve miedo de que la encargada hiciera algún comentario respecto al hecho de que me veía de nuevo por ahí, y con un muchacho diferente, pero apenas nos miró. No era que yo fuera una muchacha promiscua, pero cuando salía, si alguien se acercaba y me gustaba, pues digamos que no lo hacía a un lado.

Tras entrar en la habitación, me percaté de que era la misma que me habían dado la última vez que había ido, y eso me inquietó un poco.

Comenzamos a desvestirnos de a poco y, cuando estuvimos desnudos, me di cuenta de lo grandote que era. Las sábanas estaban casi heladas, por lo que al principio fue algo incómodo, pero entramos en calor después de un rato.

Cuando acabamos, él se quedó dormido con un brazo alrededor de mí, y yo me quedé despierta. Nunca dormía en esos lugares, básicamente porque me costaba dormir en una cama que no fuera la mía y en un dormitorio que no me perteneciera.

Me quedé mirando fijamente al techo mientras una sensación de desasosiego comenzó a embargarme. No era la primera vez que me sentía así tras terminar de tener relaciones con un muchacho. Aparecía para anunciarme que lo que había hecho estaba mal ya que, en vez de quedar feliz o satisfecha, me sentía completamente vacía y miserable.

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Scott

El domingo se pasó de manera rápida. No sabía por qué pero, por desgracia, siempre era así: el fin de semana se deslizaba de manera veloz, como si fuera agua que cae por el fregadero. Todo cuanto hice ese día fue estar echado en el sofá, viendo películas o partidos de fútbol, y luego disfruté de cocinar y almorzar y cenar en soledad, dado que durante la semana almorzaba acompañado de una cacofonía estridente, proveniente de más de doscientos púberes.

Llegada la noche, tras cenar, me acosté y me quedé leyendo un rato en la cama hasta que mis párpados comenzaron a cerrarse lentamente y, entonces, caí en un sueño profundo. Y, tal como la noche anterior, me desperté de manera brusca, pero con la diferencia de que ahora estaba seguro de que no había tenido una pesadilla, pues el sueño todavía estaba latente en mí; había sido claro e intenso, como si estuviera viendo la imagen de una pantalla. Otra vez aparecía ella, la muchacha que había aparecido en el sueño; no hablaba, no sonreía, solo yacía a mi lado, desnuda, con unos mechones de cabello que le cubrían parte de la mejilla derecha. Me miraba con esos ojos de cachorro extraviado, o al menos es

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